LLORA EL PADRE
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Pilato condena a muerte a Jesús
Crucifixión de Jesús
"Ahí tienes a tu Madre"
"¿Por qué me has abandonado?"
Jesús muere en la cruz
Extracto de una carta de Juan a Piedro:
Fui
corriendo a la casa de los primos del Señor, cerca de la piscina de Betzatá,
donde sabía que estaba María, la madre del Maestro. Era muy de mañana, pero
tenía que avisarle lo que estaba sucediendo; llegué y llamé a la puerta.
—Shalom
aleichem —le dije agitado a quien me abrió.
—Aleichem
Shalom —contestó alguien que estaba medio dormido.
—María, la madre de Jesús, ¿Está aquí?
—Sí; ¿Quién la busca?
—Juan, su discípulo. —Al rato, salió
María con María la Magdalena, y María la de Cleofás, madre del “Cachas” y de
Santiago.
—¡Ha sucedido algo terrible! —les dije. Todas
me miraron con curiosidad.
—¡Han apresado al Maestro! Lo tenían en
casa de Caifás, pero ahora lo están llevando a la sede del Sanedrín. —María se desmadejaba,
preocupada; yo la sostuve. La Magdalena preguntó:
—¿Pero cómo es posible? ¡Si hace menos de
una semana lo estaban recibiendo entre palmas! —la de Cleofás no me dejó ni responder
y preguntó por sus hijos:
—¿Judas, Santiago, y los demás, dónde
están?
—No lo sé; solo sé que huyeron, pero no
sé dónde están.
—¿Y eso cuando fue? —preguntó preocupada.
—Anoche, en el huerto de los olivos.
—¡Vamos al Sanedrín! —dijo María—, no
está demasiado lejos.
Salimos a la calle y caminamos de prisa;
entramos por la puerta de las Ovejas al recinto del Templo, y lo atravesamos
completamente, hasta el otro extremo. Bajamos las escaleras y llegamos al
Sanedrín. Había un revuelo muy grande.
—¿Qué sucede? —le pregunté a un guardia
que estaba en la puerta.
—Que han condenado a Jesús de Nazaret.
Ahora mismo lo van a llevar donde el gobernador. —Sentí que María se desmayaba
cuando escuchó lo que decía el guardia, y la sostuve para que no se cayera,
porque estaba muy afectada. La de Cleofás, la consoló:
—¡Tranquila, María! Ya verás que todo
sale bien. —Lo dijo sin convencimiento, pero la tomó de la mano para confortarla.
La Magdalena estaba también muy perturbada con todo; era una mujer guapa, no
demasiado joven, pero sí muy nerviosa; sin embargo, tuvo mucha lucidez cuando
nos sugirió:
—Lo mejor es que vayamos ya a la
Fortaleza Antonia porque, si no, después va a ser difícil entrar al patio, porque
hoy debe haber una fila muy larga para el sacrificio de los corderos. —Salimos
corriendo y volvimos a subir las pesadas escaleras de acceso al recinto del Templo.
Cuando llegamos, había uno gritándole a un guardia:
—¡Hay un ahorcado en la muralla!
—¿Dónde? —preguntó éste.
—Hacia el valle del Hinón. Habrá que
subir a la terraza para izarlo.
—¡Pobre hombre! —exclamó María.
La de Cleofás llevaba abrazada a María, pero
se veía que era ella la que realmente estaba preocupada, porque no sabíamos nada
de Judas ni de Santiago. Atravesando el recinto del Templo vimos a una gran
multitud, cada uno con su cordero para el sacrificio, que aún no había comenzado.
Esos corderos, luego, habrían de llevárselos despellejados para ser asados en alguno
de los hornos que las autoridades habían dispuesto por toda la ciudad; el ruido
de los balidos era tan fuerte, y su olor tan penetrante, que hacía toda la atmósfera
insoportable. Logramos por fin llegar a la fortaleza, y nos acordamos que siempre
por la Pascua el gobernador solía dar la libertad a alguien que tuvieran preso,
entonces nos pusimos lo más cerca posible del sitio solía sentarse Pilato.
—¿Te busco algo para beber? —le pregunté
a María. Ella negó con la cabeza, y se quedó de pie. Se le veía triste; más que
triste, desconsolada. La Magdalena comenzó a llorar.
—¡Tranquila! —le dijo la de Cleofás.
