LLORA EL PADRE

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Pilato condena a muerte a Jesús
Crucifixión de Jesús
"Ahí tienes a tu Madre"
"¿Por qué me has abandonado?"
Jesús muere en la cruz


Extracto de una carta de Juan a Piedro:


Fui corriendo a la casa de los primos del Señor, cerca de la piscina de Betzatá, donde sabía que estaba María, la madre del Maestro. Era muy de mañana, pero tenía que avisarle lo que estaba sucediendo; llegué y llamé a la puerta.

Shalom aleichem —le dije agitado a quien me abrió.

Aleichem Shalom —contestó alguien que estaba medio dormido.

—María, la madre de Jesús, ¿Está aquí?

—Sí; ¿Quién la busca?

—Juan, su discípulo. —Al rato, salió María con María la Magdalena, y María la de Cleofás, madre del “Cachas” y de Santiago.

—¡Ha sucedido algo terrible! —les dije. Todas me miraron con curiosidad.

—¡Han apresado al Maestro! Lo tenían en casa de Caifás, pero ahora lo están llevando a la sede del Sanedrín. —María se desmadejaba, preocupada; yo la sostuve. La Magdalena preguntó:

—¿Pero cómo es posible? ¡Si hace menos de una semana lo estaban recibiendo entre palmas! —la de Cleofás no me dejó ni responder y preguntó por sus hijos:

—¿Judas, Santiago, y los demás, dónde están?

—No lo sé; solo sé que huyeron, pero no sé dónde están.

—¿Y eso cuando fue? —preguntó preocupada.

—Anoche, en el huerto de los olivos.

—¡Vamos al Sanedrín! —dijo María—, no está demasiado lejos.

Salimos a la calle y caminamos de prisa; entramos por la puerta de las Ovejas al recinto del Templo, y lo atravesamos completamente, hasta el otro extremo. Bajamos las escaleras y llegamos al Sanedrín. Había un revuelo muy grande.

—¿Qué sucede? —le pregunté a un guardia que estaba en la puerta.

—Que han condenado a Jesús de Nazaret. Ahora mismo lo van a llevar donde el gobernador. —Sentí que María se desmayaba cuando escuchó lo que decía el guardia, y la sostuve para que no se cayera, porque estaba muy afectada. La de Cleofás, la consoló:

—¡Tranquila, María! Ya verás que todo sale bien. —Lo dijo sin convencimiento, pero la tomó de la mano para confortarla. La Magdalena estaba también muy perturbada con todo; era una mujer guapa, no demasiado joven, pero sí muy nerviosa; sin embargo, tuvo mucha lucidez cuando nos sugirió:

—Lo mejor es que vayamos ya a la Fortaleza Antonia porque, si no, después va a ser difícil entrar al patio, porque hoy debe haber una fila muy larga para el sacrificio de los corderos. —Salimos corriendo y volvimos a subir las pesadas escaleras de acceso al recinto del Templo. Cuando llegamos, había uno gritándole a un guardia:

—¡Hay un ahorcado en la muralla!

—¿Dónde? —preguntó éste.

—Hacia el valle del Hinón. Habrá que subir a la terraza para izarlo.

—¡Pobre hombre! —exclamó María.

La de Cleofás llevaba abrazada a María, pero se veía que era ella la que realmente estaba preocupada, porque no sabíamos nada de Judas ni de Santiago. Atravesando el recinto del Templo vimos a una gran multitud, cada uno con su cordero para el sacrificio, que aún no había comenzado. Esos corderos, luego, habrían de llevárselos despellejados para ser asados en alguno de los hornos que las autoridades habían dispuesto por toda la ciudad; el ruido de los balidos era tan fuerte, y su olor tan penetrante, que hacía toda la atmósfera insoportable. Logramos por fin llegar a la fortaleza, y nos acordamos que siempre por la Pascua el gobernador solía dar la libertad a alguien que tuvieran preso, entonces nos pusimos lo más cerca posible del sitio solía sentarse Pilato.

—¿Te busco algo para beber? —le pregunté a María. Ella negó con la cabeza, y se quedó de pie. Se le veía triste; más que triste, desconsolada. La Magdalena comenzó a llorar.

—¡Tranquila! —le dijo la de Cleofás.

