PUERTAS CERRADAS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Tomás, llamado el mellizo, se va de la casa donde están los demás
Jesús se aparece a Pedro
Jesús se aparece a todos sus discípulos
"La paz sea con vosotros"
"A quienes les perdonéis sus pecados, les quedan perdonados"
Recuerdos de Simón Piedro:
—Mañana voy a ir a casa de unos
familiares que tengo en Jerusalén, para estar con ellos un poco —dijo el Mellizo, que estaba bastante inquieto—; así me aireo y
pienso en otras cosas. La muerte del Maestro me ha dejado muy triste y creo que
puedo aprovechar y pensar qué voy a hacer ahora que Él no está.
—Claro Mellizo —le respondí—; aquí
estaremos nosotros, para lo que necesites. Ten cuidado, que nos pueden andar
buscando.
El Mellizo asintió. Muy de mañana lo
sentí levantarse, lavarse un poco y salir. Todos estábamos tristes y tensos,
así que me levanté yo también y salí al patio con el fin de rezar un poco, como
lo hacía el Maestro todos los días. En ese momento, bajó también Juan y llegó
María, la Magdalena un poco histérica, diciendo que habían robado el cuerpo de
Jesús. Salimos los tres corriendo hacia el lugar de la Calavera, y vimos la
piedra removida, y el sepulcro vacío; ni rastro de los guardias; “¡Qué
extraño”, pensé, “será que Caifás movió el cuerpo? Si es así, ¿Por qué dejó la
sábana y el sudario?”. Los tomé y me los llevé conmigo. Juan y yo regresamos a
la casa, cuidando de no dejarnos ver. “Si han robado el cuerpo de Jesús,
podemos estar en peligro”, pensé. Juan no; Juan sonreía.
—¡Ha resucitado! —me dijo. Yo le hice un
gesto como de querer espantar una mosca, con cara de “no lo creo”.
Luego en la casa, me sobresalté muchísimo
más porque María de Cleofás, Susana, Juana y Salomé, la madre de los truenos, llegaron
contando un relato de haber visto ángeles y de haber visto a Jesús, pero todo
era bastante raro. Sí; Jesús había dicho que iba a resucitar al tercer día,
todos lo recordábamos, pero no tenía ninguna lógica: una persona que ha muerto,
no resucita así como así. Salí hacia el exterior, y me senté en las escaleras de piedra
que daban subida al salón. Entonces, escuché que llamaban a la puerta.
—Marcos, mira a ver si son los amigos
míos —le dije al chico que estaba ahí abajo en el patio, porque iba a encargar a
José el justo y a Cleofás que fueran a Emaús a hablar con unos de los nuestros,
ahora que habían matado al Maestro. Abrió la puerta, y entraron José y Cleofás.
—¡Piedro! —me dijo José al entrar—, ¿Por
qué nos ha sucedido esto? ¿Quién nos iba a decir que iban a matar al Maestro?
—No lo sabemos, José; recordarás que el
Maestro había anticipado que iba a morir, pero nosotros no nos imaginábamos que
fuera a ser así. Os he mandado llamar, porque creo que nuestros hermanos en
Emaús deben estar tristes y preocupados por su muerte así que, por favor, idos
a casa de Rubén, y decidles a los demás que estén tranquilos; que aunque Jesús
haya muerto, sus enseñanzas no morirán con Él. Luego nos reuniremos para saber
cómo nos podemos organizar para seguir difundiendo su palabra.
—¿Y por qué estás tan inquieto? —me
preguntó; yo les conté lo que nos acababa de pasar:
—Porque han venido unas mujeres, de las
que nos seguían por Judea y Galilea, diciendo que han visto a Jesús y a unos
ángeles, y eso nos tiene muy intranquilos.
—¿A Jesús? ¿Y cómo lo van a ver si está
muerto? —yo caminaba por el patio, casi sin mirarlos.
—¿Pero tú has ido a su tumba? —me preguntó
Cleofás.
—Sí; fui con Juan, pero su cuerpo no
estaba allí.
—Pues qué raro, ¿no? —yo asentí—. Pues
nada; de acuerdo; intentaremos ir y volver lo antes posible. —Entonces se
fueron y me dejaron a solas con el chico.