—¡Dios mío! —decía María mirando al cielo—¡Estamos
en tus manos!
Esperamos otro rato y aparecieron por la
puerta del patio, gritando y vociferando, el Sumo Sacerdote con varios del
sanedrín, que traían a Jesús atado. Entraron atropellando a todo el mundo,
nosotros incluidos. María vio a su hijo con golpes en la cara, se llevó la mano
derecha a los ojos, como si no quisiera ver, y comenzó a sollozar. Magdalena y
la de Cleofás lloraban también.
Al rato salió el gobernador y habló algo
con ellos. Menos mal que a Jesús lo metieron al patio interior donde estaba la
guardia, con el fin de que no lo maltrataran más. El gobernador era un hombre no
muy mayor, de cabello corto y bien perfilado en la frente, orejas no demasiado
salientes, ojos inquisitivos, mentón fuerte y poco sonriente. Vestía una toga
blanca que tenía unas franjas rojas, y una túnica con añadidos decorativos en
vertical. Yo me acerqué un poco más empujando a todo el mundo para poder escuchar.
—¿Él dice que es vuestro rey? —les preguntó
Pilato.
—Si gobernador —le dijeron los sacerdotes.
—¿Y eso es verdad?
—No gobernador; ése es el problema
—Pilato miró de soslayo, como si no diera crédito a lo que escuchaba.
—¿Pero eso es un delito? —preguntó
levantando las cejas-
—Gobernador, si éste no fuera un
malhechor, no te lo habríamos traído. —Miré a María, que estaba un poco máa la que
se le notaba muy triste, pero con una entereza muy grande. Mucho más
descompuesta estaba ahora la Magdalena. Pilato entró al patio de la
guardia a hablar con Jesús y luego salió y les dijo:
—Yo
no veo por cuál delito queréis acusar a este hombre. ¿Por qué me lo traéis? —Pilato
entraba y salía y, al fin, pude escuchar que les decía:
—¿Cómo
así que en Galilea?
—Si
gobernador; el hombre es galileo.
—¿Y
si es galileo, por qué no lo habéis llevado al palacio de Herodes Antipas
directamente? ¡No me hagáis perder el tiempo! No sé por qué venís a mí. Antipas
está ahora en Jerusalén, y él es el que manda sobre Galilea. Además si este hombre
es rey de verdad —les espetó con ironía—, tendrá que pelear contra Antipas; no
contra mí. ¡Llevadlo a su palacio! —Ahora iban a ir donde
Herodes, el mismo que había matado a Juan el Bautista. ¡Qué horror!
—¡María! —le dije al volver donde estaban
las tres mujeres—van a ir donde Herodes Antipas, que está en el otro extremo de
la ciudad.
—Esperemos aquí, Juan, a ver qué deciden.
—¿Por qué son así con el Maestro?
—preguntó la Magdalena.
—Porque no lo conocen —repuso la de
Cleofás—; si lo conocieran un poco no le estarían haciendo esto.
Yo me puse a pensar en todo el proceso
que había sufrido yo con Caifás y, la verdad, yo creo que sí lo conocían y, precisamente
por eso, querían acabar con Él. Jesús tenía una bondad tan grande, y una
rectitud de intención tan profunda que ellos se sentían indecentes cuando se
comparaban con Él. Además el Maestro atacaba donde más les dolía: en su
soberbia y sus ansias de poder. Esperamos allí un buen rato, llenos de expectación.
Yo seguía desconcertado; ¡Todo había sido tan rápido!.
Era como la hora de cuarta cuando regresaron,
en medio de la gritería, y entraron en el patio apoyados por la guardia del Templo
para que nos quitáramos todos de en medio. Empezaron a hablar con Pilato de
nuevo, hasta que éste gritó:
—¡Bien! Es costumbre que yo os ponga en
libertad a uno por la Pascua. Pensadlo bien. ¿Queréis que os suelte al Rey de
los judíos? ¿O a Barrabás el asesino?
—¡A Jesús! —grité yo con todas mis
fuerzas. Pero al lado había unos partidarios de Barrabás, que me decían:
—¡Cállate!
—¿No he escuchado bien; a quién os
suelto, ¿A Barrabás o a Jesús? —volvió a preguntar el gobernador.
—¡A Jesús! —grité yo con más fuerza, pero
mi voz se perdía en la plaza, llena de gente agitada por el Sumo Sacerdote. Vi
que soltaban a Barrabás, y que comenzaban a gritar:
—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! —María dejó
escapar un lamento, mientras yo le pasaba el brazo por el cuello.
