AMBICIÓN

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Judas cuenta su vida dentro de los doce
Motivación de Judas para traicionar a Jesús
Judas devuelve las treinta monedas
Judas se ahorca


Manuscrito sin firma ni encabezado encontrado en la parte alta de la terraza, en la esquina oriental de las murallas del Templo, y comprado por Juan, mi maestro, a una mujer que lo encontró. Por lo que se lee en él, parece que pudo ser escrito por el ahorcado que encontraron en el fondo del barranco el viernes 14 del mes del Nisán. No se sabe qué fue lo que sucedió en realidad; el hombre ató un extremo de la cuerda a una almena de las murallas, y se colgó lanzándose al vacío. Nadie sabe si la cuerda se rompió en cuanto se ahorcó o si alguien, tratando de recuperar el cadáver, lo dejó caer a la parte baja de la muralla. Allí, ese cuerpo exánime fue a estrellarse contra las piedras de abajo y se abrieron sus carnes.[1]

Seguí a Jesús, porque creía en Él, en su poder y en su gloria. Muchas veces lo hablé con mi amigo Simón el cananeo, discípulo como yo de Jesús. El Maestro era el Mesías, el futuro Rey de Israel que nos iba a liberar de los romanos, haciendo realidad el sueño de todos los grandes profetas y mártires de Israel. Era el nuevo Moisés que nos iba a librar de nuestros enemigos, con la ayuda de Dios mismo.

Primero llamó a su lado a un publicano. “Inteligente jugada”, pensé yo en ese momento; “llama a su grupo a un publicano con el fin de enterarse de dónde guardan el dinero, para ir a robarlo”. Sin embargo, toda la situación fue dando un giro que yo no esperaba: el publicano se volvió uno más de nosotros, y nunca Jesús le pidió saber dónde guardaban los romanos el dinero.

Hablaba en contra de los fariseos, como si ellos fueran sus enemigos. “Concéntrate, Jesús”, pensaba yo, “tus enemigos están en otros lados”. Peleaba con los del Sanedrín. ¿Quién, que quiera liberar a Israel, pelea con los del Sanedrín?  “Las revoluciones vienen siempre de la aristocracia”, había escuchado yo en algún lado, y tenían razón. Solo los aristócratas sabemos lo que necesita el pueblo ignorante. Jesús se debió aliar con los aristócratas, no vivir obsesionado con los pobres, como estaba Él. “Vende lo que tienes y dale el dinero a los pobres”, le dijo a uno. ¿Cómo se le ocurría? Yo no vivía satisfecho con mis compañeros; la verdad es que eran bastante torpes: pescadores, artesanos y hasta el publicano. ¿Qué podía yo hacer con ellos? Solo Simón el cananeo tenía sangre en las venas. Creo que hasta había matado a un “penacho”[2] en una pelea.

Un día que andaba yo por Jerusalén, un hombre de ojos muy negros me dijo:

—Tú eres discípulo de ese profeta de Galilea, ¿No?

—Sí; Jesús de Nazaret.

—Ese; ese. Tiene muchos poderes, ¿Verdad? —yo asentí, y lo miré a los ojos; los tenía oscuros, oscuros, casi negros. —Yo creo que Él puede liberarnos de los romanos, pero es una lástima que lo estén buscando las autoridades para matarlo. Y lo malo es que seguramente a vosotros también os pueden coger presos.

—¿Para matarlo? —el hombre asintió; yo me preocupé.

—Pero tú podrías entregárselo a las autoridades, y así librarte de la cárcel. Además que seguro te darían un buen dinero.

—¿Dinero? —el hombre asintió y dijo:

—Las autoridades tienen mucho dinero; seguro querrán recompensar a un buen judío como tú.

Yo me quedé pensando un rato mientras comenzaba a caminar. El hombre dio media vuelta y se fue. ¿Jesús sí iba finalmente a liberar a Israel? Yo lo había visto caminar sobre las aguas y calmar tempestades. ¿No iba a tener la fortaleza de librarse de cualquiera que se interpusiera en su camino? ¡Seguro que sí! Y lo del dinero no era mala idea. Me fui caminando despacio hasta la casa de Caifás, el Sumo Sacerdote, sin saber aún qué proponerle. Seguro que si yo les entregaba a Jesús, el Maestro haría un conjuro y se escaparía. Y a mí unas monedas no me irían mal.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó el Sumo Sacerdote cuando pude hablar con él.

