MIS HIJOS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Juan se lleva a María a vivir con él
María se convierte en Madre nuestra
Sábado con María y los discípulos
Resurrección de Jesús


Extracto de unos apuntes de María, la madre de Jesús:

—Vas a estar muy bien conmigo —me dijo Juan, cuando acabábamos de enterrar a mi Hijo—; no te voy a dejar sola ni un instante. —Yo le sonreí sin muchas ganas, a este chico tan bueno que había querido tanto a Jesús. Insistió en llevarme a una casa que estaba cerca de la casa del Sumo Sacerdote, aunque la Magdalena y María, mi concuñada prefirieron ir a casa de mis primos, cerca de la piscina de Betzatá. “Idos vosotras”, me tocó decirles, ante la insistencia de Juan. Yo estaba rota por haber tenido que ver morir a mi Hijo de esa manera tan brutal.

Llegamos a un portón que daba acceso a un patio y Juan llamó a la puerta:

—¿Quién es? —preguntaron desde dentro.

—Soy yo, Juan.

—¡Juan! —un joven abrió la puerta, y se le echó a los brazos, llorando.

—María; este es Juanito —me dijo Juan, presentándome al chico que, al parecer, era hijo del dueño de la casa.

—Se llama como tú —dije sonriendo. Él asintió.

—¡Aquí están todos tus amigos! —dijo el chico.

—¡Me imaginaba! —le contestó Juan. Subimos por una escalera adosada a un muro del patio de entrada, y llegamos a una estancia separada de la casa, en el piso de arriba. Allí estaban todos los amigos de mi Hijo, desconsolados y asustados. Abrazaron a Juan, como si no lo hubieran visto en años y lloraron; lloraron mucho.

—Lo han matado —dijo uno al que llamaban el mellizo. Juan solo asentía y lloraba también. Todos querían confortarme, me daban besos en la mano y se les veía el amor que me tenían, en especial Judas y Santiago, mis sobrinos.

—Jesús me ha he dicho en la cruz que, de ahora en adelante, María iba a ser la madre mía y de todos nosotros —les dijo Juan—. Así que tratadla como a una madre.

—Por favor —dije yo llorando, acordándome de mi Hijo y sus palabras en la cruz, mientras ponía mi mano derecha en el pecho y lloraba; no mucho, para tratar de darles la fortaleza que les faltaba en ese momento, pero por dentro estaba destrozada; Juan, me abrazaba para consolarme.

A pesar de todo, me puse a pensar en lo bueno que había sido Dios conmigo, que me había permitido lavar a mi Hijo por última vez, antes de enterrarlo; eso fue muy reparador para mí; ver otra vez cada pequeña porción de su cuerpo, lavarlo con cariño, y besarle las heridas era algo que yo necesitaba hacer. Me recordó mucho cuando mi propia madre me lavó antes de mis bodas con José.

Amé a mi hijo desde su concepción, hasta el momento que dejó de respirar, en vida; y luego lo sigo amando y lo amaré hasta que el Padre y Él mismo me lleven a su lado. Yo ya había aceptado todo en mi vida desde que le dije a Gabriel[1] que era la esclava del Señor y que se hiciera en mí su voluntad.

—Madre, ven te ayudo a bajar para que te limpies en la casa. Podemos, ¿No Juanito? —le preguntó Juan al chico.

—¡Claro que sí!

—Por cierto —dijo Santiago, mi hermano—; Juanito es un valiente, no como nosotros; yo lo vi cerca en el Monte de los Olivos, y casi lo pillan los guardias del Templo. Agarraron la sábana en la que se envolvía, pero se les escapó desnudo.

—¡No se debería llamar Juan, sino Marcos, como Marte, el dios de la guerra de los romanos! —sentenció Natanael. El chico se sonrojó ante el comentario.

—Marcos, llevemos juntos a nuestra madre abajo. —dijo Juan, siguiéndole la broma a Natanael. Bajamos las escaleras y allí en la casa me pude limpiar, y lavar también mi túnica y mi mantilla que estaban llenas de sudor, lágrimas, polvo y sangre de mi Hijo. Me prestaron otra túnica, y me ofrecieron una cama para dormir. Dije mis oraciones, y me quedé dormida casi enseguida. En sueños veía el sufrimiento de mi Hijo, pero veía también al Padre ayudándole desde el cielo a sobrellevar el dolor. El Padre nunca deja a nadie solo frente al sufrimiento.

A la mañana siguiente, me despertó el canto de los pájaros y el olor de las flores del patio. Lo primero que quise fue ir a verlos a todos otra vez, así que subí las escaleras y vi que ya estaban casi todos despiertos.

—Os he subido un poco de pan con aceite —les dije sonriendo; algunos estaban todavía con legañas en los ojos.

