PIEDRO BOCA ABAJO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Martirio de San Pedro


Relato de un crucificado

Nesta se levantó en la mañana. La cabeza le estallaba. No había habido ningún día en el cual hubiera faltado a su deber, desde los diecisiete años que había estado sirviendo en la legión. Su escudo de bronce relucía como nuevo, bajo el sol del amanecer. Casi podía uno mirarse en él, como cuando nos mirábamos en el agua; había sido un regalo de un superior suyo; un centurión que lo había premiado por su valor en batalla. Ahora era un triario cualquiera. Lo habían mandado a Roma como premio por su valor y, después de tanta faena, se sentía un poco anquilosado y triste. “Es un día más”, pensó. Cuando cumplió con su principal cometido de ese día, se relajó un poco.

“Lino; Lino. Debes seguir… ¿Dónde estás?”, pensé en voz alta, llamando desesperado a quien me habría de suceder en esta tarea. Por un momento dejé de pensar en Lino y recordé a mi hermano mayos cuando me tomaba de los pies y me alzaba con la cabeza hacia abajo; el mar era más claro que el cielo, porque todo se veía al revés. Creo entrever al fondo…

¡Oye Nesta! —escuché que le decían a quien me había crucificado—. Esta vez te ha quedado… ¡Clavado! Ja, ja Nesta era el mejor; lo han dicho ya varias veces. Es curioso: ya no tengo miedo de nada.

¡Lino![1]alcancé a balbucear. Bueno; si ya no se me puede medir por codos. Aquello se me había quedado grabado. “¡Marcos, hijo!”grité por dentro llamando a quien se había convertido en mi hijo y en mi traductor, pero ya no me escuché sino a mí mismo. Ya no sé si me miran de lejos o no. Yo sí miré de lejos…

Que no bromees con Nes, que es nuevo aquí y que no aguanta a los pesados como tú.

Deja espetó Nesta, que hasta ese momento no había abierto la bocaque solo me duele la cabeza. —“Pues a mí me estalla la mía…”, pensé.

“¡Lino!”, grito con mi mente de nuevo y con más fuerza cuando en este trance recuerdo esa tarde. Le conté muchas cosas y no sé por qué lo escogimos; ya no sé ni lo que hago. Pero él era a quien yo tenía que escoger; es de esas cosas que uno hace y no sabe por qué, pero uno sabe que están bien hechas. La conversación entre soldados seguía:

Y ¿Quién tuvo la idea ésta tan brillante de clavarlo de cabeza?

Pues él mismo.

Estos de allí sí son los bichos más raros… Se han rebelado contra el imperio, pero a ver cuánto tiempo les dura.

Me siguen pasando cosas raras: ahora estoy recordando a Ester, mi mujer. ¿Cuánto tiempo hace? Ya no lo sé. Sus manos eran como palomas que se mezclaban con el olor del aire del campo. ¡Estás tan lejana, Ester! Siempre me ayudaste; era como si de cada cabello tuyo dependiera mi vida. Las mañanas en el lago: cómo ondeaba tu pelo con la brisa; tus pies diminutos en la orilla, esperándome. Tal vez nunca te aprecié lo suficiente. “Es como si no fueras mío”, me decías; y yo me callaba.

Tú eres alto, Nes, pero nunca has pertenecido a la “itálica”, ¿Verdad?

No; nunca; es muy nueva la “itálica”.[2]

¡Y Jonás! ¡Cómo recuerdo cuando me enseñó a nadar! Buceábamos hasta juntar nuestras frentes dentro del agua; y él salía a reírse a la superficie. “Este juego lo inventé yo”, me decía; “¡No padre: que he sido yo!”, le gritaba mientras movía desesperado mis piernas en el agua. Algunas veces me dijo cosas feas también, y yo también a él, pero ya con el tiempo las había olvidado; ¡Hay tanto para perdonar, y tan poco tiempo para vivir! ¡Y también hay tanto para pedir perdón! Fue un buen padre, aunque nunca entendiera lo que hice con mi vida; me reñía a cada momento. Nunca le gustó Ester, por ejemplo; la aceptó a regañadientes, sin tener en cuenta que era mi decisión. “Que son los padres los que deben decidir con quién te casas”, me dijo; al final aceptó mis decisiones a regañadientes. Pero bueno, Jonás: que sepas que he sido muy feliz; ¡El más feliz!