—Judas de Keriot, señor —le respondí con respeto.

—¡Keriot! Bonito pueblo, ¿Vas allí con frecuencia?

—Últimamente no, señor, pero allí tengo a mis padres y un campo donde sembramos trigo. —Y comenzamos a hablar de mi vida en el grupo de los doce, hasta que el Sumo Sacerdote se destapó:

—Podemos hacer los arreglos con el fin de darte unos tetradracmas de Tiro —me dijo—; son unas monedas grandes de plata. ¿Las conoces?

—Sí, claro. ¿Y cuántas me daríais?

—Pues no sé; unas veinte.

—Son pocas —le dije.

—¡Hay que trabajar mucho para conseguir una sola de esas monedas! —protestó Caifás.

—Sí, pero Jesús de Nazaret puede ser muy escurridizo —argumenté; ya me estaba comenzando a arrepentir de haber ido; veinte monedas era bastante dinero, pero no lo suficiente. Me levanté de la mesa, negando con la cabeza y salí de la estancia donde estábamos, rumbo hacia la puerta. Iba a salir, y escuché un grito:

—¡Judas, espera! —yo me detuve; era Caifás mismo, que había venido a buscarme— ¡Venga hombre! No te pongas así; ven que yo sé que estás haciendo lo correcto, y te quiero proponer un trato —dudé, pero al fin volví donde estaban.

—Voy a darte treinta tetradracmas, ¡Pero ni una más!

—De acuerdo —dije—, yo os puedo conducir directamente donde Él está. —Le conté que ese día estábamos andando por varios sitios de la ciudad pero que el día de los Ázimos era perfecto porque, seguro, íbamos a estar en algún sitio fijo.

—¿Es peligroso? —me preguntó prevenido.

—Ya lo habéis visto hacer prodigios; podría escaparse si no sois lo suficientemente rápidos. Tenéis que enviar a vuestros mejores hombres.

—No te preocupes; en la guardia del Templo tenemos gente muy capaz. Un poco atolondrados, quizá, pero sí son fuertes —envió a uno de los suyos por las monedas y me las dio; yo las tomé y las escondí entre mi ropa, debajo del cinturón que me ajustaba la túnica. Yo salí de ver a Caifás, un poco inquieto, y me fui a buscar a los demás, esperando que llegara el día de los Ázimos, previo siempre a la Pascua.

Como no hay plazo que no se cumpla, ese día llegó, y al atardecer fuimos a una casa, que quedaba cerca de la del Sumo Sacerdote, y subimos a un salón amplio que le habían prestado a Jesús. Pensé en aprovechar el momento de la cena, pero en realidad el lugar perfecto iba a ser más tarde, en el huerto, donde le gustaba ir en la noche.

No sé qué sucedió durante la cena, porque fue todo muy extraño. Yo le pregunté si yo iba a ser el traidor y me dijo que sí, o sea que Él ya lo sabía. Es más, me dijo: “Haz pronto lo que vas a hacer”. ¿Sería que Él ya estaba concienciado de que era la hora de actuar en contra de los romanos? A lo mejor sí. Él algunas veces adivinaba los pensamientos de la gente; ¿Era posible que hubiera adivinado todo y que, incluso, estuviera de acuerdo con lo que yo estaba haciendo? Quién sabe si, incluso, me fuera a pedir parte de los tetradracmas. Pude salir de la casa de la cena, y me fui directamente a la casa del Sumo Sacerdote. Pedí verlo, pero estaba ocupado. Cuando me pudo atender me dijo:

—¿Dónde está el nazareno?

—Me tiene que acompañar la guardia —le respondí.

—Sí; ya lo sé; ¿Pero dónde está?

—Está en la ciudad ahora mismo, pero yo sé a dónde va a ir más tarde.

—De acuerdo, Judas; ¡Malco! Ven aquí.