—Todo va a estar bien — y le dije como le
había dicho la de Cleofás, pero sin creer un ápice en mis propias palabras.
El Maestro sí nos había advertido que iba
a morir pero ninguno de nosotros creyó que esto fuera a ser posible; y menos,
que fuera a ser tan pronto; no sé si no pudimos, o no quisimos verlo. Sin
embargo, aquí estábamos asistiendo a su juicio. Al fin sacaron a Jesús con unas
espinas en la cabeza y lleno de sangre. ¡Le habían destrozado la piel a
latigazos! Yo abracé a María para que sintiera mi cariño, pero ella solo
lloraba. Las otras dos Marías también lloraban, pero la Magdalena a gritos.
—¡Ya lo he castigado como queríais!
—gritó el gobernador—. Lo voy a soltar, porque no ha cometido ningún delito. ¡Aquí
tenéis al hombre! —Entonces los del Sanedrín volvieron a gritar:
—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!
—¡Decidme qué mal ha hecho! Si queréis, tomadlo
vosotros y crucificadlo, porque os repito que yo no encuentro ningún delito en lo
que dice. —Caifás le replicó:
—Nosotros tenemos una ley y según esa ley
debe morir, porque ha dicho que es el Hijo de Dios.
Entonces Pilato les comenzó a hablar de
dioses romanos, tratando de que los sacerdotes entraran en razón, y así poder
liberar a Jesús. De nuevo se llevó el gobernador a Jesús al patio de la
guardia. Yo me conmoví hasta el fondo de mi corazón viendo a María llorando sin
consuelo, y la abracé de nuevo.
—Si lo sueltas vas a ir contra el César —escuché
que gritaba Caifás—; porque todo el que dice ser rey se enfrenta al César.
—¡Aquí tenéis a vuestro Rey! —gritó
Pilato, ignorando las palabras del Sumo Sacerdote.
—¡Quítalo de ahí! ¡Crucifícalo! —gritaban
enfurecidos los del Sanedrín, como si fueran perros rabiosos.
—Pero no lo entiendo; ¿Por qué queréis
que crucifique a vuestro Rey?
—¡Nuestro único rey es el César! —dijo
Caifás; entonces Pilato se hizo lavar las manos, mientras decía:
—Soy inocente de la sangre de este justo.
Vosotros veréis. —Ellos le respondieron:
—No te preocupes; ¡Seremos culpables
nosotros y nuestros hijos!
Pilato le entregó a Jesús a sus soldados.
La plaza se desocupó, y se fueron todos hacia los pórticos contiguos donde seguía
el ruido. Solo los sacerdotes y los escribas se quedaron allí con unos cuantos
curiosos. Los guardias romanos tenían a un par de ladrones que iban a ser
ajusticiados con Jesús, y les pusieron sobre sus hombros los patíbulos, que era
los maderos horizontales de la cruz, y se los amarraron. También lo hicieron
con Jesús, que iba con su túnica ensangrentada y con la corona de espinas en su
cabeza; apenas iba a comenzar a bajar las largas escaleras que daban salida a
la fortaleza por poniente, sus fuerzas no aguantaron y se fue de bruces al
suelo con el patíbulo. Lo habían masacrado con los azotes, y estaba muy débil. Los
guardias entonces le quitaron el patíbulo y le gritaron a un curioso, que estaba
abajo:
—¡Eh tú! ¡Ven aquí ahora mismo y carga
este patíbulo! —El tipo estaba enfadado.
—¿Por qué yo? ¡Yo no he hecho nada!
—protestó.
—¡No me importa! Tú llevarás este palo o,
si no lo llevas, te pasará lo mismo que a estos tres —lo amenazó un guardia.
El hombre subió las escaleras y cargó con
el palo de muy mala gana y comenzaron a bajar las escaleras. Los soldados
ayudaron a los condenados, porque no era fácil bajar tantas escaleras con el
peso del patíbulo sobre los hombros. Uno de los condenados con Jesús, parecía
realmente arrepentido y rezaba a Dios; el otro, en cambio, iba al martirio
altanero y arrogante profiriendo insultos contra los hombres y contra Dios. Nosotros
estábamos cerca, y vimos que varias mujeres lloraban por ver a Jesús tan
maltratado. Una decía:
—¡Jesús curó a mi hija! ¿Por qué lo vais
a matar? —Jesús les dijo:
—¡No lloréis por mí! Llorad por vosotras
y también por vuestros hijos; porque si hacen esto con el árbol verde, ¿Qué no
harán con el seco que puede quebrarse fácilmente?
