TRES VECES
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Pesca milagrosa en el Mar de Galilea
"Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos?"
"¿Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo?"
"Apacienta mis corderos"
"Otro te ceñirá"
Extracto de una carta de Piedro a Juan:
El viejo Jonás me lo enseñó desde que yo era joven: había que estar desnudo en la barca con el fin de que nada se enredara, y así tener la agilidad para lanzarse a pelear directamente con los peces, arrastrándolos a la orilla, como lo hacía él. Eso de esperar a que picaran en el anzuelo, o recortar con la red no iba conmigo. A mí me gustaban las grandes luchas con los peces. Esas eran las verdaderamente gratificantes y meritorias.
Esa
mañana había amanecido radiante. Yo ya estaba cogiendo la disciplina del
Maestro de irme a rezar antes de que saliera el sol, y ver el amanecer desde el
camino de Corozaín, como aquel día en el que me lo encontré antes de irnos a
Nazaret. Él me hizo apreciar los colores, las medias sombras y los olores del
amanecer del mar que se va volviendo azul, y que combina perfectamente con el
color tostado del cielo que, instantes antes estaba aún cuajado de estrellas y
que se antojaba profundo e inconmensurable.
También
me traía nostalgia el olor del pan, que tanto me recordaba a Ester, mi mujer.
Por la mañana, lo horneaba y la casa se quedaba impregnada de esa fragancia
apetitosa. Una hogaza de pan, y Ester. Así lo recuerdo yo. Pero ahora era
Andrés, mi hermano, el que nos hacía el pan; algunas veces le quedaba delicioso;
otras dejaba la masa en el horno de la leña y se le quemaba. “¡Hace un instante
todavía no estaba listo!”, protestaba excusándose. Yo le tomaba el pelo
diciendo que no me importaba comer carbón, y nos terminábamos riendo a
carcajadas. Sin embargo, justo ese día le quedó perfecto; casi como el de
Ester.
—¡Qué bien huele! —dijo Juan al
levantarse.
—Proclete ¡Por fin! Estás aprendiendo a
hacer buen pan —le dije—. ¿Cuántas hogazas?
—Las suficientes —respondió él—, y no
comas antes de que nos sentemos a la mesa. —Luego fueron apareciendo todos: el
Mellizo, Natanael, y los dos Santiagos.
—¡Cuando hay comida, todo el mundo se
apunta! —observé yo—; ¡A ver si para conseguirla es lo mismo! —Nos quedamos ahí
conversando un rato, y luego les dije:
—Me voy a pescar. ¿Quién viene conmigo?
—¡Venga Cachas! —dijo el mellizo—, ¡No
seas perezoso!
—A mí no me digas nada, que yo por comida
sí me muevo. Habla con Natanael. —Al fin salimos todos. Pasamos por el patio, en
otro tiempo lleno de enfermos y pordioseros. Era imposible no pensar en el
Maestro. ¿Cuándo lo volveremos a ver? “Mi alma tiene sed de
Dios, del Dios vivo”[1],
recordaba yo, como dice el salmo. Subimos a la barca y nos fuimos hacia
Dalmanuta. Me desnudé para seguir el ritual, como me había enseñado Jonás. Era
primavera y con el sol encima no hacía frío. Lanzábamos las redes, pero no
había manera de pescar; solo peces muy pequeños que devolvíamos al mar. Un
hombre desde la orilla nos gritó:
—¡Muchachos! ¿Tenéis pescado para comer?
—Yo devolví el grito:
—¡Llevamos un rato buscando las termales!
¡Me temo que no podremos venderte nada!
—¡Ahí a la derecha! —nos gritó. Yo eché
las redes rápidamente, antes de que se nos escaparan y no había manera de sacar
las redes de lo llenas que estaban de peces. Entonces Juan me dijo:
—¡Es el Maestro! —Yo no esperé a nada; me
puse la túnica rápidamente y me lancé al mar para ir donde Él. ¡Lo extrañaba
tanto! Antes me lanzaba al mar a pelear con los peces; ahora para abrazar a mi
Maestro. Llegué y vi puestas unas brasas sobre una piedra grande; sobre las
brasas había un pescado y, aparte, un pan. Le di un abrazo fuerte.