—¿Necesita algo, señor? —preguntó el tal Malco, un criado del Sumo Sacerdote.

—Sí; quiero que vayas con este caballero; toma a varios de los criados y vete con él; y ve directamente al Templo. Allí encontrarás a la guardia. Habla con Yahil y dile: “El Sumo Sacerdote te manda a decir que las alas del pájaro están listas para ser cortadas”. Él entenderá.

—Tenéis que llevar armas —les dije—; Jesús no es de esos que se va a dejar atrapar así como así. Es muy poderoso; tened en cuenta que yo lo he visto hacer prodigios de todo tipo. ¡Hasta ha resucitado muertos!

—¡Anda! —dijo el Sumo Sacerdote escéptico—; pues a ver cómo se maneja con una espada. Y si no tenéis suficientes espadas, llevad palos.

—Además está acompañado y sus discípulos no son debiluchos.

—Malco, adviértele todo esto a Yahil. Él y sus hombres son fuertes; no creo que estos campesinos puedan darles suficiente pelea.

Salí por la ciudad con el tal Malco, su primo que también era criado de Caifás, y otros tres.

—¡Esperad un momento aquí! —les dije.

—¡Pero muévete! —me dijeron—, y no nos vayas a hacer ninguna jugada.

Entonces pasé por la casa de la cena; ya no se escuchaba movimiento al interior, señal de que ya habían salido todos hacia el Monte de los Olivos. Volví donde estaban Malco, su primo y los demás y nos fuimos hacia el Templo. Caminábamos por las calles desiertas, mientras la luna llena de Pascua lo iluminaba todo, cuando lograba escaparse de las nubes que la rodeaban. Llegamos al Templo, y allí estaba la guardia.

—¿Quién es Yahil? —preguntó Malco.

—¿Quién averigua por él? —preguntó a su vez uno de ellos.

—Un criado del Sumo Sacerdote.

—Soy yo. ¿Qué pasa? —respondió el hombre.

—Que las alas del pájaro están listas para ser cortadas —le respondió. Yahil dio un respingo.

—¿Tan pronto? —preguntó.

—Parece que sí.

—¿Y dónde está el pájaro? Porque yo lo he visto revoloteando por aquí por el Templo, pero como no tenía órdenes no hice nada.

—Este hombre sabe dónde está —dijo, y me señaló.

—¡Vaya!, ¿Y este quién es?

—A ti no te importa —le contesté sin muchas ganas de hablar.

—Eres peleador, ¿Eh?

—No; simplemente no me gusta que se metan en mis asuntos —zanjé.

—Bueno, bueno —dijo Malco—; la pelea para más tarde. Yahil, tienes que ir preparado para lucha dura.

—¿Por qué? —preguntó Yahil.

—Porque el tal Jesús es un hechicero que es capaz de resucitar muertos. —Yahil y los demás se rieron.

—¡Pues a ver si se resucita Él mismo! —bromeó.

—Es en serio. El hombre es muy poderoso. —les dije—. Además está acompañado de gente fuerte.

—Está bien, sabihondo. ¿El “asunto” es ya?

—Tenemos tiempo; organizaos bien —les dije. Se pusieron las protecciones y tomaron sus espadas. Malco, su primo, y los otros tres tomaron unos garrotes sólidos.

—¿Así está bien? —me preguntó Yahil mostrándome después de un rato con orgullo a todos los de la guardia, que venían armados; eran como veinte.

—Bien —repuse—, como es de noche, y vosotros no lo conocéis, os digo cómo lo haremos: yo iré delante de todos; cuando lo vea, me acerco y le doy un beso en la mejilla. Así sabréis todos quién es el pájaro. Luego yo me retiro, por si se arma la pelea o por si queréis coger a alguien más preso.