Comenzó a formarse una multitud alrededor
del cortejo que llevaba a los tres condenados, y a nosotros nos tocó quedarnos
muy atrás; entonces intentamos adelantarnos entre las calles aledañas para
poder seguirlo de cerca. Logramos llegar a un cruce y, cuando estaba pasando el
cortejo, la Magdalena se pudo acercar y logró asir la túnica del Maestro. Los
soldados frenaron en seco y se enfrentaron con ella.
—¡Calma! —les dije yo—, aquí está su
madre. —Seguramente se los dije muy angustiado porque dejaron pasar a María que
lo abrazó:
—¡Hijo mío! —le dijo llorando conmovida
al verlo con su cara hinchada por los golpes. Me pareció ver que Jesús también
lloraba viendo el dolor de su madre. Uno de los soldados le gritó:
—¡Fuera de aquí, mujer!
—¡Mi niño! —dijo, sufriendo lo indecible,
mientras un guardia la empujaba.
Lloraba ahora mucho más que antes,
desconsolada, por ver a su Hijo sufrir de esa manera tan cruel. Yo la tomé del
brazo para que no le fueran a hacer daño, mientras se revolvían las tripas en
mi interior. Iban hacia el lugar de la Calavera, a la salida que daba hacia
poniente. Los romanos crucificaban allí a los condenados, para crear terror en
la población; así la gente, al entrar a la ciudad, veía a los malhechores
atormentados con ese suplicio. De repente Jesús se volvió a caer. Daba mucha
pena verlo así. Yo solo rezaba: “¡Dios mío, que esta tortura termine pronto!”. Jesús
apenas podía mantenerse en pie. Seguíamos al cortejo desde detrás; también
venían familiares de los otros dos condenados.
Cuando llegaron al lugar de la ejecución,
Jesús volvió a caer al suelo. Les dieron, a los tres, vino mezclado con mirra,
que hacía que la tortura fuera más llevadera; a Jesús se lo ofrecieron en el suelo,
donde estaba, pero Él no la quiso tomar. A los tres condenados los desnudaron y
les pusieron un trapo a la altura de la cintura con el fin de cubrirlos un
poco. El cuerpo de los condenados se sostenía a la cruz por medio de sogas y de
clavos. Aprovecharon que Jesús estaba en el suelo para amarrarlo y clavarlo sobre
su patíbulo; la Magdalena lanzaba un gemido, que algunas veces se convertía en
grito, cada vez que un martillazo desgarraba la carne de Jesús.
La de Cleofás solo lloraba, abrazando a
María que sufría lo inimaginable. También amarraron a los otros dos, y luego
comenzaron a clavarles las manos sobre sus patíbulos. Luego procedieron a asegurar
los patíbulos sobre los palos verticales, y luego los cargaron para subirlos a
la piedra que llamaban “de la Calavera”. Era una mesa de piedra irregular y
ancha, en medio de una cantera, que estaba a no mucha altura del suelo, y que
tenía unos agujeros en los cuales anclaban las cruces.
Era la hora de sexta. Una vez los pusieron
a los tres en la roca, comenzaron a izar al de la izquierda; varios soldados
tiraban con cuerdas, ayudando a subir la cruz del condenado, mientras que otro soldado
comprobaba que la parte de abajo atrancara bien en la base; lo mismo hicieron con
Jesús, en el centro de los dos, y luego al de la derecha. Ya estaban todos
izados y comenzaron a recoger las cuerdas.
