LA VERDAD
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
El Sumo Sacerdote lleva a Jesús donde Pilato
Pilato no encuentra motivo de condena
"Yo soy rey"
"¿Qué es la verdad?"
Pilato envía a Jesús a Herodes Antipas
Encabezado superior:
documento atribuido a Poncio Pilato[1].
Cuando
comenzaba la Pascua judía, todo era un dolor de cabeza en Jerusalén. La
Fortaleza Antonia servía para disuadir a este pueblo tosco y violento de rebelarse
contra nosotros, que no habíamos hecho otra cosa que civilizarlos para incluirlos
en un imperio al que no merecían pertenecer. Además, la excelente situación
estratégica de la Fortaleza no aseguraba mantener a todos estos fanáticos a
raya porque lo más probable era que en una revuelta hubiera muchos muertos; y
eso, justamente, era lo que más odiaba el Divo Tiberio[2].
La
noche anterior era la que ellos llaman “de los ázimos”, cuando se comen un pan
duro, hecho sin levadura y ya, desde entonces, habían comenzado los problemas:
unos ladrones habían hecho un destrozo importante en casa de un sacerdote
judío, y habían herido a su mujer. Mientras esto sucedía, yo había estado
trabajando en unos informes y no me acosté tarde, pero sí había bebido mucho
vino y no había logrado dormir bien. Un ruido, temprano en la mañana, me
despertó.
—¡Mi señor! —me dijo Casio a través de la
puerta.
—¿Qué quieres? —le pregunté sintiendo los
efectos de una resaca pulsante.
—El Sumo Sacerdote.
—Mi suma pesadilla, querrás decir —le
dije con un poco de apatía—. ¿Qué quiere ahora?
—Viene con otros sacerdotes y traen un
prisionero.
—¿”Prisionero”, ellos? —Casio no
respondió. Qué pesado era Caifás. Venía siempre a pedirme las cosas más
extravagantes. ¡Ahora me trae un prisionero! ¿Habrá trabajado un sábado? Porque
ese es el tipo de cosas que le preocupaban a este hombre que, supuestamente, era
el líder de todos los judíos.
Me levanté y miré al lado; Claudia, mi
mujer, dormía. Me puse la túnica y el manto antes de salir. En los días de la
fiesta, yo dormía en la Fortaleza Antonia. No me arriesgaba a dormir en ningún
otro sitio, con los zelotes pululando por todo Jerusalén. “Se estaba mejor en
Tarraco”[3],
me decía Claudia, y tenía toda la razón. Israel era una pesadilla, en cambio
los íberos eran gente decente; gente culta que apreciaba el arte y la
civilización. Salí al pasillo donde estaba Casio, esperándome.
—¿Dónde están? —le pregunté.
—En el patio; no quieren entrar en el
pretorio[4]
por no contaminarse. —Yo sonreí burlonamente.
—El contaminado voy a ser yo por
levantarme a esta hora para atenderlos. —Salí al patio de entrada. Traían a un
pobre hombre apaleado a golpes, que parecía tener sangre adherida por todo el
cuerpo. Lo hice llevar inmediatamente al pretorio, que era donde se reunía la
tropa, mientras iba a hablar con los sacerdotes. Me senté en mi silla
preferida, la que tenía el respaldo en forma de X.
—¿Qué pasa? —les pregunté.
—Gobernador, te hemos traído a hombre porque
ha estado alborotando a nuestro pueblo.
—¿Alborotando? —dije sonriendo
socarronamente—. No entiendo.
—Ha estado prohibiendo pagar tributos al
César.
—¿Y quién es Él para prohibir nada? ¡Será
un loco!
—También dice que él es el Mesías Rey.
—¿Él dice que es vuestro rey? —les
pregunté divertido.
—Sí gobernador.
—¿Qué irá a decir Herodes cuando se
entere? —les dije irónicamente. ¡Qué estupidez! Un pobre hombre diciendo que él
era rey. ¿A quién le importan este tipo de locos?—¿Y eso es verdad? —les
pregunté con el fin de tener alguna idea de las intenciones reales de Caifás.
—No gobernador; ése es el problema.
—Yo no veo “el problema”; ¿Eso es un
delito? A lo mejor si armara un ejército, sí podría llegar a ser delito; ¿Pero
por decirlo?
—Gobernador, si éste no fuera un
malhechor, no te lo habríamos traído. —dijeron para justificarse.
—Yo no veo nada malo en eso —sentencié—. ¿Ahora
puede venir uno diciendo que es Júpiter, y yo lo tengo que meter a la cárcel?
Más bien, tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestra Ley.
—Nosotros
no tenemos el poder para matar a nadie —me respondió Caifás con ese aparente
servilismo que a mí tanto me enfadaba.
—¿Matarlo?
¿Y por qué vais a matarlo? —les pregunté; ellos no
contestaron, y yo los miré con evidente fastidio; hice una seña de desprecio
con mi mano y me fui al pretorio a hablar con el prisionero.
—¿Tú
dices que eres el Rey de los judíos? —le pregunté. El hombre estaba
deprimido y cansado, y me contestó con otra pregunta:
—¿Me
preguntas eso porque tú lo sabes, o porque te lo han dicho los sacerdotes?
—Yo
de estas cosas no tengo ni idea, porque yo no soy judío. El Sumo Sacerdote te
está acusando —le dije intentando tirarle de la lengua—, ¿Qué has hecho para
que te traigan amarrado y golpeado y que te quieran condenar a muerte?
—Mi
reino no es de este mundo —me dijo calmadamente; de hecho nunca había visto a
alguien que estuviera en este trance, y que hablara tan mansamente—. Si fuera
de este mundo, ya mis soldados habrían venido a luchar para salvarme.
—Vamos
a ver; ¿Entonces tú sí eres un Rey?
—Sí
—me contestó mientras asentía con la cabeza—; soy rey; nací para ser rey y para
dar a conocer la verdad. —Yo lo miré de arriba a abajo; el
hombre no parecía ningún rey; solo un pobre hombre acusado por una autoridad que
yo ya estaba comenzando a detestar. El hombre continuó—: todo el que viene de la
verdad, escucha mi voz y…
—¿Verdad?
—le interrumpí—, ¿Y para ti qué es la verdad? —le dije con toda la
ironía posible. El hombre se quedó callado. Yo no entendía por qué no se
defendía. Cuando me traían a un acusado, siempre trataba de defenderse con uñas
y dientes; éste no; iba contestando a todo con una retórica extraña y una paz
que yo no lograba comprender. Entonces volví a salir donde los chiflados del
Sanedrín y les dije:
—Yo
no veo por cuál delito queréis acusar a este hombre. ¿Por qué me lo traéis? —Comenzaron
todos a gritar al tiempo. Yo les entendía poco, pero gritaban con mucha fuerza.
Ya estaba perdiendo la paciencia y me dolía la cabeza, más por atenderlos, que
por la resaca. ¿Qué había hecho este hombre? Me fui a hablar otra vez con Él, a
ver qué más averiguaba.
—¿No
oyes de todas las cosas que te acusan? —Pero Él no
respondía nada. Ni en el pretorio, con el prisionero, ni en el patio con los
sacerdotes lograba aclararme. Volví a salir, y por fin les pude entender algo:
—Está
haciendo crispar los ánimos de la gente enseñando doctrinas falsas por toda
Judea y por Galilea.
—¿Cómo
así que por Galilea?
—Si
gobernador; el hombre es galileo —me respondió Caifás.
—¿Y
si es galileo, por qué no lo habéis llevado al palacio de Herodes Antipas
directamente? —les dije con hastío—. ¡No me hagáis perder el tiempo! No sé por
qué venís a mí. Antipas está ahora en Jerusalén, y él es el que manda sobre
Galilea. Además si este hombre es rey de verdad —les dije con toda ironía—, tendrá
que pelear contra Antipas; no contra mí. ¡Llevadlo a su palacio!
Ellos
se fueron de mala gana. Yo volví a entrar en la fortaleza, con peor gana que
ellos. Ya Claudia se había levantado, y estaba dándose un baño. Estos me traían
a ese hombre por envidia, ¿O por qué? Un misterio más para la lista de esta
región. La civilización romana no les había servido para nada, porque seguían
anclados en su religión absurda. La Pascua judía; ¡Qué pesadilla! Lo que no
sabía yo, era que la pesadilla apenas estaba comenzando.
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