Comenzamos a bajar desde la cuidad. La luna llena iluminaba los sólidos cimientos que sostenían la explanada, y les daban un ambiente fantasmagórico. Algunos que venían hacia la ciudad se apartaban cuando veían a la guardia del Templo en disposición de pelear. Llegamos al torrente Cedrón, y pasamos el puente. Ya faltaba poco. Yo sentía que el corazón se me salía del pecho. ¿Qué iba a suceder? Llegamos al Monte de los Olivos, y entramos en el huerto de Getsemaní, que quería decir “el lagar del aceite”. Comenzamos a caminar lentamente, hasta que los vi; estaban todos dormidos. Los conté y no estaban todos; solo había ocho. Faltaban tres, más el Maestro. Yahil zarandeó al mellizo; fue tal el susto que empujó a Natanael contra una piedra, sin querer.

—¿Qué sucede? —preguntó Natanael aún casi dormido, pero dolido del golpe.

—¡Todo el mundo fuera de aquí! —bramó Yahil. Todos salieron corriendo al ver tanta gente armada. La cosa iba bien; ahora venía lo más difícil. Entramos un poco más en el bosque de olivos. Yo iba el primero, según lo acordado. Entonces vi a tres que estaban durmiendo, y al Maestro que les estaba diciendo algo. Me acerqué y lo besé. Tenía la cara sucia y empolvada.

—¡Salve Maestro! —le dije mientras me limpiaba la boca después de besarlo; ¡Lo que tenía en la cara era sangre!

—¡Amigo! ¿Vas a entregar con un beso al Hijo del hombre? —me dijo; yo no respondí. Detrás de mí venían los guardias. Yo me aparté y entonces Jesús les salió al encuentro:

—¿A quién estáis buscando? —les preguntó.

—A Jesús el Nazareno —respondió Malco desde más atrás.

—Soy yo —les dijo y se adelantó. Los guardias que estaban más cerca de mí, comenzaron torpes a retroceder asustados por la fuerza con la que el Maestro les habló, se tropezaron unos con otros y cayeron al suelo. “Así no lo van a lograr”, pensé. Jesús insistió:

—Os pregunto una vez más: ¿A quién es al que buscáis?

—He dicho que a Jesús el Nazareno —repitió Malco, caminando hacia adelante.

—Ya os he dicho que soy yo. Si me estáis buscando a mí, dejad que estos se vayan. —Entonces Piedro sacó una espada y le cortó la oreja derecha a Malco, que comenzó a gritar de dolor. Yo esperaba que Jesús saliera corriendo, pero le gritó a Piedro:

—¡Basta Simón! ¡Guarda la espada! —Jesús recogió la oreja del suelo, y ¡Se la pegó en su sitio a Malco! Y después extendió las manos para dejarse atar. Piedro, entonces, salió corriendo. Creo que los otros que andaban por ahí eran los zebedeos, que también se fueron rápidamente. Entonces yo me fui a la ciudad antes que todos, llegué al palacio de Caifás, y lo mandé llamar.

—Ya vienen con Él. He cumplido mi parte —le dije para terminar el asunto.

—Bien, Judas —vete en paz.

Yo me fui, pero estaba desconcertado. ¿Por qué Jesús no se había defendido? Yo creía que Él se iba a defender. Estaba tarde, pero me fui a un hueco en las murallas de la ciudad, que yo conocía, y me recosté allí. ¡Todas las cosas que habían sucedido! Comencé a pensar en todas las conversaciones con el Maestro, sus milagros, su bondad con los enfermos. El Maestro era un poco ingenuo, pero era un hombre bueno. Yo solo me acordaba del beso, y de sentir su sangre en mi boca. “Un beso de sangre”, pensé, y vomité. Dejé que pasara un poco el tiempo, y me quedé dormido.

Estaba soñando con la espada de Piedro que me perseguía, cuando me desperté abruptamente; hacía un frío que pelaba. ¿Qué habrá pasado con Jesús? No le irían a hacer nada. ¿O sí? Me levanté; miré la luna y vi que era como la segunda vigilia. Me acerqué al palacio del Sumo Sacerdote. Había allí un guardia, al que le pregunté:

—¿Qué pasó al fin con ese Jesús de Nazaret?

—Lo tienen preso —me respondió sonriente—parece que ya mañana lo van a juzgar. Yo creo que “ése” no se salva.

—¿No se salva de qué? —le pregunté alarmado.

—De la muerte. —me respondió.

