EL SEPULCRO DE JOSÉ

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


José de Arimatea compra el sitio del sepulcro para Jesús
Nicodemo compra 100 libras de mirra y áloe
María limpia el cuerpo de Jesús
Jesús es sepultado


Extracto de una carta de Nicodemo a Juan


Siempre que me despertaban tan temprano, me venía el presagio de que algo no andaba bien.

—Señor; lo necesitan en el Sanedrín —me anunció Queb, mi siervo.

—¿Tan temprano Queb?

—Sí señor, ha venido un criado de Caifás.

“¿Qué querrá ahora?”, pensé. Ese viernes era el sacrificio de los corderos, pero estábamos citados más tarde. Me lavé un poco y me puse la tiara y todos los arreos del vestido. Mi casa no quedaba lejos del Sanedrín, así que me di la prisa justa. Cuando llegué, había un gran barullo que se sentía atronador desde la entrada.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Najum, que estaba en la puerta.

—Que hemos encarcelado al que se hace llamar Mesías de Nazaret, y anoche blasfemó delante de todos nosotros.

—¿Anoche? —pregunté sorprendido.

—Sí; anoche lo capturó la guardia y lo llevaron a casa de Caifás; lo interrogaron Anás y Caifás y, al fin, ha confesado ser un criminal. —No quise hablar más con él, porque sabía de su animadversión hacia el Maestro. Simplemente entré en el recinto y miré a Jesús, que tenía las manos amarradas y se veía que lo habían golpeado en el rostro. El Sumo Sacerdote tomó la palabra, pidiendo silencio:

—Anoche vosotros mismos escuchasteis la blasfemia de Jesús de Nazaret. No hay necesidad de juicio, sino que lo vamos a llevar directamente donde el gobernador.

—¿Cómo se hizo un interrogatorio sin estar presente todo el Sanedrín? —pregunté enfadado.

—Nicodemo: sabemos de tu simpatía por Jesús, así como la de José, pero si Él mismo reconoce su blasfemia, ¿Cómo no contar con ella a la hora de decidir su suerte? Ya en el pasado hemos condenado gente por blasfemar. ¿Por qué no habríamos de condenar a Éste también? —Todos empezaron a gritar:

—¡Es culpable! —José también lo defendió:

—¡Pero si no le hemos dado ni la oportunidad de defenderse!

—José —objetó Caifás—anoche mismo, tratando de defenderse, se condenó a sí mismo diciendo que Él era Hijo de Dios. Piensa un poco. ¿Vas a liberar a alguien que se declara Hijo de Dios, sin que reciba su castigo? El mismo Yahvé nos ha ordenado castigar a los blasfemos. ¿Quién eres tú para contradecir a Dios? —Todos siguieron gritando:

—¡Que muera!

Desde hacía mucho tiempo yo veía venir este momento, porque era imposible frenar a Caifás, con toda la influencia que tenía en el Sanedrín y con el respaldo de Anás. Y sabía también que no lo iba a perseguir por blasfemo, sino porque amenazaba su poder; un hombre que hacía tantos prodigios, y que se rebelaba contra fariseos, saduceos, y el resto de las autoridades religiosas, no era alguien para despreciar sino para tener en cuenta; y Caifás se había encargado, por todos los medios, de que muriera, acusándolo ante el gobernador.

—¡He venido en cuanto he podido! —me dijo José, jadeante al llegar al cortejo de la crucifixión en el que yo me encontraba—¿Entonces Pilato ha condenado a Jesús?

—Así es —repuse yo triste—, y lo han azotado.

—¿Pobre hombre; dónde lo vamos a enterrar? —preguntó preocupado. ¡No olvides que desde el anochecer será sábado y no se podrá enterrar a nadie!

—No lo sé; no lo había pensado. Es verdad. ¡No lo podemos dejar en la cruz hasta el domingo! Imagínate el estropicio con los cuervos y las fieras.

—Lo llevan al sitio de la Calavera, ¿Verdad? —preguntó; yo asentí.

—Espera, yo conozco al dueño del huerto del lado; todo ese lugar es una cantera, y creo que tiene unas cuevas que pueden servir de sepulcros.

—¿Quién es? —pregunté.

—Hadar, de la tribu de Dan.

—¿Y dónde vive?

—Hacia el mediodía; aquí cerca. ¡Vamos! —Caminamos un rato en silencio, y llegamos a una casa a la que se accedía por un jardín.

—¿Está Hadar en casa? —preguntó José después de saludar a un chico que le abrió.

—Un momento; ¡Padre, te necesitan! —Al momento apareció Hadar en el jardín.

—¡José! ¿Qué te pasa que vienes tan perturbado? —preguntó el amigo de José.

—Hadar, necesito un favor. ¿Todavía el huerto, al lado de Calavera, es tuyo?

—Sí, claro; yo lo tengo como reserva para las cabras; hasta le he mandado excavar en la roca viva unas cuevas que pueden servir de almacén o de sepulcro.

—¿Me lo alquilas? Sabes que tengo dinero, y te puede compensar —le dijo José.

—¿Y por qué las prisas? —preguntó Hadar, mirando de soslayo.

—Porque están crucificando a Jesús de Nazaret y quiero que tenga un entierro rápido y digno; sabes que desde esta tarde será sábado, y ya no se podrá trabajar ni enterrar a nadie. Ya veremos si lo trasladamos de tumba el domingo, o qué hacemos.

—¿Jesús de Nazaret, el profeta de Galilea? —preguntó incrédulo.

—El mismo.

—¿Pero no lo habían recibido con palmas hace poco tiempo, al entrar en la ciudad? —seguía preguntando Hadar lo que nadie entendía; nosotros asentimos, mientras él se rascaba la cabeza—. José, es que después no podría usar una tumba para guardar cosas de almacén. Imagínate la carne de cabra o de buey, metidas donde estuvo un muerto.

—¡Entonces véndemelo! —exclamó José.

—Pfff. ¿Y dónde compro yo otro campo así?

—Te lo compro por un buen dinero, y así podrás buscar con calma —insistió José.

—Un campo me costaría veinticinco tetradracmas, por lo menos.

—¡Venga! Te doy treinta, y que no se hable más —zanjó José—. Te doy diez ahora mismo y esta misma tarde mando a mi criado con los otros veinte.

—Está bien —dijo Hadar asintiendo—. ¡Que sea hoy! ¿Eh?

—No dudes de mí, Hadar, sabes que soy un hombre de palabra. Y perdona que te dejemos, pero tenemos prisa —Hadar volvió a asentir, y salimos otra vez hacia el norte.

—Tenemos que ir a mi casa a buscar el resto del dinero —me dijo José que, iba solucionando todo sobre la marcha, con una soltura y una claridad admirables, que yo no tenía en ese momento. Fuimos a su casa, y él se encargó de todo. Salió su criado con la bolsa.

—¡Cuídala bien! —le dijo. El criado asintió. José seguía frenético. A mí me importaba mucho lo que estaba sucediendo, y estaba muy tenso, pero José estaba totalmente centrado; como si lo hubiera visto todo claro desde el principio, y supiera exactamente lo que había que hacer a cada instante.

—¡Ahora vamos a la Calavera! —dijo resueltamente José.

Llegamos al sitio, donde estaba crucificado Jesús, y no se escuchaban sino las voces de Caifás y algunos escribas y sacerdotes increpando al Jesús, que se veía cubierto en sangre. Pilato se había pasado con los azotes. ¡Pobre hombre! Adelante estaba Juan, su discípulo, y tres mujeres, una de ellas su madre. También estaban los familiares de los otros dos condenados. El cielo se comenzó a oscurecer, como si también Yahvé estuviera dispuesto a llorar. Yo me conmoví mucho viendo a las mujeres con Juan. Todo me hablaba de tristeza. José, sin embargo, estaba muy entero. Estaba triste, sí, pero entero.

—¿Qué piensas de todo esto? —le pregunté apesadumbrado.

—Pues que este hombre venía Dios.

—Yo pienso lo mismo; y que tenía razón cuando decía que hemos matado a todos los hombres que han venido de parte de Él. El pueblo de Israel va a tener un castigo grande por parte de Dios. Somos su pueblo elegido, y no hemos sabido corresponder a todo el amor que nos ha dado. A mí se me ha quedado grabado lo que me dijo la primera vez que lo vi: que teníamos que ir ante Dios con la sencillez que tienen los niños; he tenido muchas oportunidades de reflexionar al respecto; Dios quiere que seamos sus hijos, para Él poder ser nuestro Padre. Así es como Él quiere tratarnos; no como a un juez que nos condena, sino como a un Padre que nos ama y que nos salva. —De repente la tierra se puso a temblar con mucha violencia en la Calavera, y vi al centurión que se arrodillaba ante Jesús.

—Ha muerto —me dijo José—, ¡Rápido! ¡Vamos donde Pilato!

—¿Para qué? —le pregunté.

—Es la hora de nona; tenemos que descolgar a Jesús y enterrarlo antes de que llegue el sábado[1]. —“José tiene todo claro en su cabeza”, pensé. “Lo mejor es seguir todas sus indicaciones”. Fuimos caminando con rapidez a la Fortaleza Antonia. Esa noche, además, había que comer el cordero Pascual; mis hijos se habían encargado de todo en mi casa.

—¿Tienes ya tu cordero en casa? —le pregunté.

—Desde esta misma mañana. En parte, por eso tardé tanto en llegar a acompañar al Maestro. He pensado una cosa; tenemos que poner el cuerpo de Jesús en una sábana; yo me encargo; pero por favor compra tú la mirra y el áloe para poner en su tumba.

—Tardaré un poco —le dije.

—No te preocupes. Voy a ir donde Pilato y a comprar la sábana, mientras tú compras lo otro. ¿A dónde vas a ir?

—La perfumista que vive cerca del Sanedrín. —Estábamos ya en las escaleras de acceso a la Fortaleza.

—Perfecto; nos veremos aquí mismo en un momento.

—De acuerdo, le dije.

Así que me fui a buscar la mirra y el áloe. Yo sabía que esta perfumista vendía ambas, así que no me preocupé mucho. Estaba triste; el Maestro había sido todo un referente importante para mí, porque todo lo que había dicho del corazón de Dios me sobrecogía; Yahvé a Moisés no se le mostraba como un Padre; era un Dios de la guerra, porque el pueblo de Israel era un pueblo cautivo. Pero los árboles no nos deben tapar el conjunto del bosque. En esa época Dios era, más que un guerrero, un defensor de su pueblo, que había sido acorralado en un rincón del mundo y que necesitaba una tierra para vivir. Sin embargo, Jesús había cambiado toda la manera de ver a Dios, presentándolo como un Padre que nos escucha y con quien debemos tener confianza y humildad, con el fin de ponernos en sus manos, como se pone un hijo.

Llegué a casa de la perfumista, y logré comprar cien libras romanas del compuesto de mirra y áloe; menos mal. Me tuvo que ayudar un criado de la perfumista, porque las cien libras era mucho peso para mí[2]. Esperaba que a José le hubiera ido tan bien como a mí; salí rumbo a las escaleras de la fortaleza con el criado y su peso al hombro. Cuando llegué allí, aún no había llegado José, pero no tardó demasiado.

—¿Qué tal con Pilato? —le pregunté.

—No se creía que Jesús hubiera muerto tan pronto y le tuvo que preguntar al centurión. Aquí está la sábana. Es entretejida y grande, para que podamos desdoblarla y que pueda caber completamente el cuerpo del Maestro. —Yo di señales de aprobación.

—Este chico lleva el compuesto de mirra y áloe; es bastante pesado para mí.

—¡Vamos! Ya lo tenemos todo. —Así que salimos rumbo a la Calavera. José me miró y me dijo:

—Estamos haciendo una buena obra por Él y, sobre todo, por su madre.

Yo asentí. José era un hombre rico, nacido en Arimatea, ciudad que estaba muy cerca de Ramá. Había sido muy valiente en toda la defensa de Jesús, ante el Sanedrín, y más ahora yendo donde Pilato a pedirle el cuerpo del Señor. Cuando llegamos estaban bajando los cuerpos de los tres ajusticiados. La madre de Jesús y las dos mujeres que la acompañaban, estaban llorando; Juan, su discípulo, estaba ayudando a bajarlo para que, al menos ahora que estaba muerto, el cuerpo del Maestro no sufriera ningún daño más.

—Yo lo quiero lavar —dijo su madre.

—¿No quieres que lo hagamos nosotros? —le preguntó Juan.

—No Juan —dijo con una entereza admirable—; lo quiero hacer yo.

—Ya tenemos listo todo para el enterramiento —dijo José.

—¿Dónde lo vamos a hacer? —preguntó Juan—; me había olvidado de todo con lo que ha sucedido.

—José ha pensado en todo —les dije yo—; es increíble su lucidez.

—¡Qué va! —protestó José—; es lo mínimo que podemos hacer por Él. Yo tengo un huerto aquí al lado con una tumba excavada en la roca.

—¡Bendito seas! —exclamó su madre. Una de las mujeres que la acompañaban dijo:

—Yo voy a ir a una casa aquí cerca, para pedir un poco de agua para lavarlo y unos lienzos para envolverlo.

—Ya he comprado yo los lienzos —dijo José—; y Nicodemo ha comprado mirra y áloe que pondremos en su tumba.

—¡Benditos seáis! —volvió a decir su madre.

—Yo te acompaño —dijo Juan a la mujer que iba a pedir el agua. Al poco tiempo volvieron con una jofaina, dos pequeños lienzos y una jarra de agua.

—Es lo que hemos podido conseguir —nos dijo.

—Ayudadme a llevarlo a aquella piedra —señaló su madre.

—Ahí comienza justo mi huerto —anotó José.

—No tengo cómo pagaros —agradeció su madre.

—No hace falta; ¡La bondad de Jesús ha pagado todo y más! —Su madre comenzó a limpiarlo con mucho recogimiento.

—Yo lo lavé por primera vez, y ahora estoy lavándolo por última —dijo su madre, llorando silenciosamente.

Juan la besó, como si fuera su hijo, ayudándole a sostener los brazos y las piernas de Jesús para poder limpiarlo. Cada vez que limpiaban, aplicaban el compuesto de mirra y áloe y el jardín se llenaba de un agradable aroma; ya estaba casi atardeciendo. Lo limpiaron primero la espalda, y luego por delante. Su madre lo hacía con una unción encomiable, y un dolor que traspasaba las almas.

—Nos tenemos que dar prisa; la tumba está allí —dijo José, señalándola.

Lo acostamos entre todos sobre la sábana, con los pies en un extremo y la cabeza en la mitad; pusimos dos leptones en sus ojos y después doblamos la otra mitad de la sábana sobre Él[3]; antes de cubrirlo, su madre le dio un beso y lloró profundamente. Juan no dejó de abrazarla ni un solo momento. Atamos su cuerpo con unas cuerdas que también había conseguido José, y le pusimos un sudario sobre la cabeza, que también atamos al resto del cuerpo[4]; la cueva que iba a servir de sepulcro, era de poca altura; tenía dos cámaras y, en la segunda, una repisa de piedra para poner el cuerpo. Allí lo pusimos y luego, entre todos y ayudados por unos palos, movimos una piedra muy pesada, que le servía de puerta.

Había muerto Jesús y, con Él, había muerto también otra oportunidad perdida por el pueblo de Israel. Ahora que ha pasado algo de tiempo, no sé realmente quién fue el culpable de todo esto. ¿Caifás? ¿El Sanedrín? Muy probablemente habría que concluir que todos somos culpables, porque ninguno hizo lo suficiente para que Jesús fuera aceptado por las autoridades.



[1] El día cambiaba entre los judíos, cuando llegaba el atardecer y se veían tres estrellas.

[2] 100 libras romanas equivalen ahora a 34 Kg.

[3] La descripción que hace Nicodemo es justamente como se cree que, según la sábana santa, enterraron a Jesús. Incluso el detalle de los leptones; recientemente, investigadores de la síndone han descubierto, en los ojos de la sábana, marcas de monedas acuñadas en tiempos de Poncio Pilato.

[4] Probablemente este sudario es el que se venera en Oviedo, España.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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