Solo sueño con ver la sonrisa de Jesús otra vez…

Luego, cuando pasó el tiempo, le pregunté un día a mi padre: “¿Por qué mis hermanos tienen todos nombres griegos y yo no?” “Porque quien lleva tu nombre sabe escuchar, porque Simón quiere decir: quien ha escuchado a Dios”, me contestó. Te fuiste muy pronto Jonás; como Ester. Pero no os lloré; me convertí en alguien duro. En esa época yo parecía sin sentimientos; nada me hacía sonreír, tampoco los niños de la aldea. Ni siquiera añoré los hijos que nunca tuve. Mi único hijo fue mi hermano Andrés quien se quiso llamar orgullosamente a sí mismo “Proclete”, porque “Proclete” quiere decir “el primero”, y él  había sido el primero en hablar con el Maestro; ¿Dónde andarás? Me han dicho que en Grecia. A lo mejor te vea pronto.

 “Proclete” era un andarín; desde pequeño me llevaba a los sitios más insospechados: lo mismo a las cuevas prohibidas que a los caminos que llevan a Siria. Menos mal que por allí nos conocía todo el mundo, porque si no el pobre Jonás nos habría tenido que ir a buscar hasta el mismo desierto. ¡Qué mirada limpia la de “Proclete”! Con tus cejas pobladas y tu frente amplia. “He sido el primero”, decías. El pequeño Juan y tú habían sido los primeros. Hace tanto tiempo de eso. ¡Más de treinta años! ¡Qué corta es la vida! Parece que fue ayer cuando corríamos por la orilla del lago y Jonás nos enseñó a pescar con la red “barredera”, dejando atado un extremo en la orilla y dando la media vuelta por el mar a coger todo lo que caía; y luego, a separar.

¿Qué hacemos con estos sextercios? —preguntó un soldado.

¡Anda que era pobre el tonto este! Nada; dáselos a Nes.

¡Lino! No sé si eres tú, ese que veo a la distancia; ya no veo con claridad; la cabeza me va a estallar; siento frío; mucho frío; me congelo. Pero Gamaliel[3] tenía razón: si tenía que salir, tenía que salir, estuviera el mundo mismo a favor o en contra. El Nano Saulo, que aprendió todo de él, lo recordaba. Marcos: tendrás que ayudarle a Lino; claro que estás en peligro; y Juan; todos tendrán que ayudarle. ¿Y por qué Lino? No sé; tendrá que ser él. Es él, el que puede guiar a los demás.

He sido un hombre sencillo, con una responsabilidad demasiado grande que a veces me apabullaba. Pero ya no tengo miedo; ya solo pienso en la sonrisa de mi Maestro, como el reflejo del sol en el mar. Esa sonrisa maravillosa que te traspasaba como una espada y que hizo que mi corazón se volviera blando. Desde que lo conocí parecía un padre bueno; o mejor: una madre buena que ya sabe lo que piensas, y trata de darte lo mejor, aunque tú no lo entiendas. Yo era mayor que Él y, sin embargo, me sentía su hijo; como si me llevara de la mano en cada paso que yo daba. Aún lo hace; aún me lleva; aquí mismo siento que su mano toma la mía.

Recuerdo todo de Él: sus manos fuertes, su inquietud, su energía; su mirada al amanecer, aquel día en el Mar de Galilea; y sobre todo su mirada; a veces de reproche, aunque ese reproche te lo hacías más tú a ti mismo. No todo era color de cielo con Él; a veces nos trataba muy fuerte; como si fuésemos de roca y nos estuviese esculpiendo. Su limpieza impresionaba; todos nosotros nos manteníamos sucios del barro del camino; Él se mantenía limpio; su vestido era limpio; su cuerpo olía bien; no sé cómo lo hacía. Impresionaba verlo. Hasta sus enemigos temblaban, cuando intentaban aprovecharse hablando con él.

Yo no soy jefe de nadie; ya no; y además hace mucho tiempo no sé nada de ellos; o sea que no tengo a quién mandar. Marcos: tienes que ayudar a Lino; pero cuídate, por favor; no te expongas como me expuse yo. Cómo estarán las cosas que hasta añoro las discusiones con el Nano Saulo. Él había estudiado más; mucho más que yo; yo era solo un pescador del campo, pero él sabía hacer las cosas y sabía por qué las hacía. Al principio, me enfadaba; me golpeaba contra las paredes porque trataba de entender su proceder. Ya me encontraré con Jesús cara a cara para preguntárselas.