No podía ser. El Maestro era bueno; yo no creía que lo fueran a matar. Seguro que al día siguiente lo iban a absolver, o Él se les iba a escapar. Volví a mi escondrijo y me dormí otra vez. Fui a casa de Caifás y vi que el Maestro se había soltado milagrosamente de sus ataduras y estaba defendiéndose con una espada; tenía una destreza única y destrozaba a todo el que se interponía en su camino. ¡Por fin Jesús había tomado el lugar de libertador de Israel que se le había pedido! Me desperté abruptamente con los primeros rayos de la mañana. Todo había sido un sueño. Salí corriendo hacia la casa de Caifás a ver qué había sucedido.

—Se lo han llevado al Sanedrín —me dijeron los guardias.

“Sanedrín, cerca del Templo”, pensé rápidamente y salí corriendo. Pobre Jesús; debía estar sufriendo. ¿Por qué he sido tan tonto? Él es pacífico. “Si alguien te pega en la mejilla izquierda, preséntale también la mejilla derecha”, recordé. Llegué corriendo, con el aliento justo.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a un guardia.

—Acaban de condenar a muerte a Jesús el nazareno.

—¿Qué? ¿Y dónde lo tienen?

—En las mazmorras del Sanedrín —me respondió.

—¡Déjame entrar! —le dije angustiado.

—¿Quién eres tú?

—Un amigo del Sumo Sacerdote —le respondí. Entré, y vi a muchos del Sanedrín; por fin encontré a Caifás.

—¿Qué has hecho? —le dije espantado por cómo se habían precipitado los acontecimientos.

—¿Qué has hecho tú? —me contestó desafiante. Yo bajé la cabeza y le dije:

—He pecado entregando a un inocente. —Él sonrió con crueldad.

—¿A nosotros qué nos importa? ¡Ese es tu problema! —Entonces saqué las monedas de plata; las miré y, sin saber por qué, comencé a llorar; “veréis al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo”, pensé. Cerré mis ojos con fuerza y sentí los ojos de Jesús clavados en los míos; entonces le lancé las monedas a Caifás con toda la fuerza que tenía; él las esquivó hábilmente y el tintineo de monedas sonó por toda la sala. Todos me miraron con ojos que se les salían de las órbitas.

—¿Cómo te atreves? —me dijo uno de los que estaban con Caifás, pero él lo asió del brazo y le dijo:

—No te preocupes, que éste está alterado.

Yo salí llorando de allí. “He entregado al Hijo de Dios; no tengo perdón”, pensé. Jesús nos había enseñado que el Padre perdonaba todo, pero el mío era un pecado demasiado grande. “No tengo perdón”, me repetía a mí mismo entre lágrimas, una y otra vez, mientras caminaba lentamente. Subí por las escaleras al recinto del Templo, casi sin darme cuenta. “Nadie me puede perdonar”, pensé, “ni siquiera el mismo Jesús”. Allí tenían desorganizadas las sogas con las que sujetaban a los corderos que habían vendido para el sacrificio. Tomé una y caminé como un muerto en vida. Yo estaba muerto, porque había entregado a la muerte a un inocente. Me subí a la terraza de la muralla, en lo que llaman “el pináculo del Templo”. Miré hacia el torrente Cedrón; allí se veían los olivos del lagar. Mi pecado me perseguía. “¿Qué has hecho tú?”. Las palabras de Caifás retumbaban en mi cabeza. “He pecado entregando a un inocente”.

Si los otros once discípulos de Jesús lo supieran, me matarían sin pensarlo. Para mí, no iba a valer lo de “perdonar setenta veces siete”, como le había dicho Jesús a Piedro. Sin saber siquiera cómo, até la cuerda a una almena en un extremo. Mi vida ya no tenía sentido; el reino por el que había trabajado estos años nunca iba a llegar porque Jesús, el rey, iba a morir por mi culpa; el otro extremo de la cuerda lo até a mi cuello.



[1] Documento atribuido a Judas de Keriot. Este relato, coincide con Hch 1:16-19.

[2] Debe hacer referencia al penacho que tenían los romanos en sus cascos.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *