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VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Los discípulos vuelven a Jerusalén después de la resurección de Jesús
Jesús se aparece a más de 500
Ascensión de Jesús
Los discípulos vuelven a cenáculo
Matías, discípulo de Jesús al querido Nano (Saulo de Tarso):
Tú no estabas el día al que se refiere
este relato, pero Jesús se te apareció luego en tu camino de Damasco. Sin
embargo, ese día fue el definitivo. Eres la persona, y mira que me cuesta
decirlo, que más habría deseado tener ese día conmigo. Por eso te quiero contar
con detalle y reproducirte, si fuera posible, todo lo que sentimos y pensamos
ese día.
El Maestro sigue aquí en nuestro corazón, y
yo lo siento a mi lado todos los días de mi vida.
Que Jesús vivo esté siempre contigo[1].
—Lo he visto con mis propios ojos —me
dijo Piedro sonriendo—, y el resto de los once también; y Cleofás, y José.
Yo me entristecí un poco; había estado
desde el principio con Jesús; incluso había sido discípulo de Juan el Bautista,
pero no había visto a Jesús resucitado. No es que no lo creyera; yo sí creía
que había resucitado; era imposible que tanta gente lo hubiera visto, y que
todo fuera una burda mentira.
—Entonces habrá que seguir enseñando lo
que nos ha enseñado —le dije—, sobre todo ahora que ha resucitado.
—Así es.
Estábamos bajando desde Galilea a
Samaría, camino de Jerusalén, y estábamos más de quinientos discípulos suyos;
el número de personas que creíamos que Jesús era el Hijo de Dios, se había
multiplicado por todo Israel. Incluso había varios judíos y prosélitos de otras
regiones apartadas. Íbamos caminando y, de repente, uno que caminaba a mi lado
me dijo:
—¡Matías! —Yo me volví, y vi a un hombre
con la barba perfectamente cuidada y el pelo reluciente y largo.
—¿Quién eres? —le pregunté.
—¡Mírame bien! —Lo miré a los ojos y caí
en sus brazos. ¡Era Jesús mismo! Me postré a sus pies, y todo el mundo comenzó
a saludarlo. Después de un rato se sentó en una piedra y, como al principio,
comenzó a hablarnos a todos los que estábamos sentados a su alrededor. Nos
insistió en la necesidad de orar sin cesar, y de preocuparnos por el prójimo.
—¿Qué es orar? —le preguntó uno.
—Orar es levantar la cabeza y el corazón
a Dios, para adorarlo y darle gracias; y luego, pedirle lo que necesitemos. ¡No
olvidéis que hay que hacerlo, hablando como se hace con el padre de la tierra!
—Seguimos ahí un rato con Él hasta que desapareció sin darnos apenas cuenta. El
mismo Piedro, que estaba ahí con nosotros, me dijo:
—¡Vamos a Jerusalén, Matías! El Maestro
nos ha pedido que vayamos a un sitio a encontrarnos con Él. —Entonces bajamos
al Jordán. Cuando llegamos al río, ya no estábamos muchos de los que lo
habíamos visto camino de Samaría, pero sí de los que estábamos con Él desde el
principio.
—¿Dónde está Simón, el cananeo? ¿Y Leví?
—le pregunté a Piedro.
—Varios están en Jerusalén, porque el
Maestro quiere vernos a todos juntos —me respondió.
Al fin llegamos a Jericó, y comenzamos a
subir a la ciudad santa. Desde el camino se veía el hipódromo teatro construido
por Herodes, y el gran acueducto. Al norte se veía Archelais, la aldea que
Arquelao construyó para albergar a los recogedores de sus dátiles. Las montañas
circundantes parecían un teatro natural que miraba a la ciudad. “La ciudad de
las palmeras”, la llamaba mi padre, porque estaba repleta de ellas.
Seguimos subiendo hasta que ya vimos el Templo
reluciente y fastuoso desde lo alto de la colina. Llegamos el Monte de los
Olivos, y allí estaba Jesús esperándonos.
—¡Maestro! —le dije yo—, pero ya todos
los demás se habían abalanzado sobre Él para saludarlo. —Algunos nos postramos
a sus pies; para otros su resurrección ya era “cuento viejo”.
