LA HORA DEL TRAIDOR
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Oración de Jesús en el huerto de los olivos
"Orad para que no caigáis en tentación"
Judas de Keriot entrega a Jesús
Prendimiento de Jesús
Curación de Malco
Extracto de una carta de Santiago el mayor
a Juan, su hermano:
—¡Hijos del trueno!, ¡Piedro! ¡Venid
conmigo! —nos dijo Jesús en la oscuridad del Monte de los Olivos. —“¿Qué querrá
el Maestro ahora que nos dice que va a irse?”, pensé, “¿Nos irá a encargar alguna
cosa?”.
Todo había comenzado en la cena. La
fiesta de los ázimos se había instaurado con el fin de agradecer a Yahvé las
primeras cosechas del año, pero como esas fechas de primavera coincidían casi
siempre con las de Pascua, las autoridades habían optado por juntarlas. El día
había comenzado con la puesta del sol, como comenzaba siempre para nosotros los
hijos de Abraham y, a pesar de que a la mañana siguiente era el sacrificio del
cordero, esa noche habíamos celebrado los ázimos. Al Maestro le habían prestado
un salón espacioso y fue allí donde celebramos la fiesta, y nos hizo una revelación
que nos dejó descolocados: Él se iba a ir, pero no nos dijo dónde.
Salimos de la cena, aún golpeados por la noticia,
y todo estaba muy extraño en Jerusalén; no sé, se palpaba inquietud en el
ambiente, que yo no sabría explicar. Cuando pasamos cerca de la casa del Sumo
Sacerdote, mi hermano Juan casi se golpea con una esquina del muro, por andar
mirando a otro sitio. Piedro estaba protestando porque él no era ningún
traidor. Bajamos la cuesta, pasamos el puente sobre el torrente Cedrón, y
comenzamos a subir al Monte de los Olivos; había allí un huerto que era el
preferido del Maestro, porque estaba protegido de las vistas exteriores. Le
decían Getsemaní, que quiere decir “el
lagar del aceite”, seguramente por algún lagar antiguo cuyas ruinas habían
desaparecido con el tiempo. La luna se levantaba majestuosa y los olivos con
sus raíces pétreas resultaban fantasmagóricos. Entramos allí, e hicimos un
corrillo alrededor de Él.
—Sentaos aquí a orar un momento —nos dijo
mirándonos a todos—; el que reza, no cae en la tentación. Yo voy a irme un poco
más adelante. —¿A qué venía todo eso? Ahí fue cuando nos llamó a mi hermano Juan,
a Piedro y a mí para que lo acompañáramos; los tres nos miramos, desconcertados
y lo seguimos.
—¿Qué pasa Maestro? —le pregunté,
mientras caminábamos hacia el interior del pequeño huerto con Él. Entonces se
comenzó a angustiar como yo no lo había visto nunca. Jesús siempre había sido
muy fuerte, y no era normal que estuviera así de preocupado.
—¿Qué te pasa? —insistió Piedro.
—Mi alma está triste, Simón. Es una
tristeza muy profunda. —Llamaba la atención que siguiera llamando Simón a
Piedro, como lo había llamado desde la cena.
—Nunca te había visto así, Maestro —le
dijo Juan, también. Jesús no respondió pero, pasados unos momentos, nos dijo:
—Quedaos aquí y no os durmáis, mientras
yo voy más adelante a orar. —Entonces, se adelantó un poco y se postró en una
piedra que había allí, como cuando se postraban los enfermos ante Él. Se le
veía agotado y deshecho. Nosotros nos quedamos preocupados. ¿Qué le sucedía?
—¡Papá! —escuché que decía. Era la
primera vez que yo lo escuchaba llamar a su Padre de esta manera. Normalmente
usaba “Padre”, que es una manera más respetuosa, diferente de “Papá”, que era
una manera más familiar y cariñosa.
—¡Papá! —volvió a decir, como si la
primera vez el Padre no lo hubiera escuchado— Si es posible, no me hagas pasar
por esto, porque serán muchos los que desprecien este sacrificio tan grande.
Sin embargo, que todo sea de acuerdo con lo que quieras tú. —Pasó un rato;
nosotros estábamos cansados, porque la noche anterior habíamos dormido mal por
el frío. Así que estábamos como en un duermevela plácido, bajo la luz de la
luna.
