TRES AMIGOS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Piedro envía a Cleofás y a José el justo a Emaús
Los discípulos de Emaús
Reconocen a Jesús al partir el pan


José, discípulo de Jesús al Nano[1]:

A Jesús hay que saberlo encontrar. Tú te lo encontraste cuando menos te lo esperabas, en unas circunstancias especiales; te tocó reconocerlo a la fuerza e, incluso, quedarte ciego por un tiempo. Esa ceguera temporal, enviada por Dios, ayudó a que el mundo exterior no influyera en tu conversión interior, y te hizo reconocer que solo vemos realmente cuando tenemos a Dios con nosotros.

A veces cuando caminamos no vemos más allá del siguiente recodo; yo creo que es necesario siempre tener un pie aquí, y otro pie más allá del horizonte.

Te mando este relato a ti, para tu médico de cabecera[2]; seguro sabrá sacarle buen partido.

Que el amor del Padre te acompañe siempre.[3]

Nos habíamos enterado de que habían crucificado a Jesús y Piedro nos había mandado llamar a Cleofás[4] y a mí, porque necesitaba dar un mensaje a algunos de los nuestros que estaban en Emaús, un pueblo que estaba al poniente de Jerusalén. Así que seguí las indicaciones de cómo llegar al sitio indicado, llamé a la puerta, escuché a un hombre que decía desde el patio interior:

—Marcos, mira a ver si son unos amigos míos. —Nos abrió un chico y nos hizo entrar.

—¡Piedro! —le dije al entrar—, ¿Por qué nos ha sucedido esto? ¿Quién nos iba a decir que iban a matar al Maestro?

—No lo sabemos, José; recordarás que el Maestro había anticipado que iba a morir, pero nosotros no nos imaginábamos que fuera a ser así. Os he mandado llamar, porque creo que nuestros hermanos en Emaús deben estar tristes y preocupados por su muerte así que, por favor, idos a casa de Rubén, y decidles a los demás que estén tranquilos; que aunque Jesús haya muerto, sus enseñanzas no morirán con Él. Luego nos reuniremos para saber cómo nos podemos organizar para seguir difundiendo su palabra.

—¿Y por qué estás tan inquieto? —le pregunté al ver que, cuando nos daba instrucciones, caminaba casi sin mirarnos a los ojos ni a Cleofás ni a mí.

—Porque han venido unas mujeres, de las que nos seguían por Judea y Galilea, diciendo que han visto a Jesús y a unos ángeles, y eso nos tiene muy intranquilos.

—¿A Jesús? ¿Y cómo lo van a ver si está muerto? —Pedro negaba con la cabeza, mientras seguía caminando sin mirarnos, como un animal enjaulado.

—¿Pero tú has ido a su tumba? —preguntó Cleofás.

—Sí; fui con Juan, pero su cuerpo no estaba allí.

—Pues qué raro, ¿no? —Piedro asintió y se encogió de hombros sin saber qué más hacer—. Pues nada; de acuerdo; intentaremos ir y volver lo antes posible.

Así que emprendimos el camino bastante intranquilos, saliendo por el norte, por la puerta de Damasco. Apenas salimos, comenzamos a hablar.

—¿Tú crees que pueda ser verdad? —le pregunté a Cleofás.

—Qué cosa, ¿Lo de la resurrección de Jesús? A mí no me parece que tenga ninguna lógica. Nadie ha resucitado de entre los muertos.

—¡Bueno!, tú viste lo de Lázaro —argumenté.

—Bueno, sí; lo de Lázaro fue muy fuerte. —A nuestro lado, vimos a alguien que caminaba a al mismo ritmo que nosotros; iba con túnica y mantilla blanca y barba muy cuidada.

—Perdonad, ¿De qué estáis hablando? —nos preguntó el hombre.

—Pues de Jesús de Nazaret, que resucitó a un hombre en Betania —el hombre levantó las cejas en señal de admiración y continuó caminando; yo lo miré y parecía desconcertado.

—¿Resucitó? —preguntó; nosotros asentimos.

—¿Pero eres el único de la ciudad que no lo sabe? —le dije; yo miré al forastero, que parecía de buena familia, con la túnica y la mantilla perfectas. Parecía un hombre normal, pero perfectamente acicalado y vestido.

—¿Qué ha sucedido? —nos preguntó.

—¡Pues lo de Jesús el Nazareno! Era un hombre justo al que mataron los romanos, instigados por el Sumo Sacerdote; un profeta que nosotros creíamos que iba a liberar a Israel.

—¿Hace dos días? —preguntó el forastero.

—Sí; el día del sacrificio del cordero Pascual.

—“Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Yahvé tu Dios; a Él oiréis”[5] Dice el libro de la Ley; o sea que a Él lo ibais a llamar profeta. El forastero era raro; ahora recitaba apartes de las escrituras de memoria.

—¡Sí, claro! Era un profeta, y de los grandes —repuso Cleofás. Caminamos otro rato.

—Sanaba a los cojos, y a los ciegos y a los mudos —le dije yo.

—Imagino que sería por lo que había dicho Isaías —dijo el forastero—: “Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. El cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo; porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad.”[6]

—Si —dijo Cleofás —; definitivamente era un profeta que venía de Dios. —Seguimos caminando con el hombre a nuestro lado, conversando de muchas cosas. De repente el forastero nos dijo:

—¿Y el hombre del que hablabais había sido apreciado por el pueblo?

