DESPRECIADO Y DESECHADO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Claudia, mujer de Poncio Pilato
Barrabás
La flagelación
La corona de espinas
Jesús es condenado a muerte por Pilato


Documento atribuido a Poncio Pilato.

Había comenzado ya el sacrificio de los corderos en el Templo de Jerusalén, ese espectáculo sanguinario y cruel con el que los judíos honraban a su Dios. Desde la fortaleza, solo se alcanzaba a ver la fila de la gente, cada uno con su cordero, pero me habían contado que a la entrada del Templo sacrificaban al animal y que luego hacían una cadena de sacerdotes llevando su sangre hasta el interior donde la quemaban en el altar. ¡Qué asco! Además todo el parloteo y la mezcla de música, balidos y gritos hacía aún más incomprensible el rito.

Esas costumbres religiosas extravagantes chocaban con las romanas, porque en las ceremonias religiosas a nuestros dioses no podía escucharse absolutamente nada, guardando un profundo respeto por ellos todo el tiempo. Tal vez por eso, pueblos como el judío, no progresaban nunca y en cambio Roma era la capital del mundo civilizado. Volvió Casio, y volvieron los problemas:

—El Sumo Sacerdote lo busca otra vez —me dijo.

—¡Pfffff! —exclamé—. ¿Es que no me puede dejar en paz? —Me recosté un poco mejor en mi sillón mullido, y sacudí la cabeza hasta que al fin me levanté maldiciendo el nombre del Sumo Sacerdote y de sus amigos. Cuando estaba saliendo para atenderlo, vino un sirviente de Claudia, y me dijo con la mirada abajo:

—Mi señor: el ama manda a decir que no le haga nada malo a ese justo, porque soñó con Él, y ha sufrido mucho esta noche.

—¡Y ahora, como si fuéramos pocos, las mujeres metiéndose en el asunto! —exclamé.

Salí manoteando como si espantara los sueños de Claudia, e hice señas con el fin de que “rescataran” al preso de las garras de los sacerdotes. Mis guardias lo tomaron y lo trajeron a la tribuna. Caifás y los suyos esperaron abajo, serviles como siempre.

—¿Qué ha pasado con Herodes Antipas? ¿Él tampoco condena a vuestro Rey? —Le dije, irónicamente.

—¡Él no es nuestro Rey! —bramó airado—. Antipas solo te lo ha devuelto como señal de cortesía.

—Sí; pero si me lo ha devuelto, es porque él tampoco encuentra un motivo para su condena —le dije, como si fuera posible que reflexionara un poco. Yo sabía que los sumos sacerdotes me lo traían solo por envidia; los conocía y sabía cómo eran estas víboras.

En ese momento se escuchó una gran algarabía porque venía mucha gente a pedir la libertad de un preso, que yo solía conceder por su fiesta. Seguramente iba por fin a poder dejar libre a este hombre porque, el otro preso que yo tenía en la fortaleza era un tal Barrabás, un asesino peligroso que podía poner a toda la ciudad en peligro. Como el patio estaba lleno de gente, seguramente el populacho iba a preferir a un hombre querido por el pueblo y al que incluso habían recibido con palmas una semana antes, según mis informes; los del Sanedrín iban a terminar bastante decepcionados.

—¡Bien! —le dije a la multitud, ignorando a Caifás—. Es costumbre que yo os ponga en libertad a un preso por la Pascua. Pensadlo bien. ¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos? ¿O a Barrabás el asesino?

—¡A Barrabás! —gritaron Caifás y los suyos. Como el patio entero no había respondido, sino únicamente los que estaban adelante, volví a preguntar, esta vez gritando:

—No he escuchado bien; a quién os suelto, ¿A Barrabás o a Jesús?

—¡A Barrabás! —comenzaron a gritar todos—¡A Barrabás!

Yo me quedé desconcertado, pero se ve que los recién llegados venían a buscar la libertad del asesino. La gente gritaba más y más; cuando ya era demasiado obvio lo que querían, le hice señas a Casio para que lo soltara. El asesino se fue corriendo entre la multitud.

—¿Y entonces qué queréis que haga con el que vosotros llamáis Rey de los judíos?

—¡Crucifícalo! —gritó Caifás.

—¿Crucificarlo? El castigo de la muerte es únicamente para los criminales. ¡Este hombre no ha hecho nada malo! —Entonces la turba comenzó a gritar más fuerte:

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! —Yo hice señas con el fin de que se callaran, y les dije:

—¡Ya os he dicho que no ha hecho nada malo!

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! —gritaban más fuerte. ¿Qué tenían estos contra este hombre? Les hice señas de que hicieran silencio y les dije:

—No lo voy a crucificar pero, para complaceros, lo haré castigar y luego lo voy a soltar.

Caifás y sus amigos callaron, decepcionados, mientras mis guardias llevaban al hombre al patio del pretorio. Yo pedí una copa de vino, mientras azotaban al hombre. Más tarde me contaron que lo habían desnudado, lo habían azotado y que, después, le habían puesto el manto púrpura con el que había venido; tomaron unas espinas y trenzaron lo que parecía una corona y se la hincaron a golpes sobre su cabeza; luego le dieron una caña, a modo de cetro, y, acercándose a Él, se arrodillaban y le decían: “Salve, Rey de los judíos”, como si fuera un rey, y lo escupían. ¡Qué escarnio al que había sido sometido este pobre hombre, y todo por la envidia de los sacerdotes! Lo trajeron coronado de espinas y sangrando; se habían pasado mucho los esclavos egipcios con el látigo, y lo habían dejado medio muerto. Yo estaba convencido de que ya la sed de sangre de estos sacerdotes inhumanos debía quedar saciada. Salí otra vez al patio con Él, y les dije en voz alta:

—¡Ya lo he castigado como queríais! Ahora lo voy a soltar, porque no ha cometido ningún delito. ¡Aquí tenéis al hombre! —Entonces Caifás, incitando a la muchedumbre, volvió a gritar:

—¡Crucifícalo! —Y luego todos los demás gritaron también:

—¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! —No me extrañaría nada que Caifás hubiera repartido dinero para lograr que toda la gente estuviera gritando de esa manera, porque no era normal la virulencia que traía esta turba. No sé por qué llamaban a esto una fiesta: mataban corderos todo el día y ahora querían matar a este hombre, que no había hecho nada malo. Entonces les dije:

—¡Decidme qué mal ha hecho! Si queréis, tomadlo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro ningún delito en lo que dice. —Caifás replicó:

—Nosotros tenemos una ley y según esa ley debe morir, porque ha dicho que es el Hijo de Dios.

—Ya os he dicho que si viene aquí un hombre diciéndome que él es Júpiter, hijo de Saturno, no tengo por qué matarlo porque, evidentemente, está loco. —Yo me quedé pensando en nuestra religión, en la que había dioses hijos de dioses: “¿Será Jesús, en realidad, un Júpiter, hijo de Saturno, o algo así?”. Entonces me llevé a Jesús al pretorio y le pregunté:

—¿De dónde eres tú? —Pero Jesús no contestó nada; yo estaba desconcertado con un hombre apaleado, azotado y medio muerto que podía estar a punto de ser condenado a muerte y que, sin embargo, no mostraba el menor interés por su defensa. ¿Qué hacer con un hombre que no se ayudaba defendiéndose a sí mismo?

—¿A mí no me contestas nada? —le dije—; tú no te das cuenta en la situación en la que estás; vas a morir si yo no te suelto, ¡Y tengo el poder para hacerlo! —Jesús me respondió, casi sin poder articular palabra debido a los golpes que había recibido:

—El poder que tienes viene dado desde arriba. Los que me han entregado a ti no le deben obediencia a nadie y, por eso, serán más culpables que tú. —Salí otra vez al patio con Jesús, a la pesadilla con el Sanedrín, y las venas estallándome en la cabeza.

—Si lo sueltas vas a ir contra el César —me gritó Caifás sin yo decirle nada—; porque todo el que dice ser rey se enfrenta al César. —Yo no les hice mucho caso a lo que decían porque era evidente que Jesús no era ninguna competencia para el César.

—¡Aquí tenéis a vuestro Rey! —les grité.

—¡Quítalo de ahí! ¡Crucifícalo! —me gritó Caifás de vuelta.

—Pero no lo entiendo; ¿Por qué queréis que crucifique al Rey de los judíos? —Entonces replicó Caifás:

—¡Nuestro único rey es el César!

¡Increíble! ¡Le declaraban fidelidad al César! ¿Hasta dónde puede llegar su odio? Unos sacerdotes de buena posición social rebajándose para exigir la muerte de un galileo pobre, que lo único que tenía era un manto púrpura y una corona de espinas puesta por los soldados. Seguían gritando hasta que pensé: “¡Qué pesadilla! En realidad la muerte de este pobre hombre va a ser lo único capaz de acallar los anhelos sádicos de quienes deberían estar dando ejemplo a su propio pueblo; y encima, ¡Y el hombre tampoco se quiere defender!”. Entonces, ya un poco harto, tomé agua y me lavé las manos delante de la gente diciendo:

—Soy inocente de la sangre de este justo. Vosotros veréis qué hacéis. —Uno de ellos respondió:

—No te preocupes; ¡Seremos culpables nosotros y nuestros hijos!

—¡Anda Casio! —le dije a mi centurión—, crucifica a este pobre hombre.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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