—¡Dios mío! —decía María mirando al cielo—¡Estamos en tus manos!

Esperamos otro rato y aparecieron por la puerta del patio, gritando y vociferando, el Sumo Sacerdote con varios del sanedrín, que traían a Jesús atado. Entraron atropellando a todo el mundo, nosotros incluidos. María vio a su hijo con golpes en la cara, se llevó la mano derecha a los ojos, como si no quisiera ver, y comenzó a sollozar. Magdalena y la de Cleofás lloraban también.

Al rato salió el gobernador y habló algo con ellos. Menos mal que a Jesús lo metieron al patio interior donde estaba la guardia, con el fin de que no lo maltrataran más. El gobernador era un hombre no muy mayor, de cabello corto y bien perfilado en la frente, orejas no demasiado salientes, ojos inquisitivos, mentón fuerte y poco sonriente. Vestía una toga blanca que tenía unas franjas rojas, y una túnica con añadidos decorativos en vertical. Yo me acerqué un poco más empujando a todo el mundo para poder escuchar.

—¿Él dice que es vuestro rey? —les preguntó Pilato.

—Si gobernador —le dijeron los sacerdotes.

—¿Y eso es verdad?

—No gobernador; ése es el problema —Pilato miró de soslayo, como si no diera crédito a lo que escuchaba.

—¿Pero eso es un delito? —preguntó levantando las cejas-

—Gobernador, si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos traído. —Miré a María, que estaba un poco máa la que se le notaba muy triste, pero con una entereza muy grande. Mucho más descompuesta estaba ahora la Magdalena. Pilato entró al patio de la guardia a hablar con Jesús y luego salió y les dijo:

—Yo no veo por cuál delito queréis acusar a este hombre. ¿Por qué me lo traéis? Pilato entraba y salía y, al fin, pude escuchar que les decía:

—¿Cómo así que en Galilea?

—Si gobernador; el hombre es galileo.

—¿Y si es galileo, por qué no lo habéis llevado al palacio de Herodes Antipas directamente? ¡No me hagáis perder el tiempo! No sé por qué venís a mí. Antipas está ahora en Jerusalén, y él es el que manda sobre Galilea. Además si este hombre es rey de verdad —les espetó con ironía—, tendrá que pelear contra Antipas; no contra mí. ¡Llevadlo a su palacio! —Ahora iban a ir donde Herodes, el mismo que había matado a Juan el Bautista. ¡Qué horror!

—¡María! —le dije al volver donde estaban las tres mujeres—van a ir donde Herodes Antipas, que está en el otro extremo de la ciudad.

—Esperemos aquí, Juan, a ver qué deciden.

—¿Por qué son así con el Maestro? —preguntó la Magdalena.

—Porque no lo conocen —repuso la de Cleofás—; si lo conocieran un poco no le estarían haciendo esto.

Yo me puse a pensar en todo el proceso que había sufrido yo con Caifás y, la verdad, yo creo que sí lo conocían y, precisamente por eso, querían acabar con Él. Jesús tenía una bondad tan grande, y una rectitud de intención tan profunda que ellos se sentían indecentes cuando se comparaban con Él. Además el Maestro atacaba donde más les dolía: en su soberbia y sus ansias de poder. Esperamos allí un buen rato, llenos de expectación. Yo seguía desconcertado; ¡Todo había sido tan rápido!.

Era como la hora de cuarta cuando regresaron, en medio de la gritería, y entraron en el patio apoyados por la guardia del Templo para que nos quitáramos todos de en medio. Empezaron a hablar con Pilato de nuevo, hasta que éste gritó:

—¡Bien! Es costumbre que yo os ponga en libertad a uno por la Pascua. Pensadlo bien. ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? ¿O a Barrabás el asesino?

—¡A Jesús! —grité yo con todas mis fuerzas. Pero al lado había unos partidarios de Barrabás, que me decían:

—¡Cállate!

—¿No he escuchado bien; a quién os suelto, ¿A Barrabás o a Jesús? —volvió a preguntar el gobernador.

—¡A Jesús! —grité yo con más fuerza, pero mi voz se perdía en la plaza, llena de gente agitada por el Sumo Sacerdote. Vi que soltaban a Barrabás, y que comenzaban a gritar:

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! —María dejó escapar un lamento, mientras yo le pasaba el brazo por el cuello.

—Todo va a estar bien — y le dije como le había dicho la de Cleofás, pero sin creer un ápice en mis propias palabras.

El Maestro sí nos había advertido que iba a morir pero ninguno de nosotros creyó que esto fuera a ser posible; y menos, que fuera a ser tan pronto; no sé si no pudimos, o no quisimos verlo. Sin embargo, aquí estábamos asistiendo a su juicio. Al fin sacaron a Jesús con unas espinas en la cabeza y lleno de sangre. ¡Le habían destrozado la piel a latigazos! Yo abracé a María para que sintiera mi cariño, pero ella solo lloraba. Las otras dos Marías también lloraban, pero la Magdalena a gritos.

—¡Ya lo he castigado como queríais! —gritó el gobernador—. Lo voy a soltar, porque no ha cometido ningún delito. ¡Aquí tenéis al hombre! —Entonces los del Sanedrín volvieron a gritar:

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!

—¡Decidme qué mal ha hecho! Si queréis, tomadlo vosotros y crucificadlo, porque os repito que yo no encuentro ningún delito en lo que dice. —Caifás le replicó:

—Nosotros tenemos una ley y según esa ley debe morir, porque ha dicho que es el Hijo de Dios.

Entonces Pilato les comenzó a hablar de dioses romanos, tratando de que los sacerdotes entraran en razón, y así poder liberar a Jesús. De nuevo se llevó el gobernador a Jesús al patio de la guardia. Yo me conmoví hasta el fondo de mi corazón viendo a María llorando sin consuelo, y la abracé de nuevo.

—Si lo sueltas vas a ir contra el César —escuché que gritaba Caifás—; porque todo el que dice ser rey se enfrenta al César.

—¡Aquí tenéis a vuestro Rey! —gritó Pilato, ignorando las palabras del Sumo Sacerdote.

—¡Quítalo de ahí! ¡Crucifícalo! —gritaban enfurecidos los del Sanedrín, como si fueran perros rabiosos.

—Pero no lo entiendo; ¿Por qué queréis que crucifique a vuestro Rey?

—¡Nuestro único rey es el César! —dijo Caifás; entonces Pilato se hizo lavar las manos, mientras decía:

—Soy inocente de la sangre de este justo. Vosotros veréis. —Ellos le respondieron:

—No te preocupes; ¡Seremos culpables nosotros y nuestros hijos!

Pilato le entregó a Jesús a sus soldados. La plaza se desocupó, y se fueron todos hacia los pórticos contiguos donde seguía el ruido. Solo los sacerdotes y los escribas se quedaron allí con unos cuantos curiosos. Los guardias romanos tenían a un par de ladrones que iban a ser ajusticiados con Jesús, y les pusieron sobre sus hombros los patíbulos, que era los maderos horizontales de la cruz, y se los amarraron. También lo hicieron con Jesús, que iba con su túnica ensangrentada y con la corona de espinas en su cabeza; apenas iba a comenzar a bajar las largas escaleras que daban salida a la fortaleza por poniente, sus fuerzas no aguantaron y se fue de bruces al suelo con el patíbulo. Lo habían masacrado con los azotes, y estaba muy débil. Los guardias entonces le quitaron el patíbulo y le gritaron a un curioso, que estaba abajo:

—¡Eh tú! ¡Ven aquí ahora mismo y carga este patíbulo! —El tipo estaba enfadado.

—¿Por qué yo? ¡Yo no he hecho nada! —protestó.

—¡No me importa! Tú llevarás este palo o, si no lo llevas, te pasará lo mismo que a estos tres —lo amenazó un guardia.

El hombre subió las escaleras y cargó con el palo de muy mala gana y comenzaron a bajar las escaleras. Los soldados ayudaron a los condenados, porque no era fácil bajar tantas escaleras con el peso del patíbulo sobre los hombros. Uno de los condenados con Jesús, parecía realmente arrepentido y rezaba a Dios; el otro, en cambio, iba al martirio altanero y arrogante profiriendo insultos contra los hombres y contra Dios. Nosotros estábamos cerca, y vimos que varias mujeres lloraban por ver a Jesús tan maltratado. Una decía:

—¡Jesús curó a mi hija! ¿Por qué lo vais a matar? —Jesús les dijo:

—¡No lloréis por mí! Llorad por vosotras y también por vuestros hijos; porque si hacen esto con el árbol verde, ¿Qué no harán con el seco que puede quebrarse fácilmente?

Comenzó a formarse una multitud alrededor del cortejo que llevaba a los tres condenados, y a nosotros nos tocó quedarnos muy atrás; entonces intentamos adelantarnos entre las calles aledañas para poder seguirlo de cerca. Logramos llegar a un cruce y, cuando estaba pasando el cortejo, la Magdalena se pudo acercar y logró asir la túnica del Maestro. Los soldados frenaron en seco y se enfrentaron con ella.

—¡Calma! —les dije yo—, aquí está su madre. —Seguramente se los dije muy angustiado porque dejaron pasar a María que lo abrazó:

—¡Hijo mío! —le dijo llorando conmovida al verlo con su cara hinchada por los golpes. Me pareció ver que Jesús también lloraba viendo el dolor de su madre. Uno de los soldados le gritó:

—¡Fuera de aquí, mujer!

—¡Mi niño! —dijo, sufriendo lo indecible, mientras un guardia la empujaba.

Lloraba ahora mucho más que antes, desconsolada, por ver a su Hijo sufrir de esa manera tan cruel. Yo la tomé del brazo para que no le fueran a hacer daño, mientras se revolvían las tripas en mi interior. Iban hacia el lugar de la Calavera, a la salida que daba hacia poniente. Los romanos crucificaban allí a los condenados, para crear terror en la población; así la gente, al entrar a la ciudad, veía a los malhechores atormentados con ese suplicio. De repente Jesús se volvió a caer. Daba mucha pena verlo así. Yo solo rezaba: “¡Dios mío, que esta tortura termine pronto!”. Jesús apenas podía mantenerse en pie. Seguíamos al cortejo desde detrás; también venían familiares de los otros dos condenados.

Cuando llegaron al lugar de la ejecución, Jesús volvió a caer al suelo. Les dieron, a los tres, vino mezclado con mirra, que hacía que la tortura fuera más llevadera; a Jesús se lo ofrecieron en el suelo, donde estaba, pero Él no la quiso tomar. A los tres condenados los desnudaron y les pusieron un trapo a la altura de la cintura con el fin de cubrirlos un poco. El cuerpo de los condenados se sostenía a la cruz por medio de sogas y de clavos. Aprovecharon que Jesús estaba en el suelo para amarrarlo y clavarlo sobre su patíbulo; la Magdalena lanzaba un gemido, que algunas veces se convertía en grito, cada vez que un martillazo desgarraba la carne de Jesús.

La de Cleofás solo lloraba, abrazando a María que sufría lo inimaginable. También amarraron a los otros dos, y luego comenzaron a clavarles las manos sobre sus patíbulos. Luego procedieron a asegurar los patíbulos sobre los palos verticales, y luego los cargaron para subirlos a la piedra que llamaban “de la Calavera”. Era una mesa de piedra irregular y ancha, en medio de una cantera, que estaba a no mucha altura del suelo, y que tenía unos agujeros en los cuales anclaban las cruces.

Era la hora de sexta. Una vez los pusieron a los tres en la roca, comenzaron a izar al de la izquierda; varios soldados tiraban con cuerdas, ayudando a subir la cruz del condenado, mientras que otro soldado comprobaba que la parte de abajo atrancara bien en la base; lo mismo hicieron con Jesús, en el centro de los dos, y luego al de la derecha. Ya estaban todos izados y comenzaron a recoger las cuerdas.

Sobre los condenados estaba el motivo de la condena de cada uno. Sobre Jesús la leyenda decía: “Jesús Nazareno Rey de los judíos”, en arameo, latín y griego. Entonces Caifás, cuando vio el letrero, se enfadó muchísimo y profirió varios insultos contra el gobernador, ante las risas de los soldados. Éstos comenzaron a repartirse las posesiones de los condenados, como hacían siempre. Era un pobre premio a su crueldad. Rompieron las túnicas de los otros dos ajusticiados pero la del Señor la dejaron intacta, y se la jugaron a suertes. Le tocó a un soldado calvo, que la levantó como si la ropa ensangrentada de un pobre hombre fuera un gran trofeo. María dijo:

—Yo misma le tejí esa túnica —dijo sollozando, destrozada—; era toda de una pieza —. Entonces, escuchamos a Jesús decir:

—¡Padre! Perdónalos porque no saben lo que hacen

¡El Maestro estaba perdonando a sus mismos verdugos! “¡Había que ser demasiado bueno para perdonar a estos desgraciados!”, pensé. Las nubes comenzaron a cubrir el cielo, y amenazaba tormenta. Llegaron al lugar unos escribas, con el Sumo Sacerdote y unos miembros del Sanedrín para ver el macabro espectáculo. Uno que pasaba por allí decía, riéndose:

—¿Estás llamando a tu Padre? ¿El que te había enviado? —Entonces un escriba que estaba con Caifás le gritó:

—¿No habías resucitado a un muerto? ¿Tú no eras el ungido? Si lo eres, seguro que tu Padre te salvará.

Un fariseo que pasaba por ahí les dijo:

—No olvidéis que el día se acaba y no os va a dar tiempo para poder enterrarlos.

—¿Qué dices? —inquirió el centurión.

—Según la Ley, los cuerpos tienen que ser enterrados antes de que anochezca, que es cuando comienza el día. Cuando sea sábado ya no podrán enterrar a ningún muerto.

—No te preocupes que los bajaremos a tiempo; ya verás. —El Sumo Sacerdote insistía:

—Vamos a ver, Jesús de Nazaret, es muy fácil —decía con burla—. ¡Bájate de la cruz! —y hacía la mímica de quien se zafa del suplicio. Hasta los soldados romanos comenzaban a reírse. Uno de los ajusticiados con Jesús, el arrogante, también la emprendió contra Él:

—¡Venga! ¡Tú, que eres el Mesías, sálvanos a los tres! ¿O ya no tienes contigo la fuerza de Dios? —El de la derecha reconocía que el Maestro había sido acusado injustamente y lo reconvino:

—¿Por qué eres así de altanero con este pobre hombre? Tú yo hemos sido ladrones y asesinos. ¿Pero no te das cuenta de que Él no ha hecho nada malo? —Entonces, miró a Jesús y le suplicó—: ¡Jesús! ¡Recuérdame cuando llegues a tu reino! —El Maestro le contestó, con su boca deformada por los golpes:

—Hoy mismo estaremos juntos en el paraíso. —Caifás y los demás escribas y sacerdotes, cuando vieron que se aproximaba una tormenta, se fueron al Templo. María me suplicó:

—Quiero estar más cerca de Él. —Entonces nos acercamos un poco más a la cruz. Yo le había puesto el brazo en el hombro. Cuando Jesús vio que nos acercábamos los dos, le dijo a su madre:

—Mamá, ése es tu hijo. —Luego me dijo a mí:

—Ella es tu mamá.

Yo asentí. No le había dicho nada a nadie, pero todo ese día había querido decirle “mamá”, y abrazarla y consolarla y mimarla, pero no lo había hecho por el respeto profundo que le tenía al Maestro. Pero ahora, que el mismo Jesús me lo permitía, la miré a los ojos, le enjugué las lágrimas, y la tomé de la mano; ella me miró y me la apretó también. Entonces el cielo se comenzó a oscurecer, y a llenarse de nubes negras. Escuché que Jesús decía entre murmullos:

—... ¡Ensálzate Yahvé en tu fortaleza![1] —Y luego:

Que podamos en himnos y salmos cantar tu poderío.[2] —y vi que seguía rezando; después exclamó, como si su voz se desgarrara:

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?[3] —Entonces, uno de los que estaba ahí, decía:

—¡Está llamando a Elías![4] Veamos si viene a salvarlo. —Ellos no se daban cuenta, pero Jesús estaba rezando los salmos. María lloraba y dijo una cosa que no entendí muy bien:

Yo soy la esclava del Señor. Que se haga en mí todo lo que me has dicho. —Jesús seguía rezando:

…de día, y no me…; no hallo remedio.[5] —Yo miré hacia atrás y vi a otras mujeres, de las que andaban con nosotros, que miraban esta escena desoladora desde lejos. Entre ellas, estaba mi madre.