Me temo que Marcos, mi hijo, tratará de dejarme bien. Yo le conté todo tal cual sucedió, haciéndole ver mis errores; ¡Qué tonto y qué ciego era yo! Siempre tratando de quedar bien; yo era quien más discutía; era insoportable; no sé cómo me aguantaban. Solo mucho tiempo después, cuando vino sobre nosotros el fuego del Espíritu de Dios caímos en la cuenta de lo que debíamos hacer[4]. Éramos profundamente ciegos: hasta el final estuvimos peleándonos; no me olvido del enfado que me entró cuando la madre de Juan y Santiago llegó, como haciéndose la tonta, a pedirlo todo. Menos mal que Él la paró en seco: “No tienes ni idea…”, le dijo. Me avergüenzo ahora; qué rastreros, ¡Qué ciegos! Ni siquiera cuando volvió. Todos queríamos echar a los “penachos”[5] a patadas de la ciudad y que luego nos trataran a todos nosotros como a reyes.

La bondad de Jesús; ¡Qué bondad! ¿Cómo es posible que los fariseos no lo entendieran? No voy a juzgar; ¡Perdón! Nosotros tampoco lo entendimos, y estábamos con Él; y lo vimos en el lago; y en la ciudad; y en el campo, y en el desierto; y a pesar de todo no lo entendimos, hasta que vimos el lienzo doblado en el sepulcro vacío. Y ni siquiera entonces; no faltó quién preguntara, si todavía íbamos a ser reyes. En verdad, solo sueño con ver su sonrisa otra vez… Sé que cuando me encuentre con Él, voy a llorar de felicidad. Ya todo lo veo negro; no veo nada; no me duele nada, y ya nada me importa; ¡Solo me importa su sonrisa! ¡Cómo me miraba!

¿Y cuántos hay para mañana?

No lo sé, pero cada vez son más, ¿Eh? Son como las ratas.

Sí; hay que acabarlos. Hoy hemos comenzado bien: dicen que éste era el jefe.

Vamos a ver: ¿Quiénes éramos nosotros? Nadie; no éramos nadie. Pobres, tontos, sin horizontes. No veíamos más allá de nuestras bajezas; conmigo no quería estar nadie; ¿Cómo iban a querer estar conmigo si yo siempre contestaba con tres piedras en la mano? “hosco”, era la palabra; yo siempre era hosco. “No seas hosco”, me decía Él también; “ni terco”. A todos nos ponía apodos y a mí me tocó por la terquedad. “Piedro”, me llamó. Era muy entrañable; entrañable y con mucha gracia. ¿Dónde está su sonrisa? Quiero su sonrisa; quiero ser como un niño, pidiéndola, y así la podré ver.

Como el pequeño Juan que era mi gran amigo. Era un niño en todo: su voz, su andar, su figura. Y tierno; era muy tierno; como un niño. Ingenuo a más no poder. Siempre metiendo la pata; y no le importaba; inconsciente, pero feliz.

Pues si éste era el jefe, ya no van a quedar muchos. Se van a acabar. Son muy raros, ¿Eh?

Mucho. ¿No has visto a éste? Como si no fuera con él la cosa.

Ahora caigo en la cuenta de que me estoy despidiendo del mundo: de las montañas que tanto caminé; de los desiertos; del lago. Ese Mar de Galilea donde viví lo más importante de mi vida. Donde estuve con Ester. Donde lo vi a Él tantas veces. Ese lago cristalino, donde jugaba con mis hermanos, con “Proclete”, especialmente. No me estoy acordando de cosas extraordinarias, sino de lo más banal: de las cejas de “Proclete”, de las manos de Ester, y de la paciencia de Jonás. También me despido de Roma, capital del mundo, y mi vida última.

Ya te siento cerca; no sé por qué; aunque no vea nada, te siento. Estoy cansado, y me explota la cabeza. La siento arder. Creo que te veré muy pronto. Estoy muy cansado; me estoy quedando dormido. ¿Dónde estás? Me siento liviano; como una pluma de pájaro.

¡Déjalo ya! Creo que ya no respira.

Bueno, pues otro más que se va.

Así es la vida, Nes; no le des más vueltas.

Y, ¿Cómo se llamaba?

No lo sé; le decían “Piedro”, por testarudo…

Judío ¿No?

Galileo, creo.



[1] Lino fue el papa posterior a Piedro.

[2] N del T: hacen referencia a una organización de élite romana.

[3] Maestro de San Pablo.

[4] Debe hacer referencia a las lenguas de fuego cuando vino el Espíritu Santo sobre ellos.

[5] Los romanos.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *