EXTRAÑOS ACONTECIMIENTOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
La muerte de Jesús vista por Caifás
Jesús muere en la cruz
El velo del Templo se resga en dos
Caifás pide a Pilato autorización para custodiar la tumba de Jesús
Borrador del informe sobre la muerte de
Jesús de Nazaret escrito por Caifás. Ha sido rescatado seis años después de la
muerte de Jesús, por José de Arimatea y entregado a Juan.
Judas,
el traidor de Jesús el Nazareno había venido arrepentido a devolver las monedas
que costó la entrega del blasfemo; me las tiró a la cara; menos mal que me
volví a tiempo, y las esquivé, porque me habría hecho daño. Recogimos las
monedas y no las utilizamos para nada del Templo, porque no era lícito de acuerdo
con la Ley, sino que las guardamos con el fin de pensar más tarde qué hacer con
ellas; una semana más tarde decidimos comprar un campo, propiedad de un
alfarero, para enterrar a los forasteros que morían en Jerusalén.
El
día de la última visita del traidor, era el día de la Pascua y la fiesta iba a
ser completa, porque íbamos a condenar al nazareno, que decía ser Hijo de Dios,
y y no paraba de hablar en contra de todos nosotros. Jesús había pensado que
podía pasar por encima de la Ley y de los profetas. Se erigía como un pensador
dentro del judaísmo, pero con una visión particular de lo que debía o no debía
hacer un judío. Por ejemplo, no le importaba cumplir con el precepto del
sábado; entraba en las sinagogas a dar voces contra los fariseos; yo no soy
fariseo, pero no me gustaba que las cosas de nuestra religión se cuestionaran,
como si no tuviéramos detrás de nuestra sabiduría todas las enseñanzas de
Moisés, dictadas directamente por Yahvé.
En
el Sanedrín hubo pocos problemas; aparte de las discusiones con José, el de
Arimatea, y Nicodemo, no tuvimos apenas tropiezos. Ellos no querían condenar a
Jesús porque estaban coaccionados por Él. Nosotros no podíamos admitir que un
galileo, un hombre del campo, tratara de silenciar tantos años de enseñanzas de
las escrituras, como si Él fuera a saber más que todos nosotros.
Luego
vinieron las discusiones con el gobernador, un hombre que se distinguía por su
crueldad pero que, con el nazareno, se había mostrado especialmente benévolo;
yo creo que lo hizo por hacer sacar nuestra ira a flote. Aunque los delitos de
Jesús eran evidentemente religiosos, nosotros los “vestimos” de delitos contra
el imperio. Así lo acusamos de hacerse rey y de impedir que se pagaran los
impuestos. Sin embargo nos remitió donde Herodes Antipas para eludir sus
responsabilidades. Nos pareció molesto tener que ir donde él, pero lo hicimos. ¿Qué
más daba un gobernador o un rey, con tal de cumplir nuestros propósitos?
El
rey Antipas era todo un despropósito. Yo creo que ese hombre no ha estado
sobrio nunca en su vida, ni siquiera cuando se despierta. Cuando llegamos allí,
su palacio era un desastre: restos de comida, bebidas vertidas por el suelo,
mujeres a medio vestir, hombres casi desnudos, en fin: nada de lo que debiera enorgucellerse
un rey. Inclusive, me habían contado que, en un cumpleaños suyo, había habido
fieras exóticas que alguien le había traído de regalo. El rey quiso pedirle un
milagro al nazareno, pero los impostores no hacen milagros.
Tuvimos
que tragarnos nuestro orgullo y volver donde Pilato, ante quien yo tuve que
reconocer su dominio sobre Israel, y decirle que no teníamos más rey que el
César, para que nos dejara cumplir el mandato divino de acabar con la vida del
blasfemo. Por fin, después de un molesto rifirrafe, logramos su condena a ser
crucificado en el lugar de la Calavera.
Varios
de nosotros estábamos presentes cuando lo crucificaron; un espectáculo
lamentable, como todas las crucifixiones, pero justificado desde el punto de
vista de la Ley. Dos ladrones que habían herido a un sacerdote tratando de
robarle, lo acompañaban. Habría sido más apropiado apedrear al nazareno, pero ¡Qué
más da! Al fin y al cabo la lapidación es relativamente corta; en cambio la
crucifixión es una tortura de verdad, adecuada para éste, que se creía Hijo de
Dios. Y qué cosa más curiosa: ¡Irónicamente, su Padre nunca vino a salvarlo de
la cruz!
Después
de unas dos horas de crucifixión, comenzó a oscurecerse el cielo y, previendo
una gran tormenta, nos fuimos hacia el Templo. Allí ya se había acabado el
sacrificio de los corderos, y estaban lavando el estropicio que se formaba en
la Pascua; nosotros no habíamos estado presentes, pero llegábamos con el deber
cumplido de tener un blasfemo menos en el mundo. Como a la hora de nona, creíamos
que se iba a desatar una tormenta colosal, pero finalmente no sucedió nada;
únicamente debo resaltar que la tierra comenzó a temblar con mucha violencia. Hay
muchas clases de terremotos: éste fue largo y violento. En ese momento, me
llamó el sacerdote que estaba de turno en el altar:
—Caifás, ¡Ven pronto! —Parecía realmente
alarmado.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—¡Ven que quiero que lo veas!
Yo fui corriendo y vi que se había roto
en dos la cortina que sirve de separación entre el Santo y el Santo de los
Santos dentro del Templo. Yo no me lo podía creer porque era una cortina muy
fuerte y ahora estaba rota en dos, como si hubiera sido un trozo de papiro
viejo. ¿Cómo había sido eso posible? Un misterio. Había que mandar a hacer otra
nueva para remplazar ésta. Ese fue el primer suceso extraño.
El segundo, más que un suceso extraño, yo
lo calificaría de torpeza: habíamos ido, al día siguiente que era sábado, a
hablar con el gobernador.
—¿Qué queréis ahora? —dijo molesto.
—Gobernador, te suplicamos que nos
permitas poner una guardia en la tumba de ese farsante.
—¿De quién? ¿Del nazareno? —Yo asentí.
—¿Pero aún muerto, os da problemas
vuestro rey? —dijo con el fin de burlarse de nosotros.
—¿Cuántas veces te tengo que decir que
ése no era nuestro rey? —le pregunté con evidente irritación. Yo no quería
insistirle en algo que no iba a entender; Jesús de Nazaret había sido un
blasfemo y ese concepto, para un romano, era incomprensible.
—¡Caifás! —dijo mirándome a los ojos y
torciendo la cabeza—, ¡Ya está bien con la obsesión por este hombre!
—Gobernador: este farsante, en vida, dijo
que iba a resucitar al tercer día, entonces queremos poner la guardia para que
no vengan sus discípulos, roben el cuerpo y salgan a decir que resucitó de
entre los muertos.
—Pues Caifás; yo no tengo problemas con
que pongas a tus guardias para no permitir que el rey resucite. ¡Por Saturno! ¡Lo
que hay que escuchar en esta vida! ¡Los guardias del Templo deben cuidar al rey
de los judíos con el fin de que no resucite! —espetó irónicamente levantando
sus cejas—¡Cada vez entiendo menos a este pueblo! —Se me acercó, me dio unas
palmaditas absolutamente irrespetuosas, y me dijo:
—Vete en paz, como decís vosotros, y ¡Cuida
a tu rey!
Yo me fui de allí, enfadado con este
hombre que se burlaba de nosotros y de nuestra fe, pero con la satisfacción de
contar con su anuencia. ¿Los guardias? Unos ineptos. Sucedió exactamente lo que
yo no quería: seguro que sus discípulos se robaron el cuerpo del galileo y,
aún, no hemos logrado encontrarlo. Los que lo estaban cuidando vinieron a dar
unas excusas absurdas de unas luces y seres alados, que ellos inventaron; hubo
que darles dinero para que no insistieran en este asunto, y dejaran a los
muertos en paz.
La principal lección de todo esto es que
no hay enemigo pequeño, como dice mi suegro: un campesino logró armar semejante
lío en medio de un pueblo ignorante e ingenuo como el nuestro. La otra lección
es que el fin debe justificar los medios. Las enseñanzas de la Ley tienen que
dominar sobre todas las cosas, porque son el camino que Yahvé ha puesto para la
supremacía de la nación; y si, para cumplirlas, hay que destruir personas o
casas, dar dinero, o atacar imperios, lo debemos hacer. ¡Todo por la gloria de
Israel!
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