—Os he traído comida —nos dijo.
—¡Menos mal! —bromeó Natanael—. Al poco
tiempo vinieron también los que estaban en Jerusalén. Jesús mismo los había
convocado en el mismo sitio. Después de comer, nos dijo:
—El Padre me ha dado todo el poder en el
cielo y en la tierra, y yo lo quiero pasar a vosotros. Cuando enseñéis en mi
nombre vais a ser capaces de expulsar a los demonios, y de hablar lenguas
nuevas; vais a imponer vuestras manos sobre los enfermos, y van a quedar
curados —se puso un poco más solemne, y añadió—: vais a ir por todo el mundo y
vais a hacer discípulos de todos los pueblos, y los bautizaréis en el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Les debéis enseñar todo lo que yo
os he enseñado y todo el que crea vendrá a la mesa del reino con mi Padre. Y no
os preocupéis, porque yo estaré con vosotros todos los días hasta que se acabe
el mundo.
—¡Maestro! —le dijo Piedro—, tú habías
dicho que Juan bautizaba solo con agua, pero que después habría que bautizar
con el Espíritu.
—Sí, Piedro; Juan bautizaba solo con
agua, pero dentro de poco todos seréis bautizados con el Espíritu Santo. Es una
promesa que mi Padre os va a cumplir. —Simón, el cananeo, le preguntó:
—¿Entonces ahora vas a restablecer el
reino de Israel, que formaron nuestros antepasados?
—Simón, ese es un asunto del mundo que no
os toca a vosotros saber. Vosotros os debéis preocupar solo de los asuntos del
cielo. Lo que sí debéis tener presente es que, cuando el Espíritu Santo venga
sobre vosotros, vais a ser mis testigos en Jerusalén, en Galilea, en Samaría, y
hasta los confines de la tierra misma. Entonces, por ahora, quedaos en
Jerusalén hasta que mi Padre os llene de su fuerza. —Nos miró a todos con
cariño, como solía hacerlo, y nos dijo:
—Vamos al camino de Betania.
Nos fuimos caminando y cuando íbamos por
el camino, se detuvo, y nosotros con Él. Entonces levantó las dos manos y nos
las impuso; y se fue elevando al cielo. Todos nos postramos y vimos cómo se
perdía entre las nubes. Entonces nos levantamos mirando aún hacia arriba y aparecieron
dos hombres vestidos de blanco; de un blanco muy limpio; uno de ellos nos dijo:
—¡Galileos![2]
¿Qué estáis haciendo ahí mirando hacia arriba? —nosotros no comprendíamos lo
que nos decían—. Vuestro Maestro se ha ido al cielo, pero va a volver de la
misma manera que lo habéis visto marchar.
Y entonces se fueron desapareciendo con
el aire. Decidimos irnos a Jerusalén llenos de una alegría que se nos salía por
los poros del cuerpo. Quién sabe cuándo iba a volver; Él nos había dicho que no
podíamos saber ni el día ni la hora. Por ahora, no importaba; debíamos seguir
la labor de continuar enseñando que el reino de Dios ya estaba con nosotros, desde
que Jesús había venido al mundo, y que dependía de nosotros mismos instaurarlo
definitivamente.
Teníamos mil recuerdos para compartir,
que fuimos pasándonos unos a otros, abrazados a su memoria. Fuimos a la casa en
donde el Señor había celebrado la cena de los ázimos con los doce, y allí
estaba María, la madre de Jesús.
—¡Mamá! —le dijo Juan echándosele al
cuello. —Luego todos la besaron. El Cachas la abrazó y la levantó:
—¡Judas! ¡No hagas eso, que me haces
daño! —dijo mientras los demás nos reíamos. Y comenzó a cuidarnos llena de
cariño; nos habíamos quedado sin Jesús, pero ahora estaba su madre con nosotros.
Jesús lo había dicho muchas veces: “Como Dios no puede estar en todas partes,
hizo a las madres”. Y Jesús nos dejó a la suya para ayudarnos a estar más cerca
de Él.
es increíble, tiene usted pruebas de que esto es cierto?
ResponderEliminarPues de varias cosas, sí. Está casi todo en el libro de los Hechos de los Apóstoles....
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