—¡Simón! —Exclamó Jesús de improviso y Piedro
dio un sobresalto; se despertó y aún tenía lágrimas en sus ojos, porque había
llorado pensando en que Jesús le decía que lo iba a negar. Estaba muy dormido
también y con el pelo revuelto. Juan y yo también abrimos los ojos.
—¿Pero no habéis estado despiertos ni una
hora conmigo? Recordad que el que reza no cae en la tentación, porque sois
débiles aunque vuestra alma quiera hacer el bien. —No sonaba enfadado, sino
triste y angustiado. De nuevo se fue más adelante. Los tres nos miramos y nos
pusimos a orar. Yo miré donde estaban los otros compañeros nuestros, que
dormían apaciblemente.
—¡Papá! ¡Tú sabes que yo siempre quiero
hacer tu voluntad! —escuchamos que se le quebraba la voz mientras rezaba otra
vez. Pasó otro rato; la oración se nos convertía en arrullo, y el arrullo en
sueño.
—¿Qué os pasa que os volvéis a dormir?
—nos despertó más tarde. Nosotros no sabíamos qué decirle. Juan estaba
bostezando, y Piedro estaba con tierra en el vestido. Jesús se fue de nuevo y,
esta vez, se arrodilló hablándole a su Padre una vez más:
—Papá, aparta de mí esta copa; sabes que
será muy duro beberla, pero te repito que no quiero hacer mi voluntad sino la tuya.
Volvimos a dormirnos sin querer; de repente,
me desperté, y miré a Jesús. Estaba al lado de la piedra; lo vi arrodillado,
con el pelo sobre la cara, y con sus manos trenzadas sobre la boca; entonces vi
a una figura, como un ángel, que estaba de pie y lo apretaba contra su pecho,
mientras con su mano acariciaba su cabeza, y posaba sus labios sobre ella; yo
me sobresalté y traté de mirar bien al ángel, pero en ese momento Jesús volvió
al sitio donde estábamos nosotros, e insistió:
—¿Por qué seguís dormidos, si ya está llegando
el que me va a entregar? —Me levanté y vi a Judas de Keriot, que llegaba donde
Jesús. ¿Qué significaba esto? Se veían unas antorchas que traían otros hombre,
justo detrás de él. Vino Judas, le dio un beso, y le dijo:
—¡Salve Maestro! —Era un saludo raro en
boca de Judas; él nunca saludaba así. Yo miré a Jesús; estaba con la cara como
si hubiera sudado sangre. Jesús miró a Judas, con una mezcla de decepción y
tristeza, y le dijo:
—¡Amigo! ¿Vas a entregar con un beso al
Hijo del hombre? —Yo miré hacia atrás y vi detrás de los arbustos a unos
guardias del Templo que traían antorchas, espadas y palos. Jesús entonces les
salió al encuentro, con determinación.
—¿A quién estáis buscando? —les preguntó.
—A Jesús el Nazareno —respondió una voz
que no era de los hombres que estaban más cerca de Él. Judas retrocedió pero no
se fue de allí. Ni Juan, ni Piedro, ni yo, habíamos caído en la cuenta de lo
que estaba sucediendo, y estábamos como en un sueño. Juan me miraba angustiado cuando
se despertó, mientras Piedro parpadeaba.
—Soy yo —dijo el Maestro, y se adelantó
un poco más hacia ellos. Ellos, ante la decisión con la que actuaba Jesús,
retrocedieron asustados, se estorbaron unos a otros y algunos se cayeron al
suelo; se levantaron, pero parecían sobresaltados.
—Os pregunto una vez más: ¿a quién es al
que buscáis? —volvió a decir el Maestro.
—He dicho que a Jesús el Nazareno
—repitió la misma voz del que había hablado anteriormente.
—Ya os he dicho que soy yo. Si me estáis
buscando a mí, dejad que éstos se vayan. —Piedro estaba inquieto, porque estaba
logrando comprender lo que sucedía; comenzó a moverse nerviosamente y le dijo:
—Señor, ¿nos defendemos?
Pero Jesús no le respondió. Se comenzaron
a acercar los que habían venido con Judas; algunos portaban lámparas y espadas,
otros antorchas y palos; se acercaron y tomaron a Jesús del brazo. Como otros
hombres venían también a apresar a Piedro, él se adelantó con una espada que
traía guardada, y la blandió en el aire hacia uno de ellos, un criado del Sumo
Sacerdote que había venido con la guardia. El hombre esquivó la espada, que casi
le alcanza el hombro, pero no pudo evitar que le cortara la oreja derecha. El
criado del Sumo Sacerdote comenzó a gritar de dolor, pero Jesús le gritó a
Piedro:
—¡Basta Simón! ¡Guarda la espada! —Piedro
se quedó quieto, como si fuera una estatua, ante la orden del Maestro; Jesús
recogió la oreja del suelo, lentamente, y se la pegó nuevamente en la cabeza. El
hombre se tocaba la oreja, y no entendía lo que había sucedido, porque tenía
sangre por todas partes, pero la oreja estaba en su sitio, y él ya no estaba
herido; los guardias también estaban desconcertados y quietos, porque habían
visto el ataque brutal de Piedro y el milagro que acababa de obrar Jesús, pero
sobre todos estaban inmóviles, por la autoridad que emanaba de la voz del
Maestro.
—Yo habría podido defenderme con mis
ángeles, si hubiera querido —le dijo Jesús a Piedro—, pero entonces no se habrían
cumplido las escrituras. —Entonces, Jesús puso sus manos mansamente enfrente,
para que los guardias lo ataran. Ellos vacilaron, se acercaron lentamente, y
finalmente lo ataron con rapidez, mientras Él les decía:
—¿Por qué habéis venido con espadas y
palos, como si yo fuera un ladrón? Yo he estado en el Templo enseñando todos
los días, y me habríais podido prender allí.
Los guardias callaron, mientras venían hacia
donde estábamos Piedro, Juan y yo, con la intención de prendernos también; yo
salí corriendo, presa del pánico; no me di cuenta qué pasaba con mi hermano, o con
Piedro. Yo solo corría con todas la fuerza que tenían mis piernas, hacia donde
podía; huía de ellos, pero huía también de mí mismo y de mi cobardía.
Cuando dejaron de perseguirme, me escondí
y miré desde lejos. Vi a algunos de los nuestros que iban torrente abajo;
alguno pasó el puente corriendo. Miré a los olivos y vi a alguien que también estaba
escondido cerca de los soldados, mirando, envuelto en una sábana. No podía ser
mi hermano, porque mi hermano estaba vestido con túnica y capa. Uno de los
guardias lo descubrió y salió a perseguirlo con otros dos; pude ver que era un
chico muy joven y ágil, que los esquivaba, hasta que uno de ellos lo pilló,
pero el chico soltó la sábana que lo cubría, y huyó desnudo hacia el mediodía.
Yo me llené de preguntas: ¿quién era ese chico?
¿Cómo es que Judas había venido con los guardias? ¿Por qué Jesús no había
opuesto ninguna resistencia? Ni yo, ni ninguno de nosotros lo habíamos
defendido, y habíamos dejado que lo prendieran sin hacer nada. El único que
había hecho algo era Piedro, y Jesús había impedido que peleara. ¿Por qué el
Maestro no le había permitido que le ayudara? ¿Dónde se habían ido todos? Mi
mente era un torbellino de inquietudes, de angustias y de tristezas. ¿Qué iban
a hacer con Jesús? Si los que habían venido a apresarlo eran de la guardia del
Templo, ¿no habían tenido nada que ver los romanos? Para mí todo era un
misterio. De lejos observé que, finalmente, los guardias pasaron el puente, con
Jesús atado, y comenzaron a subir la cuesta hacia la ciudad. Cuando estaban
casi arriba, salí de mi escondite. No había nadie por allí.
Entonces decidí ir a la casa donde
habíamos estado cenando; a lo mejor alguno de los demás iba a ir allí también.
Me fui a buen paso, pero sin llamar la atención, porque tenía que pasar por el
frente de la casa del Sumo Sacerdote; me arrebujé en mi capa, porque no quería
que nadie me reconociera, y pasé justo por el frente. Llegué a la casa donde habíamos
cenado y llamé; nadie respondió. Retrocedí un poco, pero de repente vi que llegaba
un chico desnudo, desde la calle, y abría la puerta que daba al patio. Entré
con él, rápidamente. Entonces lo reconocí: ¡Juan, el chico pequeño de la casa,
era el que se les había escapado desnudo a los guardias!
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