NO ME RETENGAS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


¿Cómo conoció María Magdalena a Jesús?
Las mujeres que seguían a Jesús
Resurrección de Jesús
"No me retengas"


Apuntes de María, la Magdalena.

—¡María! —sentí que me gritaban entre sueños—. ¡María! —repetía la voz.

Entreabrí los ojos y miré por la ventana de mi casa. Era mi madre que me llamaba desde fuera, porque quería ir conmigo al mar. A mí me encantaba el mar así que salí corriendo hacia donde ella estaba. Mi madre me llevaba de la mano y, cuando toqué el agua fría del mar, me desperté. Había estado soñando y caminando dormida. La sonrisa plácida que tenía se había convertido, en un instante, en el golpe de realidad que implicaba sentirse sola. “Mi madre ya no está”, pensé, y se me escapó una lágrima que enjugué rápidamente. Tenía que ser fuerte.

Yo había nacido y vivido toda mi vida al lado del Mar de Galilea, que tenía ese sabor de paz que pocos sitios tienen en la tierra y, en especial, mi pueblo. Estar tan cerca de Genesaret y de Tiberias, y tener la influencia de Cafarnaúm, hacía que nuestro pueblo casi se perdiera entre tanto poder y tanta relación comercial. Era, básicamente, un pueblo de pescadores, y así lo reflejaba hasta su mismo nombre: Magdala significaba “la torre de los peces”.

Mi vida fue dura. Perdí a mis padres muy pronto, cuando apenas tenía diez años y, sin ayuda de una madre y un padre que me fueran orientando y guiando, fue muy difícil sobrevivir. Los padres en la familia son siempre los guías, los timoneles de un barco que, si no existen, va a la deriva. Y algo parecido a eso fue lo que me pasó a mí. Lo primero que intenté hacer, fue pescar yo sola con la barca y los aparejos de mi padre; y pude sobrevivir de esa manera un tiempo, hasta que los romanos crearon las cooperativas o uniones de pescadores. ¡Impuestos para los peces! Aquello era intolerable. ¿Qué pasó? Que ningún hombre quería hacer un negocio con una mujer, pudiendo escoger a hombres más fuertes y experimentados en estas tareas. Así que terminé pasando la vida pescando cuando podía, trabajando en alguna finca o en alguna casa y con los problemas normales de una mujer que no tiene quién la defienda.

Yo no vivía al borde del mar, sino como a un estadio de distancia, porque no me gustaba que la gente fisgoneara en mi casa y, menos, que mi vida fuera la comidilla de cuantos caminaran por ahí. Para mí vivir sola era peligroso, incluso luchando en contra de los que cotilleaban imaginando tonterías, pero me encantaba sentir el rumor distante del agua que llegaba desde la orilla.

Comencé, además, a tener muchas enfermedades. Los catarros me mataban; las fiebres me azotaban y me dejaban extenuada. Al día siguiente no tenía fuerzas ni para salir al mar. Me estaba quedando sorda, aunque yo me lo trataba de tomar con buen humor. El tobillo me dolía mucho, en especial desde que un día me caí bajando al mar. La muerte de mis padres también se había convertido en una fuente inagotable de tristezas y de desazón. La depresión me iba ganando la partida; llegué incluso a considerar la posibilidad de quitarme la vida por toda la desesperanza que sentía con mis enfermedades, mi soledad y mi aislamiento.

Pero lo peor que me sucedía, era que pensaba en el demonio mucho más de lo habitual: con tantos males, resultaba normal que te plantearas si Yahvé estaba o no contigo. Y si no es Yahvé, ¿A quién es al que tienes adentro? Ese pensamiento me torturaba, tanto que algunas veces, en medio de los sueños, podía sentir la mano de un ser extraño con ojos muy oscuros que me acunaba como si yo fuera un bebé. No era un sueño plácido, ni mucho menos: me despertaba sobresaltada y no podía después conciliar el sueño sin que volviera a aparecer la sombra negra que me arrullaba.

Un día, estaba yo en mi casa, y pasó Samuel, un leproso, que vivía en unas cuevas arriba de mi casa con un lienzo tapándole su sexo, y desnudo en el resto del cuerpo.

—¡Jesús de Nazaret me ha curado! —gritaba por todas partes—¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Sus carnes se veían rosadas, como las de un bebé, y desprendía un olor muy agradable. Salieron inmediatamente de todas las casas a ver al leproso y a ver a quien lo había curado. Una multitud pasó por el frente de mi casa, camino del mar. Me arreglé un poco y bajé yo también. Allí estaba el hombre que lo había curado, con una aglomeración de gente que lo seguía, porque querían tocar al que había logrado la curación de Samuel. Apenas se podía ver el médico entre la multitud. La gente llegaba y se postraba, y Él les imponía las manos y todos quedaban curados. Yo pensaba para mí: “tengo que acercarme yo también a ver si me curo de mis males”. Comencé a caminar, pero una fuerza extraña no me dejaba avanzar; cuando me quise quejar, ni siquiera podía hablar. Me arrastraba como podía; no sé cuánto tiempo transcurrió, pero fue mucho. Cuando estaba logrando llegar, Él se levantó. Yo no podía hablar, pero logré levantar mi mano izquierda en medio de brutales dolores. Entonces se acercó a mí, me dio la mano y me levantó; en ese momento, sin saber cómo, grité con una voz ronca y profunda, como si hiciera eco en el aire mismo:

—¡Tú eres el Hijo de Dios!

En aquel instante, sentí que salían de mí todas las presencias, las sombras, las pesadillas y todos los dolores que había estado sintiendo durante toda la vida. Todas mis tristezas se habían esfumado de un momento a otro; incluso conseguía entender la muerte de mis padres como parte del plan de Dios hacia mí. Entonces me postré a sus pies y lloré y lloré.

—¡Bendito sea el nombre del Señor! —le dije en medio de mis lágrimas—; ¡Bendito seas! ¡Has sacado siete demonios de mí! —Entonces me levantó y me miró con sus ojos azules como el mar; el sol brillaba en su cara y en su pelo. Me sonrió y soltó mi mano, y me quedé viendo cómo se alejaba. Ya solo quería seguirlo, a donde quiera que fuese.

—¿Quién es ése? —le pregunté a alguien.

—Jesús, el profeta de Nazaret.

—¿Sabes dónde vive?

—En Cafarnaúm —me contestó.

Subí a mi casa. Comenzaba a hacer calor, porque llegaba el verano, aunque aquí en Galilea estaba todo un poco más fresco, gracias a los humores que subían del mar. Tomé una alforja que tenía, y me fui siguiendo a la multitud y sintiendo que todos mis males habían tenido cura en su nombre. Cuando llegamos a Cafarnaúm, que no quedaba lejos de Magdala, entraron todos a una casa por un patio, y cerraron la puerta. La multitud que lo había seguido se comenzó a dispersar, cada uno a su casa. Yo me quedé en el patio, dispuesta incluso a dormir allí.

Después de esa noche, comencé a ir donde Él iba: caminando por la orilla del mar, Naím, Corozaín; solo cuando se iba en la barca con sus discípulos no podía ir yo, pero muchas veces lo seguía por tierra. Comencé a ver a otras mujeres que también lo hacían y que conversaban entre ellas.

Shalom aleichem —les dije un día mientras caminábamos.

Aleichem Shalom —me contestaron.

—¿Seguís al Maestro desde hace mucho tiempo?

—Juana sí —dijo la mujer señalando a otra.

—Yo, no desde hace mucho.

—¿Y cómo te llamas?

—Susana —me contestó.

—Yo me llamo María —les dije—. Me gustaría ayudar; si se puede.

—Pues te tendremos en cuenta, cuando haga falta algo.

Yo les sonreí. Desde ese día estábamos más tiempo juntas, y nos ayudábamos unas a otras. Sobre todo cuando llegaba la hora de lavarnos, íbamos juntas a las casas a pedir un poco de agua, o cuando alguna se rezagaba, las otras la esperábamos, en fin: lo que formamos, más que nada, era un grupo de amigas. Ahí supe, por ejemplo, que Juana era mujer de Cusa, el administrador y mayordomo de Herodes, es decir, nada menos que del rey de Galilea; y que Salomé era la madre de Juan y de Santiago a quien, en el grupo de Jesús, llamaban “el mayor”.

Había pasado ya mucho tiempo desde que las había conocido y andábamos por todas las regiones. Jesús había decidido subir a Jerusalén para la Pascua, y nos fuimos con Él, bordeando el Jordán. Yo hablaba bastante con uno de sus discípulos, al que llamaban “Cachas”. Era un chico fuerte, que se parecía mucho al Maestro, y hacía pandilla con Leví, que había sido el publicano de Cafarnaúm. Cuando íbamos de camino, Judas me dijo, presentándome a una señora:

—¡Mira María! Ésta es la madre de Jesús, y también es mi tía. Es un amor, ¿Sabes? Mi tío también era muy especial, pero ya no está con nosotros.

—Hola, señora; me llamo María —le dije.

—Yo también —me dijo sonriente.

—De hecho —dijo Judas—, aquí ya os tenemos a todas caladas y con nombres: mi tía es solo María; a ti te llamamos la Magdalena, porque eres de Magdala; y a mi madre, que también se llama María, le decimos “la de Cleofás”, que era el nombre de mi padre. ¡Si no os llamamos así, no hay quién se aclare! ¡Ah!, y hay otra María, que es amiga del Maestro, la hermana de Marta y de Lázaro: María de Betania. —Yo no pude menos que sonreír ante tantas “Marías”.

Ese viaje a Jerusalén fue largo, lo recuerdo, y luego volvimos a Galilea, caminando por toda la región. Luego, hicimos muchos viajes: Tiro, Sidón, Cesarea, hasta que llegó la Pascua del año siguiente y Jesús decidió ir a Jerusalén otra vez. De camino, sucedió algo increíble y fue que el Señor resucitó a su amigo en Betania, el “Lázaro” del que me hablaba el Cachas, y que estaba muerto desde hacía cuatro días. Las dos hermanas de Lázaro, me trataban como a una hermana más a mí, y a todas las que acompañábamos al Maestro. De hecho, mientras que a los discípulos suyos los acomodaban en una bodega, a nosotras nos hacían sitio en sus habitaciones.

Cuando llegamos a Jerusalén, la gente estaba como loca poniendo sus mantos y ramas de los árboles al paso de Jesús, que venía montado en un borrico. María, su madre, nos llevó a la de Cleofás y a mí a casa de unos primos suyos, mientras que Jesús con sus discípulos dormían casi siempre o en Betania, o en el Monte de los Olivos. Estuve algunas veces en el Templo, en el atrio de las mujeres, y vi que Jesús estaba especialmente duro con los fariseos.

Cuando llegó el día más importante de la fiesta, nos despertó abruptamente el sonido de la puerta de la casa de los familiares de María, donde estábamos. Era Juan a decirnos que habían tomado preso al Maestro y que lo llevaban a la Fortaleza Antonia, a comparecer ante el gobernador Pilato. Fue un día muy triste; yo acompañé a María, su madre, en todo momento, hasta que nuestras autoridades hicieron que Pilato lo condenara a muerte. Fue lo más injusto. Estuve con ella y con Juan al lado de la cruz, hasta que murió. ¡Cómo llorábamos con este atropello! ¡Un hombre tan bueno, morir como mueren los ladrones!

Entonces, la tierra tembló allí mismo, como si ella misma se rebelara contra la injusticia de su muerte. Luego llegaron unos señores buenos del Sanedrín que habían intentado que Jesús no fuera condenado, y nos ayudaron a sepultarlo. Después de dejar el cuerpo del Maestro en la cueva, nosotras nos fuimos a dormir a la casa de los primos de María, y a ella se la llevó Juan, uno de los discípulos más queridos del Maestro, a la casa en la cual habían estado últimamente. ¿Qué iba a hacer yo, de ahora en adelante? No podía pensar en nada. Ya no sentía las sombras malignas dentro de mí pero, sin el Maestro, yo no tenía ya ningún propósito en mi vida.

La noche antes del primer día de la semana, nos pusimos a preparar perfumes para llevar a la tumba de Jesús a la mañana siguiente, porque el viernes no había dado tiempo a dejar todo bien dispuesto, por las prisas del cambio de día de viernes a sábado. No tener a María, la madre de Jesús, era una faena, porque ella nos podría indicar qué hacer. De todos modos María la de Cleofás, Juana, Susana, Salomé y yo madrugamos a llevar los aromas a la tumba de Jesús, cuando aún no había salido el sol. Íbamos las cinco mujeres, a buen paso.

—¿Quién nos va a remover esa piedra tan grande? —preguntó María la de Cleofás, mientras caminábamos fuera de las murallas de la ciudad que nos vigilaban como sombras negras. La oscuridad de la noche nos envolvía, aunque ya había algunos rayos que insinuaban la salida del sol.

—Ya veremos; alguien que pase por el camino nos ayudará —les dije—. Yo me voy a quedar a rezar allí un rato, después de poner los perfumes.

Cuando llegamos, ya los primeros rayos del sol permitían ver algo, pero todo era muy extraño; no vimos los guardias que había puesto el Sumo Sacerdote por ningún lado y, desde lejos, alcanzamos a ver una figura con un vestido blanco como la nieve, sentada sobre la piedra que tapaba la tumba, pero que ahora estaba removida; esa figura fue desapareciendo. Entonces nos acercamos con cuidado.

—¿Hay alguien aquí? —pregunté, pero nadie respondió; yo estaba con mi corazón en un puño. ¿Qué había sucedido? Llegué al acceso a la cueva, miré dentro y no vi nada; entonces me decidí a entrar, agachada, a la primera cámara de la tumba, porque tenía el techo de muy poca altura. En esa primera cámara, era donde íbamos a dejar los perfumes, pero allí no había nada. Seguí a la segunda cámara y en la tarima de piedra donde se suponía debía estar el cuerpo del Señor, encontré solo sus envoltorios. Salí muy enfadada, y dije:

—¡Se han llevado el cuerpo del Maestro! —Yo miré a las otras mujeres que habían venido conmigo, y ellas hacían gestos de desconcierto—. Voy a ir a buscar a Piedro.

Así que salí corriendo a buscar a Piedro y a los demás a la casa que quedaba cerca de la casa del Sumo Sacerdote. Llegué allí y llamé con insistencia. Salió un chico. Le dije, completamente fuera de mí:

—¡Necesito ver a Piedro! —yo sabía que él era el designado por Jesús, y tenía que tomar las riendas de esto. Bajó de un salón en la parte de arriba con Juan, el otro discípulo.

—¡Se han llevado al Señor del sepulcro! —les dije, preocupada.

—¿Qué? —preguntó Piedro desasosegado. ¿Y a dónde se lo han llevado?

—No lo sé —les respondí.

—¡Vamos! —Piedro y Juan salieron corriendo, y yo detrás suyo.

Piedro se retrasaba y yo pude ir a su ritmo, pero Juan iba más rápido que nosotros dos. Cuando llegó, Juan se agachó a mirar a la primera cámara de la tumba, pero no entró, en señal de respeto por Piedro, a quien reconocía como el designado por Jesús. Los guardias no estaban por ningún lado; habían desaparecido desde que yo había llegado con las demás.

—Ahí están las sábanas —dijo Juan cuando llegó Piedro. Entonces Piedro entró en el sepulcro, y luego entramos Juan y yo. No teníamos mucho espacio, pero vimos las sábanas organizadas, y el sudario envuelto aparte.

—¡Vamos a avisar a los demás! —dijo Juan con una sonrisa que nunca olvidaré. Estaba feliz. Yo no entendía por qué.

—¿Tú te quedas? —me preguntó Piedro.

—¡Sí! —le respondí llorando—. Por si aparecen los guardias.

Miré a mi alrededor, y caí en la cuenta de que mis amigas no me había esperado; quién sabe dónde habían ido. Piedro y Juan se fueron corriendo por donde habían venido, y yo me quedé allí, a la entrada de la tumba; estaba cansada de correr. ¿Dónde estaba el cuerpo del Maestro? Me puse a llorar de nuevo, recordando su sonrisa. Entonces vi que salía una luz muy blanca desde adentro del sepulcro. Entré agachada, y vi dos figuras de hombre con mucha luz, que estaban, uno sentado en los pies, y el otro en la cabeza de donde habíamos puesto a Jesús, hacía dos días.

—¿Por qué lloras? —me preguntó la figura que estaba en el sitio donde había estado recostada la cabeza. Yo estaba en medio de un letargo que no entendía.

—Porque se han llevado a mi Maestro, y no sé dónde lo han puesto —le respondí. Entonces sentí a alguien detrás de mí y me giré; había alguien ahí fuera.

—Mujer, ¿Qué te pasa? —me preguntó el que estaba afuera. Yo no dije nada; el hombre insistió:

—¿A quién buscas? —Entonces salí de la tumba y le dije enfadada, casi sin mirarlo, pensando que era el jardinero:

—Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo.

—¡María! —me dijo; yo lo miré a los ojos y vi el mar; vi el cielo; vi toda la luz en sus ojos:

—¡Maestro! —le dije llorando, y me postré a sus pies. Le intentaba agarrar los pies para que no se fuera, y me dijo:

—No me retengas aquí, porque debo subir al Padre. Pero ve a la casa donde están mis hermanos y diles que voy a subir donde nuestro Padre y nuestro Dios. —Jesús me sonrió de nuevo y fue desapareciendo lentamente; entonces salí como una loca, con todas las fuerzas que tenía, corriendo por las calles, esquivando mendigos a toda velocidad, hasta que llegué a la casa. Ni siquiera llamé, sino que entré desaforada al patio, y subí las escaleras. Casi sin aliento les dije:

—¡He visto al Señor!

—¿Veis? —les dijo Juan con una sonrisa.

—No María, ¡El Señor está muerto! —me dijo Leví llorando; los demás también lloraban.

—¡No Levi! ¡Te digo que yo lo he visto! —Judas, el Cachas, me miraba como si yo estuviera de verdad loca de remate. Piedro me dijo:

—Su tumba está vacía; seguro Caifás ha querido moverlo y llevárselo a otro sitio.

—¡Que no, Piedro! —insistí sonriendo— ¡He visto a Jesús con mis propios ojos, y me ha dicho que sube al Padre suyo, que es el mismo Padre nuestro! —Ellos se miraban entre sí, sin comprender nada; solo Juan sonreía. Yo estaba feliz, y casi que no me importaba que no me creyeran, porque sentía a Jesús muy dentro de mí. Entonces llegaron también Juana, Susana, Salomé y María la de Cleofás. Entonces, ésta última dijo muy exaltada:

—¡Hemos visto a Jesús!

—¿Y cómo ha sido? —les pregunté. Ellas miraban a los chicos, pero ellos seguían con lágrimas en los ojos.

—Cuando tú saliste corriendo, vimos dos hombres de vestiduras resplandecientes. Entonces todas, muertas de miedo, bajamos los ojos. Ellos se sentaron en las piedras, y el que estaba a la derecha nos dijo: “¡No os asustéis! Ya sabemos que buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Pero no busquéis entre los muertos al que está vivo!”

—¿Y no os dijeron nada más? —preguntó Piedro.

—Que Él ya nos había anunciado que era necesario que el Hijo del hombre fuera entregado en manos de hombres pecadores, que fuera crucificado, que iba a resucitar al tercer día y que luego iba a ir a Galilea.

—Yo no os lo voy a repetir, —aseguró Juan—, ¡Pero ya os dije que Él nos había advertido todo esto!

—Sí Juan; Él sí nos lo había dicho, pero a mí todo esto me parece muy raro—dudó Andrés. Las mujeres continuaron con el relato:

—¡Y entonces salimos de allí del lugar donde estaba enterrado y Jesús nos salió al encuentro! —dijo Juana llena de felicidad—. Nosotras nos postramos ante Él y nos dijo: “¡Que Dios os cuide!”. Y después, como estábamos muy asustadas, nos dijo: “No temáis; anunciad a mis hermanos que nos veremos en Galilea”.

—¿Qué hacemos entonces Piedro? —preguntó Santiago el menor—, ¿Nos vamos a Galilea?

—No Santiago; lo mejor será esperar. ¿Ya le habéis avisado a María su madre?

—¡No! —les dije con mucha emoción—, voy a bajar ahora mismo. —Bajé corriendo los peldaños de dos en dos; entré en la casa, y allí estaba la madre de todos nosotros.

—¡He visto a Jesús! —Le dije con una sonrisa amplia y con muchas lágrimas de emoción en mis ojos. Ella asintió, me contempló la cara, quedándose con mis lágrimas en sus manos, y me dijo:

—¡Yo también lo he visto! —y nos abrazamos mirándonos a los ojos, llorando de felicidad y saltando—. Me voy a rezar al Templo —me dijo—, como hacía mi Hijo.

¡Jesús estaba vivo! Eso cambiaba nuevamente toda mi vida. Yo sentía todo revuelto dentro de mí: una felicidad que ya nadie iba a poder quitarme. Abracé nuevamente a nuestra madre, y le dije:

—¡Yo también soy tu hija! —y seguía llorando, mientras ella seguía quitándome las lágrimas con sus manos—¡Voy contigo!

A partir de ese día, María fue siempre mi madre y mi amiga; yo seguí sus pasos y su ejemplo toda mi vida, y entendí que era la persona designada por Dios para que, como ese día, se quedara con todas nuestras lágrimas en sus manos.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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