—Sí, pero lo rechazaron los sacerdotes —repuse yo.

El forastero sentenció:

—Isaías había escrito: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; como que escondimos de él, el rostro;fue menospreciado, y no lo estimamos”.[7]

—Tienes razón, ¡Pero solo una semana antes lo habían recibido muy bien en Jerusalén! Es decir, el pueblo lo había recibido muy bien. —El hombre respondió:

—“Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”.[8]

—¡Anda! ¡Tienes razón! —le dije, mientras se escuchaba el ruido de nuestras sandalias junto a los pájaros de la mañana.

—Pero, ¿Qué más pasó? —preguntó el forastero, que quería saber lo que había sucedido.

—Pues que lo crucificaron después de azotarlo —le dijo Cleofás; el forastero puso cara de desagrado—; murió como si hubiera sido un ladrón; ¡Pobre hombre! Pero esta mañana algunas de las mujeres que andaban con nosotros vinieron hablando de unos ángeles, y que lo habían visto a Él.

—Tú sabes dónde está la casa de Rubén? —me preguntó Cleofás.

—Sí, sí; no te preocupes.

—¿Es la casa a donde vais? —preguntó el forastero. Yo asentí.

—Sí; es en Emaús. —El forastero asintió; yo continué—: lo de Jesús fue muy raro; lo traicionó uno de sus mejores amigos.

—¡Qué fuerte! —dijo el forastero—; el salmo dice: “Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar”.[9]

Cleofás levantó las cejas en señal de admiración.

—¿Te sabes todas las escrituras? —le preguntó; el hombre no contesto nada. Cleofás continuó—: todos pensábamos que si caía en manos de los sacerdotes, lo iban a apedrear, porque Él decía que era el Hijo de Dios.

—Entonces no lo iban a apedrear —objetó el forastero.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque también había dicho el salmista que lo crucificarían: “Perros me han rodeado, me ha cercado cuadrilla de malignos, horadaron mis manos y mis pies”.[10]

Yo estaba admirado con la sabiduría de este hombre. Subimos una pequeña cuesta, antes de llegar a nuestro destino.

—Es raro lo que nos dijeron esta mañana, que Jesús había resucitado. Forastero, ¿Tú crees que un hombre puede resucitar?

—El profeta Oseas dice que sí: “Nos dará vida después de dos días;  en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de él”.[11]

—¡Pues conoces muy bien las escrituras! —le dije otra vez admirado; Cleofás levantaba las cejas, en señal de sorpresa.

—¡Sois lentos de corazón, definitivamente! ¡Los profetas habían advertido todo eso! ¿No era necesario que el Mesías padeciera estas cosas? —nos dijo. En ese momento, nosotros íbamos a entrar en el pueblo, pero el forastero iba a seguir hacia el Mar Grande.

—Ven —le dijo Cleofás—; quédate esta noche con nosotros, que ya comienza a oscurecer; a Rubén no le importará —El hombre asintió, y comenzó a seguirnos. Cuando llegamos a la casa, le dije:

—¡Entra! Rubén, el dueño de la casa, no debe estar pero lo esperaremos. —Él entró con nosotros y preguntó:

—¿Tenéis algo que comer?

—Tenemos un pan que podemos compartir contigo. —Nos sentamos a la mesa, y Él tomó el pan, y comenzó a partirlo rápidamente como aquella vez que estábamos al norte del Mar de Galilea y multiplicó los panes y los peces. Su rostro se iluminó y fue desapareciendo.

—¡El Maestro! —exclamé emocionado.

—¡Sí, José! Era el Maestro. ¡Volvamos ahora mismo a Jerusalén! —Cuando salíamos a toda prisa, nos encontramos a Rubén.

—¡No te podemos decir nada más, pero el Maestro ha resucitado!

—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó confuso.

—Luego lo sabrás —le dije en tanto que nos íbamos; caminábamos muy rápido; casi que corríamos, y me dijo Cleofás:

—¿No es cierto que su voz era dulce y que mientras hablaba nos conmovía el corazón? —Yo solo asentí. El Maestro había resucitado y nosotros lo habíamos visto con nuestros propios ojos. Nos mirábamos felices; Cleofás lloraba.

—¡No llores hombre! —le dije yo; y sin querer, comencé yo también a llorar.

No sé por qué pero, desde ese día, comprendí que muchas veces Jesús está a nuestro lado y no nos damos cuenta; Él nunca nos deja solos; ni cuando caminamos, ni cuando hablamos. Ni siquiera cuando pecamos.



[1] San Pablo.

[2] Seguramente se refiera a Lucas, que acompañaba a Pablo en sus viajes.

[3] Este José debe ser el que llamaban “el justo”, y que es mencionado en el libro de los Hechos de los apóstoles. No es el de Arimatea, sino uno que fue discípulo de Juan el Bautista y de Jesús.

[4] Este Cleofás no tiene nada que ver con María, ni con sus hijo Judas el Cachas y Santiago el menor; es simplemente un homónimo, discípulo de Jesús.

[5] Dt 18,15.

[6] Is 35,5.

[7] Is 53,3.

[8] Zac 9,9; Is 62,10-12.

[9] Sal 41,9.

[10] Sal 22,16.

[11] Os 6,2.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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