Sobre los condenados estaba el motivo de la
condena de cada uno. Sobre Jesús la leyenda decía: “Jesús Nazareno Rey de los
judíos”, en arameo, latín y griego. Entonces Caifás, cuando vio el letrero, se
enfadó muchísimo y profirió varios insultos contra el gobernador, ante las risas
de los soldados. Éstos comenzaron a repartirse las posesiones de los
condenados, como hacían siempre. Era un pobre premio a su crueldad. Rompieron
las túnicas de los otros dos ajusticiados pero la del Señor la dejaron intacta,
y se la jugaron a suertes. Le tocó a un soldado calvo, que la levantó como si
la ropa ensangrentada de un pobre hombre fuera un gran trofeo. María dijo:
—Yo misma le tejí esa túnica —dijo
sollozando, destrozada—; era toda de una pieza —. Entonces, escuchamos a Jesús decir:
—¡Padre! Perdónalos porque no saben lo
que hacen
¡El Maestro estaba perdonando a sus
mismos verdugos! “¡Había que ser demasiado bueno para perdonar a estos
desgraciados!”, pensé. Las nubes comenzaron a cubrir el cielo, y amenazaba
tormenta. Llegaron al lugar unos escribas, con el Sumo Sacerdote y unos
miembros del Sanedrín para ver el macabro espectáculo. Uno que pasaba por allí decía,
riéndose:
—¿Estás llamando a tu Padre? ¿El que te
había enviado? —Entonces un escriba que estaba con Caifás le gritó:
—¿No habías resucitado a un muerto? ¿Tú
no eras el ungido? Si lo eres, seguro que tu Padre te salvará.
Un fariseo que pasaba por ahí les dijo:
—No olvidéis que el día se acaba y no os va
a dar tiempo para poder enterrarlos.
—¿Qué dices? —inquirió el centurión.
—Según la Ley, los cuerpos tienen que ser
enterrados antes de que anochezca, que es cuando comienza el día. Cuando sea
sábado ya no podrán enterrar a ningún muerto.
—No te preocupes que los bajaremos a
tiempo; ya verás. —El Sumo Sacerdote insistía:
—Vamos a ver, Jesús de Nazaret, es muy
fácil —decía con burla—. ¡Bájate de la cruz! —y hacía la mímica de quien se
zafa del suplicio. Hasta los soldados romanos comenzaban a reírse. Uno de los
ajusticiados con Jesús, el arrogante, también la emprendió contra Él:
—¡Venga! ¡Tú, que eres el Mesías,
sálvanos a los tres! ¿O ya no tienes contigo la fuerza de Dios? —El de la
derecha reconocía que el Maestro había sido acusado injustamente y lo reconvino:
—¿Por qué eres así de altanero con este
pobre hombre? Tú yo hemos sido ladrones y asesinos. ¿Pero no te das cuenta de
que Él no ha hecho nada malo? —Entonces, miró a Jesús y le suplicó—: ¡Jesús! ¡Recuérdame
cuando llegues a tu reino! —El Maestro le contestó, con su boca deformada por
los golpes:
—Hoy mismo estaremos juntos en el
paraíso. —Caifás y los demás escribas y sacerdotes, cuando vieron que se
aproximaba una tormenta, se fueron al Templo. María me suplicó:
—Quiero estar más cerca de Él. —Entonces
nos acercamos un poco más a la cruz. Yo le había puesto el brazo en el hombro. Cuando
Jesús vio que nos acercábamos los dos, le dijo a su madre:
—Mamá, ése es tu hijo. —Luego me dijo a
mí:
—Ella es tu mamá.
Yo asentí. No le había dicho nada a nadie,
pero todo ese día había querido decirle “mamá”, y abrazarla y consolarla y
mimarla, pero no lo había hecho por el respeto profundo que le tenía al
Maestro. Pero ahora, que el mismo Jesús me lo permitía, la miré a los ojos, le
enjugué las lágrimas, y la tomé de la mano; ella me miró y me la apretó también.
Entonces el cielo se comenzó a oscurecer, y a llenarse de nubes negras. Escuché
que Jesús decía entre murmullos:
—... ¡Ensálzate Yahvé
en tu fortaleza![1] —Y luego:
—Que podamos en
himnos y salmos cantar tu poderío.[2] —y vi que seguía rezando; después exclamó, como si su voz
se desgarrara:
—¡Dios mío! ¡Dios
mío! ¿Por qué me has abandonado?[3] —Entonces, uno de los que estaba ahí, decía:
—¡Está llamando a Elías![4]
Veamos si viene a salvarlo. —Ellos no se daban cuenta, pero Jesús estaba
rezando los salmos. María lloraba y dijo una cosa que no entendí muy bien:
—Yo
soy la esclava del Señor. Que se haga en mí todo lo que me has dicho. —Jesús seguía rezando:
—…de día, y no me…;
no hallo remedio.[5] —Yo miré hacia atrás y vi a otras mujeres, de las que
andaban con nosotros, que miraban esta escena desoladora desde lejos. Entre
ellas, estaba mi madre.