—Has sido muy valiente; por eso te hemos
cambiado el nombre —le dije sonriendo.
—Ya me he dado cuenta —me dijo—; y parece
que tú estás de mejor humor hoy.
—Sí —asentí, con un deje melancólico—,
pero no te confíes mucho. ¿Y dónde están tus padres?
—En Damasco; es que son comerciantes, ¿Sabes?
Eran muy amigos de Jesús. A mí me curó cuando yo estaba enfermo.
—Yo también estaba enfermo —le dije
apesadumbrado.
—¿De qué? —me preguntó.
—De desesperanza.
—¿Eso es una enfermedad?
—Si hijo; sí. —Entonces le guiñé un ojo y
el chico desapareció por la puerta que daba ingreso a la casa. En el patio había algunas flores que despedían una fragancia que
me recordaba al Maestro. Lloré y le dije al Padre: “Padre celestial; ayúdame;
envíame a tu Espíritu, para que me conforte en estos momentos tan duros y de
tantas dudas”.
—¿Y por qué de dudas, Simón? —me
preguntaron. Yo me giré y vi al Maestro, de pie, en el patio. —Me postré ante
Él, sobresaltado, y le dije:
—¡Perdóname Señor! —Entonces Él me
levantó y me abrazó; era el mismo Jesús de siempre, pero como si se hubiera
arreglado muy bien para ir a una boda. Tenía la barba y el pelo cuidados, y la
túnica en perfecto estado.
—Tienes el deber de confirmar a tus
hermanos —me dijo sonriendo. Yo asentí. Y, tal como había venido, desapareció
en el aroma de las flores. Yo subí las escaleras a trompicones y les dije:
—¡Es verdad! ¡El Maestro ha resucitado!
Lo he visto en el patio. —Todos se asomaron a las escaleras, pero ya no lo
vieron.
—¿Pero estás seguro? —me preguntó
Natanael.
—¡Qué sí! ¡Era todo verdad! —les dije
llorando y abriendo los ojos de par en par—, ¡Si Él mismo nos lo había
advertido! No sé por qué dudábamos.
Los demás me miraban de manera muy rara,
pero a mí ya no me importaba. Nadie iba a poder quitarme la felicidad de
haberlo visto. Llegó la noche y estábamos todos rezando; en ese momento, sentí
que llamaban a la puerta. Marcos, abrió; eran Cleofás y José que habían vuelto
de Emaús. Subieron a toda prisa; les abrió Simón el Cananeo, que les dijo:
—¡El Señor ha resucitado verdaderamente! ¡Pedro
lo ha visto!
—¡Sí! —dijeron los dos a coro—. ¡Nosotros
también!
—¿Dónde? —preguntó Simón—; Cleofás
respondió, mientras entraba a vernos a todos:
—Ha ido con nosotros hacia Emaús, explicándonos
las escrituras, y no nos habíamos dado cuenta que era Él, hasta que se sentó
con nosotros a la mesa, y partió el pan como lo había partido cuando multiplicó
los panes y los peces. —a Cleofás se le agolpaban las palabras, por la emoción;
aún estaba hablando cuando, en ese mismo instante, Jesús mismo apareció y se
puso en medio:
—¡Shalom
aleichem! —nos dijo. Yo miré a Santiago, mi hermano que estaba petrificado
y blanco, del miedo; Felipe cayó de rodillas, sin poder hablar; todos estaban asustados;
todos menos yo que al verlo como lo había visto en el patio, arreglado y limpio,
me emocioné mucho y lloré; lloré recordando cuando lo vi por primera vez, caminando
desde Jerusalén hasta Galilea, y de todas las veces que me echó el brazo al
cuello; lloré con una emoción que ya no podía ser contenida. Entonces, todos
nos postramos ante Él. Yo me aferré a sus pies; el Maestro, intentaba zafarse,
pero yo no quería soltarlo. Entonces el Maestro nos dijo:
—¡Venga hombre! ¡Levantaos ya! —miró a
Santiago su primo y le dijo—: ¡Pero primo! ¿No ves que no soy un fantasma? ¡Tócame
si quieres! ¡Ven! ¡Venid todos y tocadme!
