LA HORA DEL MELLIZO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Tomás, llamado "El mellizo"
Jesús se aparece a los once
"Señor mío y Dios mío"
Extracto de una carta de Tomás, a quien llamaban "El mellizo" a Piedro:
Mi
tío se había peleado con mi padre hacía ocho años y, por supuesto, nosotros sus
hijos tampoco no nos hablábamos con él. Yo sabía que vivía en Jerusalén, cerca
de una puerta no muy grande en la muralla, que daba al norte, cerca del palacio
de Herodes en el Monte Sion. No era la puerta de Damasco, sino una más pequeña hacia
el mediodía.
Yo
había reflexionado mucho sobre las palabras de Jesús, y en la oración que nos
enseñó: “Perdónanos nuestras ofensas, así como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden”. Yo no sabía quién había ofendido a quién, pero quería
reconciliarme con mi tío. No tenía ningún sentido alimentar esa enemistad,
sobre todo ahora que ya mi padre no estaba con nosotros.
No
estaba yo muy lúcido esa mañana; hacía dos días el Maestro, al que le había seguido
más de dos años de mi vida, había muerto colgado de un madero, cerca de allí.
Estaba triste y, aunque ya Jesús estaba muerto y enterrado, tenía miedo. Yo
sabía de lo que era capaz Caifás y sabía que no debía arriesgarme. “Más vale un perro vivo, que un león muerto”[1], dice el
Eclesiastés, y tiene razón. Sin embargo, no se podría decir que yo caminaba por
Jerusalén; deambulaba llorando lo que no era capaz de llorar en frente de mis
amigos, que se habían convertido en mis hermanos; además, cada vez que me
cruzaba con la suya, veía sin querer los ojos y la sonrisa del Maestro. Sin
saber siquiera cómo, buscaba un sitio donde hubiera gente diferente; alguien con
quién distraer mi mente. Vi las puertas de un mesón abierto, y entré.
—Estaba ya muerto —dijeron; yo pensé que hablaban
de Jesús, así que agucé el oído; era un hombre mayor y desgarbado el que
hablaba.
—¿Y cayó desde allí? ¡Qué horror! —decía
otro, bajito y rechoncho.
—Sí; está muy alto, ¿Eh?
—Ya lo creo; ¡Altísimo! —corroboró el
rechoncho.
—Dijeron que era discípulo del profeta de
Galilea, y que lo traicionó por treinta monedas de plata.
—Pero yo tenía idea que sus discípulos
eran muy cercanos a Él.
—Sí, pero éste los traicionó por dinero
—dijo el hombre mayor, algo confuso—. Y ni siquiera por dinero, porque fue a
devolvérselo a Caifás; ¡Se lo tiró a la cara al mismo Sumo Sacerdote! —El hombre
hizo una pausa y remarcó:
—Luego se subió a la terraza alta de los
pórticos y desde allí se ahorcó.
—¿Desde el pináculo? —el rechoncho
asintió— ¡Qué horror! Estaría arrepentido, supongo.
—Hombre, hace falta mucha desesperación
para ahorcarse, en vez de dejar que Yahvé venga a buscarlo a uno. No sé; a lo
mejor pensaba que el resto de los suyos no le iba a perdonar nunca lo que había
hecho.
Yo ya no aguanté y salí a trompicones del
mesón, como pude. Sin saber cómo ni por qué, vomité en la calle; devolví mis tripas
y mi angustia. “Me voy a casa de mi tío Benor ahora mismo”, pensé, mientras
sentía como si mi estómago estuviera hecho de fango. Así que fui caminando
decidido y llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntaron desde dentro.
—Tomás —respondí a secas. Abrió la puerta
un hombre, como de mi edad.
—Tomás, el hijo de Ivrí —le dije.
—Pasa —me dijo. Lo seguí al interior de
la casa.
—¡Padre! —dijo el hombre—, ¡Te buscan! —el
hombre se fue, y al momento vino el tío Benor.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—Tío Benor, soy Tomás, el hijo de Ivrí.
—¡Hijo mío! —me dijo y me dio un abrazo,
conmovido—. ¿Cómo está tu padre?
—Mi padre ha muerto —le dije a bocajarro.
El tío Benor se sentó y se puso a llorar.
—Es una pena —decía sollozando, mientras me
ponía el brazo en los hombros—; nunca pude hacer las paces con él, ni
despedirme. —Y comenzamos a hablar de ellos, de su infancia, su adolescencia.
Me presentó a sus hijos, mis primos, y sentí que de verdad vivir sin perdón era
como morir en vida. Cuando iba a comenzar a hablarme del conflicto entre él y
mi padre, le dije:
—En serio, tío; no me interesa; lo menos
importante es quién tenía la razón en el asunto que os separó. Solo me interesa
que ya estamos juntos otra vez.