—¡Tengo sed! —dijo Jesús; los
crucificados, al perder tanta sangre, acusaban la falta de líquidos. Un soldado
mojó una esponja con vinagre, la puso en una caña y se la acercó a la boca,
pero Él no lo quiso beber. Entonces dijo Jesús:
—Todo se ha cumplido.
En ese momento sonaron las trompetas del Templo,
porque estaban sacrificando los corderos Pascuales. Entonces entendí por fin,
después de más de dos años, lo que había dicho el Bautista, antes de que Andrés
y yo conociéramos a Jesús: “Este es el cordero de Dios”. El Padre estaba
sellando su nueva alianza con los hombres de la misma manera como había pedido
a Abraham que sacrificara a Isaac: entregando a su propio Hijo, como una ofrenda.
Entendí también las palabras de Jesús esa noche en la cena: “mi sangre es la
nueva alianza, que será derramada por muchos en remisión de los pecados”.
Estaba seguro que después de que Jesús muriera, ya no habría necesidad de más corderos,
porque Dios mismo estaba muriendo en la cruz por todos nosotros. Entonces, Jesús
exclamó con fuerte voz:
—¡Padre! ¡En tus manos encomiendo mi
espíritu!
Jesús inclinó la cabeza, y murió. Su
madre me apretó la mano; ahora era también mi madre; la Magdalena y la de
Cleofás lloraban. Yo también lloré y entonces María me abrazó. Yo le besaba la
cabeza, mientras lloraba desconsolado. Había estado más o menos fuerte hasta
ese momento, pero ya no podía más. La tensión de todo el día y de toda la noche
se desbordaron en mí y fluyeron en la forma de un río de lágrimas que nadie
podía detener.
La tierra comenzó a temblar justo debajo
de nosotros, como si se resistiera a soportar la muerte de Jesús. El centurión,
y el resto de los soldados, cuando sintieron el terremoto, tuvieron mucho
miedo. Entonces el centurión, que estaba perdiendo el equilibrio por el
terremoto, se arrodilló y dijo:
—Verdaderamente, este hombre era el Hijo
de Dios.
María y yo estábamos abrazados; se
unieron a nosotros la Magdalena y la de Cleofás, y estuvimos ahí un buen rato
llorando por nuestro Maestro, por nuestro hermano, nuestro Rey y nuestro Dios. Pasó
un buen rato, hasta que el centurión les dijo a los soldados:
—Quebradles las piernas, para que ya no
se puedan sostener. Tenemos que acabar esto ahora mismo.
Y era que los ajusticiados a morir crucificados
se apoyaban en las piernas para poder arquearse en la cruz y respirar; pero si
tenían las piernas quebradas, no se podían apoyarse y morían asfixiados, no por
perder sangre. Los dos soldados tomaron unas mazas y les quebraron las piernas
al de la derecha y al de la izquierda, en medio de fuertes gritos. Pero cuando
llegaron a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le quebraron ningún hueso,
sino que uno de los soldados tomó una lanza y le atravesó el pecho. En ese
momento, de su corazón brotaron sangre y agua. Jesús ya lo había entregado
todo; no le quedaba más sangre que entregar. Entonces recordé lo que me dijo
Jesús, en Betania, poco después de enseñarnos la oración del Padre:
“Mi Padre es infinitamente misericordioso
y bueno. Así como el agua purifica, así perdona mi Padre; como si tu alma se
hubiese lavado con un agua pura. Y si el agua hace la limpieza, la sangre es la
que da vida a las almas. Dichoso el que quiera vivir a la sombra del agua y de
la sangre porque si el Padre, que es infinitamente justo, debiera castigar a
alguno de sus hijos por sus pecados, su mano justa se detendrá y le perdonará.
No lo olvidéis nunca: si confiáis vuestra vida en las manos de mi Padre, Él
mismo vendrá a recibiros en el día de vuestra muerte..”.
Recordé
también la profecía de Zacarías que dice:
Y derramaré sobre la casa de David,
y sobre los moradores de Jerusalén,
espíritu de gracia y de oración;
y mirarán a mí, a quien traspasaron,
y llorarán como se llora por hijo
unigénito.
Apreté
a María contra mi pecho, y recé al Padre: “Padre: ¡Ayúdame! Quiero confiar mi
vida en tus manos, Padre; ven a recibirme el día de mi muerte”.
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