—Tenemos que ser muy fuertes —los insté—; ya sé que por ahora estáis tristes y asustados, pero tened confianza en vuestro Padre Dios, y veréis cómo vuestra vida cambia cuando os ponéis siempre en sus manos —les sonreí—. Estoy segura de que Jesús os enseñó esto que os acabo de decir —ellos solo asentían—. De verdad que os considero mis hijos a todos. Incluso desde antes de la cruz, Jesús ya me había dicho que yo iba a ser la madre de todos vosotros. —Ellos comenzaron a mirarse unos a otros, y sonrieron por lo menos un poco, después de todo lo que había sucedido.

Pasamos allí todo el sábado conversando sobre cada uno de ellos. Yo los quería conocer mejor, como una buena madre conoce a sus hijos. Lo que más los apaleaba era haber dejado solo a Jesús, que había sufrido tanto en manos de los soldados romanos y en la crucifixión. Como era sábado, también estuvimos rezando diciendo las oraciones de la sinagoga, como si estuviéramos allí, y Marcos no dejó de subirnos comida y agua desde la casa de abajo.

La vida que nos da el Padre —les dije al final del día—, es la más adecuada siempre para cada uno de sus hijos; Él nunca se equivoca en darnos lo que necesitamos, como lo necesitamos y cuando lo necesitamos. Por eso es tan importante abandonarnos en sus manos; y cuando digo “abandonarnos”, lo digo con todas las letras y con todas las consecuencias. Él siempre sabe más que todos nosotros. No os preocupéis por lo que estáis sintiendo; sé que os sentís mal, pero mi Hijo lo perdona todo; Él es vuestro hermano, no lo olvidéis, porque somos todos hijos del mismo Padre. Piedro: ¿No le perdonas todo tú a Andrés? —le pregunté. Piedro asintió y sonrió, mientras se le escapaba una lágrima; fui donde él y lo abracé. No quería irme sin que todos sintieran mi presencia y mi valor ante la muerte de Jesús y mi aceptación profunda de la voluntad de Dios. A veces no es fácil hacerlo, pero la paz que encuentras luego no se puede comparar con nada.

La verdad era que me lo estaba pasando muy bien conversando con ellos, así que me fui a dormir tarde ese día;  ¡Gracias Yahvé por mis hijos! Ya era el fin de la primera vigilia cuando fui a la casa de abajo, dije mis oraciones y me quedé dormida. No sé ni qué hora era; creo estaría a despuntar el alba, cuando me despertó una luz intensa, como había sido la del ángel el día de la concepción de mi Hijo:

—¡Mamá! —escuché mientras comenzaba a oler al mejor de los perfumes.

—¡Hijo mío! —exclamé cuando vi a Jesús, y me postré ante Él. Me besó en la cabeza y me ayudó a levantarme; me miró a los ojos y me sonrió:

—He resucitado, y he querido venir a saludarte antes que a nadie. —Yo lloré de alegría, pero también de toda la tensión contenida de estos días, mientras le acariciaba la cara. Me abrazó nuevamente. Lo veía como a un hombre normal, pero estaba especialmente bello; ¡Como si pudiera ser más hermoso de lo que ya era! Como el mismo que sonreía y ayudaba a sus amigos; el mismo que se preocupaba por los pobres y los desvalidos.

 —No estoy soñando, ¿Verdad? —le dije mientras lo besaba.

—No mamá; he resucitado de verdad, como te lo había dicho. No te olvides que, de ahora en adelante, tú tienes que ser la madre y la fuerza de todos.

—Si Hijo, sí; lo tengo grabado aquí —le señalé mi corazón—pero como me imagino que querrás verlos en algún momento, no les voy a contar que te he visto —Jesús sonrió y asintió—. Gracias a Dios, Hijo mío —dije, y lo volví a abrazar—. Estuvimos así pegados un rato; yo no quería que se fuera de mi lado, pero al fin tuvimos que despegarnos.

—¡Mi niño! —le dije mientras le acariciaba otra vez la cara—, Quiero pedirte algo —Él sonrió—: quiero que le des un beso a tu padre José, de mi parte; ¡Y dile que lo he extrañado mucho todo este tiempo!

Él asintió sonriendo; luego me miró con sus ojos de ternura, y fue desapareciendo. Yo había sufrido muchísimo viéndolo padecer todo lo que había sufrido, pero siempre supe que iba a resucitar; verlo en carne y hueso me emocionaba muchísimo y borraba todos mis dolores. ¡Gracias Yahvé por cuidar así a todos tus hijos! Me puse a rezar inmediatamente al Padre y sentí su mano me acariciaba a mí también.



[1] El Arcángel Gabriel.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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