El tío Benor sonrió con cariño, y lloró
un poco; me abrazó otra vez, y estuvimos conversando un rato. Luego me
invitaron a cenar e insistieron en que pasara la noche con ellos, pero no
acepté. Yo sabía que mis hermanos, los otros discípulos del Maestro, me
necesitaban, y yo a ellos. Así que me despedí, y me fui caminando lentamente. “Ten
a mi padre de la tierra en tu seno”, le pedí a mi Padre del cielo. En medio de
la oscuridad por la muerte del Maestro, había recibido el rayo de sol de la
reconciliación con mi tío. Pero en realidad el día para mí apenas estaba
comenzando.
Llegué a la casa donde estaban los demás;
me abrió el chico de la casa, el pequeño Juan, y subí la escalera de piedra.
—¡Hemos visto al Maestro! —me dijo
Santiago el mayor, apenas entré. Yo lo miré inquisitivamente.
—¿En serio? —le pregunté irónicamente.
—¡De verdad! —dijo Leví.
—¡Venga chicos, que no estoy para bromas!
—Mellizo: es la verdad —dijo Natanael.
—Claro, y viniendo de ti me lo voy a
creer.
—No creas si no quieres, pero lo hemos
visto —repuso él. Natanael sonreía, entonces me enfadé más.
—Bueno, ya está bien. Con esas cosas no
se juega. Seguro habéis visto los huecos en sus muñecas y en sus pies, y el
hueco en su pecho, donde dice Juan que le dieron la lanzada; ¡Porque vosotros
no estabais allí! ¡Hombre, claro! Cuando lo vea yo, seguro que meteré mis dedos
en los huecos de los clavos en sus manos y mi mano en el costado para ver que
realmente es Él —les repuse, irónicamente. Luego me quedé callado, porque todos
intentaban convencerme de que sí; que el Maestro vivía y todo lo demás. Me
parecía muy raro que todos me dijeran lo mismo pero yo, desde hacía mucho
tiempo, quería comprobar con mis ojos todas las cosas que me rodeaban; yo era
muy pragmático, y eso no iba a cambiar.
Piedro nos pidió que, por seguridad, no saliéramos
más, y así que no lo hicimos. El pequeño Juan, a quien ahora todos llamábamos
Marcos, nos traía de comer todos los días. Al siguiente sábado, estábamos allí,
aún encerrados. A mí ya me estaba cansando esta situación porque llevábamos
allí una semana entera; tanto, que les propuse que nos fuéramos a Galilea todos
juntos. Al fin y al cabo, en la noche no había mucha gente se atreviera a
caminar por ahí; ya lo había vivido yo, el día en el que había ido a visitar a
mi tío. Estábamos hablando de eso, cuando se presentó Jesús y se puso en medio
de todos nosotros:
—¡Shalom
aleichem! —nos dijo; a mí, casi que se me detuvo el corazón, y caí postrado
a sus pies. Con mucha calma, me levanto y me miró sonriendo. Yo me quedé
helado, sin saber qué hacer ni qué decir, como una estatua de piedra. Entonces
me tomó de la mano, y cogió mi dedo índice y lo introdujo por los huecos de los
clavos; ¡Yo no daba crédito! Luego tomó mi mano en las suyas y la metió en su
costado. Yo estaba desconcertado por todo; no entendía nada; entonces me
derrumbé y me postré nuevamente ante Él.
—¡Señor mío y Dios mío! —le dije
llorando.
—¡Has creído porque me has visto!
—¡Sí Maestro! Perdóname. —Le dije aún
postrado, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
—¡Los que crean en mí, sin haberme visto,
serán muy felices en esta tierra! —nos dijo a todos. Entonces me tomó de la
mano, y me levantó. Lo miré a los ojos, y lo abracé llorando; sentía su corazón
palpitar; ¡No me lo podía creer! ¿Qué digo? ¡Sí me lo podía creer!
Por fin me dijo:
—¡Tranquilo Mellizo! —me sonrió y luego
miró a los demás.
Había querido dedicarme este momento a
mí, que soy un tonto, pero luego comenzó a conversar con todos. Incluso
insistía en gastarnos pequeñas bromas de cariño, compartiendo su profunda
humanidad y su excelsa divinidad con nosotros; entonces se despidió de nosotros
uno por uno, con un abrazo.
—¡No olvides que debes creer! —me susurró
a mí cuando me abrazó. Yo asentí sonriendo, en medio de lágrimas.
—¡Nos veremos en Galilea! —nos dijo, y fue
desapareciendo.
Luego vinieron todos y me abrazaron; solo
Natanael me dio una pequeña colleja cariñosa. Íbamos a irnos a Galilea a
encontrarnos con Él otra vez. Nunca había tenido sentimientos tan encontrados:
una emoción inmensa de haberlo visto con vida, y una vergüenza tan grande por
no haber creído en su palabra, ni en la de mis compañeros. Entonces recordé lo
que nos dijo un día: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza moveríais los
montes hasta el mar, y nada os sería imposible”.
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