—¡Traed los peces que acabáis de pescar!
—me dijo. Yo no había caído en la cuenta de que iba a ser muy difícil sacar una
red con tantos peces. Regresé y les ayudé a desembarcar y a arrastrar las
redes. Llegamos respirando fatigosamente, pero lo conseguimos.
—¡Maestro! ¡Qué alegría verte! —exclamó
Juan.
—¡Lo mismo digo por vosotros! ¡Primo, ven
que aquí y dame un abrazo! —le dijo Jesús al Cachas. Todos fuimos saludándolo,
y Andrés se puso a contar los peces.
—¡Ciento cincuenta y tres! —dijo
triunfal. Nos sentamos a conversar con Él todo el resto de la mañana.
—¿Caminamos? —preguntó después de la
comida.
—¡Vamos! —respondió el mellizo. Íbamos
caminando hacia mediodía, despacio, dando un paseo.
—Esta mañana he ido a rezar como me
enseñaste, mirando el amanecer y dando gracias al Padre —le conté. Jesús me
sonrió, y me echó el brazo al cuello como ese día.
—¿Tú me quieres Simón, hijo de Jonás?
Yo recordé a Ester, primero porque a
veces me hacía esa pregunta, y también porque me llamaba por mi nombre
completo: “Simón, hijo de Jonás, tú me quieres”, me
decía, y su sonrisa se enredaba en los rayos del sol.
—¡Claro que te quiero! —le respondí a
Jesús, recordando mis respuestas a Ester.
—¿Más que estos? —Yo asentí.
—¡Uf! ¡Yo creo que sí, Maestro!
—Dale de comer a mis corderos —me dijo,
todavía con su brazo en mi cuello; yo no quería que se fuera nunca de mi lado.
De nuevo me preguntó:
—Pero a ver, Simón hijo de Jonás, ¿Tú sí
me quieres?
—¡Claro que sí Maestro! —le volví a
decir.
—¡Dale de comer a mis ovejas! —me
reiteró. Después, al rato, me preguntó otra vez:
—Simón, hijo de Jonás, ¿De verdad me
amas? —Yo me zafé de Él y lo miré a los ojos. Él me sonreía lleno de cariño,
pero yo me puse a llorar, porque parecía que el Maestro estuviera dudando de mi
amor. ¡Yo lo quería con locura! Jesús entonces me abrazó; yo le dije,
sollozando:
—Señor, ¡Tú lo sabes todo! ¡Tú sabes que
te amo! —entonces, recordé su mirada a través de la reja de la casa del Sumo
Sacerdote.
—¡Dale de comer a mis ovejas! —me dijo,
confiándome nuevamente mi tarea de pastor de sus ovejas y sus corderos.
Yo lo había negado tres veces, y tres
veces me había pedido que le dijera que lo amaba. Entendí entonces que esa era
su manera de decirme que todo estaba olvidado, sin necesidad de que tuviera que
pedirle perdón. Y me lo decía, no ya para perdonarme porque Él me había
perdonado desde esa noche en el patio de Caifás, sino para que yo me olvidara de
lo que había pasado, y me perdonara a mí mismo.
—Cuando eras más joven —me dijo—, tú te
ponías la túnica, así como has hecho al bajar de la barca, e ibas por todas
parte; pero cuando seas viejo, otro te va a vestir y te va a llevar a un lugar donde
tú no vas a querer ir. —Entonces yo me paré y me quedé pensando qué significaba
todo lo que me acababa de decir. Se detuvo también Él, me sonrió y me dijo:
—¡Ven y sígueme! —Yo recordé cuando me
llamó por primera vez en este mismo mar; miré un poco más atrás, y venía Juan
casi a mi lado.
—¿Señor, y Juanito qué? —Jesús miró a
Juan y se devolvió para darle un abrazo.
—Juanito no es tu problema; yo veré si
dejo que se quede hasta que yo vuelva. ¡Tú me debes seguir, independientemente
de lo que suceda con él!
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