EL AMO DE JERUSALÉN
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Llevan a Jesús preso a casa de Anás y Caifás
Negación de Piedro
Juicio religioso y condena de Jesús
Ponen a Jesús en una cisterna
Extracto de una carta de Juan a su hermano Santiago el mayor
El
guardia asió mi brazo como si un león estrujara a una liebre; pero mi queja no le
valió de nada porque me apretaba más fuerte. Miré hacia atrás y vi a un criado
del Sumo Sacerdote, al que yo conocía de la casa de Caifás.
—¡Malco! —le grité—. Él, todavía estaba aturdido porque Piedro le había
cortado una oreja y Jesús lo había sanado, poniéndosela de nuevo en su lugar.
Tenía sangre en la cabeza, pero no parecía tener ninguna herida.
—¡Malco! ¡Soy yo, Juan! ¡El amigo del Sumo
Sacerdote! —Cuando el guardia escuchó “Sumo Sacerdote” me soltó.
—¡Déjalo! —ordenó Malco al guardia—. Yo lo he visto con mi señor en su palacio —dijo,
mientras les hacía señas para emprender la subida a Jerusalén.
Yo no estaba teniendo un mal sueño: finalmente
habían prendido al Maestro. Él nos lo había advertido muchas veces, pero no
habíamos querido creerle. El guardia que me había agarrado a mí y Malco se
unieron a los que custodiaban a Jesús. Yo caminaba detrás, sin hacer ruido,
como si fuera uno más de los que iban hacia la ciudad. Miré hacia atrás; no
había ni rastro de los otros once.
Entonces Judas sí era el traidor. ¡Ladrón
y traidor! ¡Raca! ¿Cuánto tiempo nos
había estado engañando? ¿Cómo había podido hacerlo si había vivido con nosotros
las mismas experiencias con el Maestro?
Terminamos de subir la cuesta, y entramos
en las calles de Jerusalén. Yo los seguía, mirando alternativamente a la
derecha, a la izquierda y hacia atrás para ver que nadie me siguiera a mí. En
una de esas miradas hacia a mis espaldas, alcancé a ver una sombra detrás de la
esquina que acabábamos de pasar. Yo seguí mi camino como si nada pasara. Los de
adelante iban a casa del Sumo Sacerdote, seguro, porque la sede del Sanedrín
estaba más cerca del Templo, y ellos habían pasado de largo por ahí. Como yo
conocía el camino, me escondí sin que el que nos seguía me viera y esperé a que
el hombre pasara. Cuando pasó, lo reconocí.
—¡Piedro! —le grité.
—¡Raca,
Juan! ¡Me has dado un susto de muerte! —exclamó dando un salto. Se puso la mano
en el pecho, porque sentía que el corazón se le iba a salir del cuerpo.
—Van a la casa del Sumo Sacerdote —le
dije.
—Sí; me lo imaginaba. Está muy cerca de
la casa de la cena; ¡vamos!
Yo lo seguí; Piedro era un hombre fuerte
y resuelto, pero ahora que habían apresado al Maestro parecía apocado y débil. Llegamos
a los palacios de Anás y Caifás que tenían como fachada tres pequeños edificios
que yo llamaba “las palomeras”, porque tenían forma de casita pequeña. A los
palacios se accedía por la “palomera” central, que daba a un pasillo cubierto;
este, a su vez, servía de entrada y separaba dos patios contiguos, uno para
cada palacio.
Anás era prácticamente el amo de
Jerusalén. Había sido Sumo Sacerdote mucho tiempo y manejaba todas las
actividades comerciales que tenían que ver con el Templo; en la ciudad se decía
que los cambios de moneda, y la venta de animales con destino al sacrificio,
eran sus negocios particulares, lo que lo hacían el hombre más rico de
Jerusalén, sin duda[1].
Llegamos a la puerta, y le dije a Piedro:
—Espérame aquí mientras entro a averiguar.
Entré por el pasillo y pude ver que los patios
de acceso estaban atiborrados de gente; se escuchaba mucho ruido al fondo en el
recibidor común, que era la primera estancia de entrada a las casas. Allí
estaba una mujer que permitía entrar a la gente. Pasé y le hice una pequeña venia.
Llegué hasta el recibidor y vi que a Jesús lo habían conducido a la casa de
Anás, que era el palacio de la derecha. Seguramente, el viejo estaba muy
preocupado con el asunto. Él ya no se entendía con los problemas diarios, que
los manejaba Caifás, pero se veía que consideraba a Jesús un problema mayor, y
por eso quería interrogarlo él mismo. No quería encontrarme al Sumo Sacerdote,
así que me tapé un poco la cara con el manto. Vi que tenían allí a Jesús, y me
devolví a buscar a Piedro. Llegué hasta él y le dije:
—Lo tienen en casa de Anás; ven conmigo.
—Entramos primero en el pasillo cubierto que separaba los patios; luego
intentamos entrar en recibidor. Yo pasé de nuevo, pero a él lo detuvo la criada:
—¿Tú no estabas con ese hombre? ¿Con Jesús
el Nazareno? —le dijo, mirándolo de soslayo.
—¿Yo? ¿Qué dices? —le dijo Piedro, un
poco agresivo—¡Si yo no lo conozco!
Piedro se quedó entonces en el patio, con
el fin de no tener que dar más explicaciones, pero yo sí entré en el recibidor.
En el patio de la izquierda, que daba a la casa de Caifás, había unos guardias
que habían encendido una hoguera para calentarse, porque hacía frío. Piedro se
quedó allí prudentemente, calentándose con ellos, en tanto que yo esperaba de
pie en el recibidor a ver si encontraba el momento propicio de hacerlo entrar. Otra
criada salió al patio y lo vio; fue donde él y le dijo:
—Espera, ¿no eres tú uno de sus
discípulos? —Piedro se quedó callado sin saber qué decir. La criada insistió,
diciéndole a los demás—: ¡Éste estaba con Jesús el Nazareno!
—¿Por qué insistís? —se defendió Piedro,
molesto—¡Si yo no lo conozco! —Le hice señas a Piedro de que se calmara y que
se quedara en el patio mientras yo entraba sin mucha dificultad en el salón de
Anás, porque estaba lleno de gente. Miré y no estaban los del Sanedrín, ni el Sumo
Sacerdote; estaban allí muchos fariseos, otras personas que yo no había visto
nunca, guardias del Templo, Jesús y Anás; desde el recibidor, escuché que éste
último le preguntó al Maestro:
—¿Pero cuál es la doctrina que tú
predicas? ¿En qué crees tú?
—Yo he hablado siempre en las sinagogas y
en el Templo, y no he dicho nada en secreto. Creo que deberías preguntarles más
bien a los que me han escuchado; seguramente ellos te podrán hablar de mí y de
todo lo que he enseñado.
Anás lo miró de arriba abajo cavilando
qué tipo de persona era Jesús, porque no lograba acertar si era saduceo,
fariseo, zelote o esenio. Uno de los guardias se acercó a Jesús, lentamente, y
sorpresivamente le dio una bofetada. Anás retrocedió dando un respingo de
sorpresa.
—¿Por qué eres tan grosero con el
pontífice? —Le dijo el guardia, retándolo; Jesús le contestó calmadamente:
—Yo no he dicho nada malo. ¿por qué me
pegas? —Anás lo siguió mirando hasta que dijo en voz alta:
—¡Llevádselo a mi yerno!
Yo retrocedí un poco, y me recosté en un
muro del recibidor donde estaba, porque tenían que pasar por ahí para llegar a la
casa del Sumo Sacerdote. El Maestro pasó justo enfrente de donde yo estaba,
pero no me miró. Entonces entraron al salón equivalente, que daba a los patios
de ingreso, pero ya en casa de Caifás. Allí sí estaban varios escribas y
fariseos y algunos miembros del Sanedrín, con Caifás a la cabeza. Busqué con la
mirada a Nicodemo y a José de Arimatea, pero no los vi por ningún lado.
Seguramente no los habían llamado, porque sabían que ellos defendían a Jesús.
Yo me quedé en el recibidor, desde donde veía a Jesús pero también veía a
Piedro, en el patio, a través de la ventana.
—¡Vaya! —exclamó Caifás— ¡Pero si es
Jesús de Nazaret! —dio una vuelta alrededor de Él y dijo dirigiéndose a otro
miembro del Sanedrín—: ¡Najum! cuenta lo que le has escuchado decir al nazareno
—el hombre al que se dirigía era un miembro destacado del Sanedrín. Éste se tomó
su tiempo, como para crear una atmósfera de misterio y por fin espetó:
—Ha dicho que su gloria era del que lo
había enviado. Y ha dicho que lo había enviado su Padre. Además defiende que no
hay que guardar el sábado. —Otro del Sanedrín dijo con evidente molestia:
—Yo le he oído insultarnos diciendo que
nosotros habíamos asesinado a todos los profetas, desde Abel; ¡como si nosotros
hubiéramos sido hijos de Adán! —Otro de ojos negros exclamó:
—A mí me contaron que expulsa los
demonios con el poder del Diablo, ¡y yo mismo lo escuché decir que iba a
destruir el Templo! —otro le corrigió:
—¡Yo le oí decir que lo iba a reconstruir
en tres días!
Otros decían que Jesús curaba en sábado;
otros que los había llamado “raza de víboras” y “sepulcros blanqueados”. Jesús permanecía
callado mientras los presentes se despachaban hablando mal de Él y acusándolo
de crímenes contra la Ley; Jesús tenía la mejilla enrojecida, por el bofetón
que le había dado el guardia en casa de Anás.
—¡A mí esto me parece una locura! —soltó
Caifás de repente, y poniéndose de pie—. ¿No tienes nada que decir para
defenderte de todo lo que atestiguan contra ti? —Jesús no hablaba. Entonces el Sumo
Sacerdote insistió—: Yo he escuchado aquí muchos testimonios contra ti; puede
que algunos sean verdaderos y otros no sean tan claros, ¡pero vamos al centro
del asunto! —lo miró a los ojos fijamente, conminándolo—: ¡te pido por el Dios
que vive que nos digas si tú eres el Mesías; el Hijo de Dios! —Jesús lo miró y,
con un deje de tristeza, le dijo:
—Es como tú lo has dicho: yo soy el
Mesías. “Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha
del Padre, venir sobre las nubes del cielo.”[2]
—Había recitado la profecía de Daniel. Entonces el Sumo Sacerdote miró hacia el
cielo con rabia en los ojos.
—¡Ha blasfemado! —gritó exaltado y se
rasgó las vestiduras expresando su desaprobación y su condena—¡Ya no
necesitamos más testigos! ¡Todos acabáis de escuchar la blasfemia! —Todos los
presentes comenzaron a hablar entre ellos. En ese momento me di cuenta de que
ya todo estaba perdido. Seguramente lo iban a apedrear. Salí al pasillo central
que separaba los dos patios, y vi que uno de los guardias, pariente de Malco, se
le acercó a Piedro y le dijo:
—Tú hablas como galileo; ¿no te vi yo en
el huerto con Él?
—¡Maldita sea! ¿No os he dicho ya que no
lo conozco?
En ese momento se escuchó otra vez al
gallo cantar. Vi que, en ese momento, Jesús miró a Piedro a través de la
ventana. Piedro se descompuso y se alejó de la hoguera. Ni siquiera me miró,
sino que se fue a la puerta dando tumbos y llorando. Ya no lo vi hasta el día
siguiente.
Caifás y los demás llamaron desde dentro
a los guardias, que entraron rápidamente. Vi que agarraron a Jesús y se lo
llevaron a un ala del palacio de Anás; y mientras se lo llevaban, los guardias
comenzaron a escupirle la cara, le cubrieron la cabeza con un lienzo y le
pegaban en la cabeza. Luego le quitaban el lienzo y le decían:
—¡Profetízanos Mesías! —le hacían venias
a su paso y le preguntaban—, ¿quién de nosotros es el que te ha pegado?
En el palacio de Anás, tenían una
cisterna seca donde lo empujaron, y cubrieron el hoyo con una reja cuñada por
una piedra. Lo vi todo desde el patio. Malco estaba sentado en un quicio del
pórtico. Yo me acerqué y cuando me reconoció me preguntó desconcertado:
—¿Tú viste caer mi oreja al suelo? —yo no
le dije nada; simplemente asentí.
—¿Cómo es que me ha podido curar? —yo le puse
cara de “no tengo ni idea” —¿Será que ese hombre sí es el Hijo de Dios?
Yo no fui capaz de responderle; estaba
desconcertado. Jesús se había entregado mansamente; es más: había extendido sus
manos para que lo ataran. Yo recordé que en la cena de los ázimos había dicho:
“esto es mi cuerpo; el mismo que se va a entregar por vosotros”. ¿Pero por qué
se estaba entregando voluntariamente? Él sí nos había advertido que todo esto
iba a suceder, pero nosotros lo veíamos todo esto tan imposible; tan lejano. Sin
embargo, ahí estaba Él, empujado a una cisterna y atado como un malhechor. ¿Qué
sentido tenía todo esto? ¡Este tiempo que yo había estado con Él había
aprendido tantas cosas! El Maestro me había enseñado a Dios mismo, y ahora
parecía todo perdido. Estaba aturdido y triste. Recordé entonces que nunca había
que perder la fe en el Padre, como Él nos había enseñado, pero yo no sabía
dónde encontrar esa fe. Debía saltar al vacío sin ninguna protección; cruzar el
río por donde no había ningún puente.
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