Todos nos fuimos acercando, como quien se
le acerca a una fiera, un poco asustados, y lo tocamos; entonces nos mostró las
manos horadadas por la crucifixión. Luego se bajó un poco la túnica y nos
mostró la herida que le habían hecho en el costado cuando ya estaba muerto. Sus
heridas se convertían en nuestra felicidad. Natanael estaba boquiabierto, con
una expresión muy cómica; el cananeo sonreía feliz, pero no entendía; Leví y Santiago
el mayor, se abrazaban riendo nerviosamente. El Cachas y mi hermano seguían con
los ojos abiertos de par en par. Como nos vio todavía muy sorprendidos nos dijo,
como para despertarnos de nuestro letargo:
—¿Me dais algo para comer? —Todos nos reímos
porque estábamos en el cielo viendo a Jesús, con su belleza y su limpieza, y esa
ocurrencia nos bajó a la tierra.
—Tenemos un pez asado —le dijo Leví—; lo
asó “el Cachas”.
—¡Venga primo! ¡Dame el pescado, que si
lo has hecho tú, seguro que estará bueno! —“El Cachas” fue y le trajo el
pescado. Se lo dio muy emocionado.
—¡Qué alegría tenerte con nosotros! —le
dijo con lágrimas en los ojos.
—¡Pero no llores, primo! ¡Ya sé que darme
el pescado a mí es mucha generosidad, en alguien que come tanto como tú, pero
no es para llorar! —bromeó el Maestro. El Cachas se rio como nunca, mientras
Jesús se comía el pescado, conversando con nosotros.
—Está bueno; ¿Eh Cachas? Con el punto de
sal que te gusta —dijo saboreándolo. El Cachas sonrió. Todos estábamos felices.
Cuando terminó, llevó el plato a donde teníamos todos los platos sucios; hasta
en eso se notaba su amor. Luego nos miró a todos a los ojos y nos dijo:
—¡No entendíais todas las cosas que os
decía cuando estaba todavía con vosotros! El Mesías tenía que padecer y
resucitar de entre los muertos al tercer día, como dicen las escrituras; y en
su nombre debía enseñarse el mensaje del Padre para que la gente se preparara y
se arrepintiera, y así se perdonaran los pecados a las gentes de todo el mundo.
Todo estaba escrito en la Ley de Moisés, en los profetas y en los salmos acerca
de mí.
Y citó una cantidad de pasajes de la
escritura donde se decía todo lo que había sucedido. Todos estábamos pendientes
de Él, y sonreíamos felices. ¡Parecía como el primer día! Entonces, como para terminar
de despertarnos, nos saludó otra vez:
—¡Shalom aleichem![1] —todos sonreíamos y llorábamos; no nos lo explicábamos, pero nada
nos importaba
—Como el Padre me envió, así os voy a
enviar yo por todo el mundo. —Sopló sobre nosotros, con un viento fuerte que
salía de su boca, y que nos alcanzó a todos—. ¡Os doy el Espíritu Santo de Dios!
De ahora en adelante, podréis perdonar los pecados de todos los hombres, como
si fuera yo el que los perdonara; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán
sin perdonar. Así de misericordioso es el Padre que vais a poder hacerlo
vosotros. —Luego nos abrazó uno a uno, y fue desapareciendo entre la oscuridad
de la noche. Cuando se fue, queríamos gritar de felicidad; todos teníamos
atragantado el dolor de perderlo, y ahora teníamos atragantada la felicidad de
encontrarlo.
—¡Nos hemos olvidado de pedirle perdón
por haberlo dejado solo! —exclamó Andrés. Tenía razón; lo habíamos ofendido de
verdad la noche en la cual se lo llevaron preso, y a todos nos dolía el alma,
pero Él ni siquiera se acordó de reprochárnoslo; Él nos amaba con todo su
corazón, y cuando se tiene amor de verdad no existen los reproches.
—¿Y el Mellizo? —dijo Juan— ¡Raca!
¡El mellizo no está! ¡Tenemos que contárselo!
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