—¡Tengo sed! —dijo Jesús; los crucificados, al perder tanta sangre, acusaban la falta de líquidos. Un soldado mojó una esponja con vinagre, la puso en una caña y se la acercó a la boca, pero Él no lo quiso beber. Entonces dijo Jesús:

—Todo se ha cumplido.

En ese momento sonaron las trompetas del Templo, porque estaban sacrificando los corderos Pascuales. Entonces entendí por fin, después de más de dos años, lo que había dicho el Bautista, antes de que Andrés y yo conociéramos a Jesús: “Este es el cordero de Dios”. El Padre estaba sellando su nueva alianza con los hombres de la misma manera como había pedido a Abraham que sacrificara a Isaac: entregando a su propio Hijo, como una ofrenda. Entendí también las palabras de Jesús esa noche en la cena: “mi sangre es la nueva alianza, que será derramada por muchos en remisión de los pecados”. Estaba seguro que después de que Jesús muriera, ya no habría necesidad de más corderos, porque Dios mismo estaba muriendo en la cruz por todos nosotros. Entonces, Jesús exclamó con fuerte voz:

—¡Padre! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!

Jesús inclinó la cabeza, y murió. Su madre me apretó la mano; ahora era también mi madre; la Magdalena y la de Cleofás lloraban. Yo también lloré y entonces María me abrazó. Yo le besaba la cabeza, mientras lloraba desconsolado. Había estado más o menos fuerte hasta ese momento, pero ya no podía más. La tensión de todo el día y de toda la noche se desbordaron en mí y fluyeron en la forma de un río de lágrimas que nadie podía detener.

La tierra comenzó a temblar justo debajo de nosotros, como si se resistiera a soportar la muerte de Jesús. El centurión, y el resto de los soldados, cuando sintieron el terremoto, tuvieron mucho miedo. Entonces el centurión, que estaba perdiendo el equilibrio por el terremoto, se arrodilló y dijo:

—Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios.

María y yo estábamos abrazados; se unieron a nosotros la Magdalena y la de Cleofás, y estuvimos ahí un buen rato llorando por nuestro Maestro, por nuestro hermano, nuestro Rey y nuestro Dios. Pasó un buen rato, hasta que el centurión les dijo a los soldados:

—Quebradles las piernas, para que ya no se puedan sostener. Tenemos que acabar esto ahora mismo.

Y era que los ajusticiados a morir crucificados se apoyaban en las piernas para poder arquearse en la cruz y respirar; pero si tenían las piernas quebradas, no se podían apoyarse y morían asfixiados, no por perder sangre. Los dos soldados tomaron unas mazas y les quebraron las piernas al de la derecha y al de la izquierda, en medio de fuertes gritos. Pero cuando llegaron a Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le quebraron ningún hueso, sino que uno de los soldados tomó una lanza y le atravesó el pecho. En ese momento, de su corazón brotaron sangre y agua. Jesús ya lo había entregado todo; no le quedaba más sangre que entregar. Entonces recordé lo que me dijo Jesús, en Betania, poco después de enseñarnos la oración del Padre:

“Mi Padre es infinitamente misericordioso y bueno. Así como el agua purifica, así perdona mi Padre; como si tu alma se hubiese lavado con un agua pura. Y si el agua hace la limpieza, la sangre es la que da vida a las almas. Dichoso el que quiera vivir a la sombra del agua y de la sangre porque si el Padre, que es infinitamente justo, debiera castigar a alguno de sus hijos por sus pecados, su mano justa se detendrá y le perdonará. No lo olvidéis nunca: si confiáis vuestra vida en las manos de mi Padre, Él mismo vendrá a recibiros en el día de vuestra muerte..”.

Recordé también la profecía de Zacarías que dice:

Y derramaré sobre la casa de David,

y sobre los moradores de Jerusalén,

espíritu de gracia y de oración;

y mirarán a mí, a quien traspasaron,

y llorarán como se llora por hijo unigénito.

Apreté a María contra mi pecho, y recé al Padre: “Padre: ¡Ayúdame! Quiero confiar mi vida en tus manos, Padre; ven a recibirme el día de mi muerte”.



[1] Sal 21,14.

[2] Sal 21,14.

[3] Sal 22,2.

[4] N del T: el original dice en arameo: “Elí, Elí, ¿Lemá sabacthaní?”; por eso piensa que está llamando a Elías.

[5] Sal 22,3.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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