AZIMOS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


La última cena
Jesús lava los pies a sus discípulos
"Uno de vosotros me va a traicionar"
Institución de la Eucaristía

Extracto de una carta de Juan a Policarpo:

Desde pequeño Santiago, mi hermano, me mostraba las estrellas, y así aprendí a guiarme por ellas; por eso cuando no salían, como esa tarde, yo me inquietaba. A lo mejor era por pasar de nuevo por la casa de Caifás o a lo mejor era el presagio de algo importante. Nadie sabe lo que le espera, y muchas veces nos toma de sorpresa, como una cabra a la que ataca una fiera. Las calles no estaban muy concurridas ese atardecer, porque la gente ya se iba recluyendo para celebrar familiarmente la primera cosecha del año. El Maestro llamó a la puerta y salió Juanito al patio, a abrirnos.

—¡Juan, muchacho! —exclamó Jesús, mientras abrazaba al chico.

—¡Maestro! Tu amigo me ha enseñado todo lo de la Pascua, ¿sabes?

—¿Quién? ¿Juan? —dijo el Maestro en tanto que lo besaba en la cabeza.

—Si Maestro.

—Es un buen hombre Juan, aunque a veces es un trueno —bromeó Jesús; todos nos reímos—. Todos se rieron al apunte del Maestro, hasta Juanito que no había logrado comprender del todo.

—El cordero nos costó cuatro denarios y un cuarto —protestó Piedro mientras subíamos las escaleras—; son unos ladrones en el Templo “Que se nos están acabando los corderos, y están más caros” —dijo imitando la voz de algún vendedor del Templo—. Son unas ratas —Jesús no dijo nada al respecto; se limitó a entrar en la estancia donde Piedro y yo habíamos dejado todo bien organizado, y comenzamos a lavarnos las manos con la jarra de agua y la jofaina. Entonces nos miró a todos con un cariño especial que no sería capaz de definir, y comenzó a abrazarnos uno a uno

Cuando nos recostamos en la alfombra, Jesús sonrió y nos dijo[1]:

—¡No sabéis cuánto he deseado que llegue este día, porque hoy es un día muy importante para mí! —todos nos miramos y sonreímos—. Hoy vamos a comenzar a celebrar los Ázimos y la Pascua y no volveré a celebrar estas fiestas hasta que estemos juntos en el reino de los cielos —todos nos miramos unos a otros, preocupados; el Maestro no aclaró nada, sino que continuó, sin dejar de sonreír—: Yo voy a tener que sufrir mucho, pero no debéis preocuparos, porque yo voy a estar siempre con vosotros. Y no solo voy a estar “con vosotros”, sino también “dentro de vosotros”.

Entonces se levantó, sonrió y se quitó el manto, con el fin de estar más cómodo; tomó una tela que había allí y se la puso en la cintura, haciendo un nudo hacia adelante. Acercó la jarra y la jofaina, y comenzó a lavarle los pies a Judas de Keriot, que estaba a su derecha. Judas estaba un poco incómodo, pero el Maestro siguió lavándole los pies.

—¿Qué haces Maestro? —preguntó Piedro.

—Os estoy lavando los pies; dejad que lo haga. —Lavó luego los pies del mellizo, de Natanael y de Simón el cananeo. Piedro estaba inquieto, porque el Maestro ya se estaba acercando a él. Cuando le tocó el turno, Piedro se levantó protestando:

—¡A mí no me vas a lavar los pies!

—Piedro, yo sé lo que estoy haciendo; ¡déjame! Tú no lo entiendes ahora, pero estoy seguro de que lo vas a entender después; ¡confía en mí! —le dijo Jesús en tono muy serio.

—¡A mí no me vas a lavar los pies, nunca! ¡Olvídalo! —protestaba Piedro con insistencia.

—¡Pues si no dejas que te lave los pies, vete de aquí, y no tendrás nada que ver conmigo! —exclamó Jesús un poco enfadado. Piedro se conmovió, sacudió su cabeza dura y le dijo:

—Si así fuera Maestro, no solo dejaría que me lavaras los pies, sino también las manos y la cabeza. —Piedro se recostó en su sitio, un poco a regañadientes. Jesús sonrió y le lavó los pies, y luego terminó de lavarnos los pies a todos los demás.

—Ahora ya podemos comenzar porque ya todos estáis limpios —se quedó un momento pensando, y corrigió lo que había dicho—: bueno, no todos.

Nos habíamos lavado esa mañana en el torrente Cedrón, o sea que no entendíamos lo que nos decía. Hasta habíamos hecho una pequeña “guerra de agua”; Natanael, que era un trasto, había comenzado a mojar al mellizo, y así nos fuimos contagiando todos bromeando con el agua, como si fuéramos unos críos.

—¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? —nos preguntó. Nadie respondió, porque estábamos alucinados; esto no lo había hecho nunca—. Vosotros me llamáis vuestro Maestro y vuestro Señor, porque sabéis que lo soy. Pero esto lo he hecho con el fin de que nunca más tengáis las discusiones que habéis tenido sobre quién es el más importante. —Yo me ruboricé, arrepentido de haberme dejado llevar por mi madre ese día vergonzoso. Jesús continuó—: si yo, que soy vuestro Maestro y vuestro Señor, os estoy lavando los pies, así tenéis también que serviros los unos a los otros. Y vuestro servicio debe ser sin límite; así podréis ser todo lo grandes que ambicionéis. Jesús se recostó también, pronunció una bendición sobre la comida, y comenzamos a comer las verduras amargas mojadas en el agua con sal, como era costumbre. Entonces, Jesús se entristeció y dijo:

—Yo os he escogido con todo el amor del mundo, mirando por el bien de cada uno, pero debe cumplirse la escritura y uno de vosotros me va a entregar. —“No es posible”, pensé. “¿Cómo que uno de nosotros va a entregar al Maestro?”. Todos nos mirábamos, sospechando de todos los demás. ¿Será que Jesús sabe que yo hablo con Caifás y me considera un traidor? Se me removieron las entrañas y, alarmado, le dije al Maestro:

—¿Cómo es posible eso? —Jesús asentía mientras nos miraba uno a uno.

—Se debe cumplir la escritura que dice: “El que come mi pan, levantó su talón contra mí”[2]. Os lo digo desde ahora para que, cuando suceda, creáis en mí. El Hijo del hombre se va a ir, ¡Pero pobre de aquél por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! ¡Más le valiera no haber nacido! —Se formó un barullo tremendo, porque ninguno de nosotros entendía. Simón el cananeo le preguntó, mientras Judas de Keriot acercaba el vino:

—¿Yo, Maestro? —Andrés también se preocupó:

—¿Y yo, Maestro?

Jesús no decía nada, y el bullicio aumentaba. Estábamos recostados todos sobre el codo derecho, o sea que cada uno estaba cerca del pecho del de la derecha; como yo tenía a Jesús a ese lado, tenía mi cabeza en su pecho y Piedro, desde el frente, me hizo señas para que le preguntara de quién hablaba, porque todos nos estábamos mirando sin saberlo. Entonces yo giré la cabeza y le pregunté en voz baja:

—¿De quién estás hablando?

—Del que yo le dé el bocado que voy a mojar —me respondió en medio del barullo. Entonces tomó una lechuga, la mojó en el agua con sal y se la dio a Judas de Keriot. Judas, en medio del barullo, le preguntó:

—Maestro, ¿voy a ser yo? —Jesús lo miró con su mirada profunda y, con un poco de tristeza, le dijo:

—Tú mismo lo has dicho —hizo una pausa y añadió—: lo que vas a hacer, hazlo pronto.

Solo yo lo escuché, porque los demás seguían discutiendo. ¿Lo debía acusar? Pero si el Maestro lo sabía, y no decía nada, era que yo debía estar callado. Jesús siempre respetaba a cada uno. “La libertad es el don más grande que ha hecho mi Padre al género humano”, decía, y Él lo respetaba a rajatabla. Judas se levantó y todos creyeron que Jesús lo había enviado a hacer algún recado, porque salió del salón. Jesús entonces dijo:

—Ahora sí os puedo decir que el Hijo del hombre y el Padre han sido glorificados. —Jesús nos miró con muchísimo cariño y nos dijo—: —Hijitos míos: ya no me queda mucho tiempo con vosotros —todos nos sorprendimos de que nos llamara así, pero hizo que nos enterneciéramos, por el tono íntimo y familiar que estaba usando—. Me buscaréis, pero donde yo voy, vosotros no podréis venir, como les dije a los fariseos en estos días.

—¿Pero dónde te vas a ir? ¿A Galilea? —preguntó Santiago, mi hermano. El Maestro negó con la cabeza;  estaba especialmente sensible, y nos contagiaba. Él se dio cuenta, y entonces dijo:

—Que vuestro corazón no se ponga triste. Yo sé que creéis en Dios, y que creéis también en mí; ya veréis que, cuando me vaya, os voy a preparar un lugar y vendré y os llevaré conmigo, para que estéis también vosotros en la casa de mi Padre. Si pensáis un poco, y lo consideráis en vuestro corazón, sabréis cuál es el camino —el mellizo le respondió:

—Señor, nosotros estamos tristes porque tú nos dices que te vas a ir, pero no nos dices dónde. Y si no nos dices a dónde vas, ¿cómo podemos saber qué camino debemos tomar? —Jesús le respondió:

—Yo soy el camino, porque por mí se va al Padre; soy la verdad, porque en un mundo de mentiras, mis enseñanzas deben ser vuestra luz; y soy la vida, porque el que cree en mí no va a morir para siempre.

—Pero mirad, hoy os quiero enseñar una cosa muy importante —todos pusimos la máxima atención a lo que nos quería decir—. Sabéis que hay diez mandamientos que mi Padre le dio a Moisés en el Sinaí —todos asentimos—. Pues yo os quiero dejar un nuevo mandamiento: quiero que os améis entre vosotros, así como yo os he amado. Y por el amor que os tengáis entre vosotros, todos sabrán que sois mis discípulos. Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre para que os envíe su Espíritu. Y cuando venga Él, os enseñará todo lo que os falte por aprender, y os recordará todas las cosas que yo os he dicho —. Felipe le pidió:

—Estás hablando muy enigmáticamente Señor; muéstranos al Padre y seguramente con Él entenderemos todo.

—Felipe: ya os he dicho muchas veces que el que me ve a mí, ve al Padre, porque yo siempre estoy en el Padre y Él está en mí —hizo una pausa, y continuó—: Yo no os voy a dejar huérfanos, os lo aseguro, sino que voy a volver —sonrió con un poco de melancolía—. El Espíritu de Dios es el que os va a iluminar el resto de vuestra vida, y os va a llevar a la verdad completa, y os va a anunciar todas las cosas que van a venir. Hasta ahora yo os he hablado de estas cosas en parábolas; pero el Espíritu os va a hablar del Padre con toda claridad, y ese día no tendréis necesidad de nada, porque vais a comprobar que el Padre mismo os ama con locura. Ese día, te reirás de haberme pedido que os mostrara al Padre.

—No comprendo, Maestro —le dijo “el Cachas” un poco enfadado—; ¿te vamos a ver o no?

—Dentro de poco el mundo ya no me verá; pero vosotros sí me vais a ver, porque yo voy a vivir, y vosotros también vais a vivir conmigo. Yo sé que, para vosotros, todo lo que os estoy diciendo es un poco confuso, pero muy pronto lo comprenderéis. Lloraréis y os lamentaréis porque algunos se alegrarán con mi partida, pero vuestra tristeza se va a convertir muy pronto en alegría. La mujer cuando va a dar a luz siente mucho dolor, porque ha llegado su hora de parir; pero después de haber dado a luz un niño ya no se acuerda del dolor, por la alegría de tener al niño consigo. Os aseguro que a vosotros os sucederá lo mismo, y ya nadie os podrá quitar vuestra alegría.

—Señor —insistió “el Cachas”—, eso de que nosotros sí te vayamos a ver, pero que el mundo no, no lo logro entender.

—Yo voy a estar presente en todo el que me ame. La esencia de Dios en el amor, y el Padre os ama tanto, que cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os la concederá; y yo también os amo con todas mis fuerzas, porque nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Debéis tener en cuenta que yo nunca os voy a llamar siervos, porque el siervo solo obedece sin pensar y nunca sabe lo que hace su señor; yo a vosotros os quiero llamar amigos y hermanos, porque os he revelado todo lo que le he oído decir a mi Padre, y estaré siempre con vosotros.

—¡Entonces, Maestro, sí vamos a poder estar contigo! —le dije yo; Él sonrió.

—¡Claro que sí Juan! Yo soy como una vid, mi Padre es el labrador, y todos vosotros sois como los sarmientos; por eso, no podréis dar fruto si nos estáis pegados a mí; mi Padre va a cortar todos los sarmientos que no den fruto, y los va a echar al fuego; en cambio, a los sarmientos que den fruto los va a podar con el fin de que den más fruto; y a veces esa poda duele.

—Maestro —dijo Leví—, nosotros hemos sufrido mucho con los ataques de algunos fariseos.

—¡Claro Leví! Si vosotros fuerais del mundo, la gente del mundo os amaría; pero como yo os saqué del mundo, el mundo os odia. No os preocupéis por eso, porque si os odia es porque me ha odiado a mí antes que a vosotros. Acordaos aquel proverbio que os dije: “El siervo no puede ser más que su señor”. Si a mí me han perseguido, también os van a perseguir a vosotros; y si a mí me han odiado, os van a odiar también a vosotros. Pero el que me odia a mí, odia también a mi Padre, y a su Espíritu. Os dije en esta semana que os van a expulsar de las sinagogas y a algunos de vosotros os van a matar; y es posible que los que os maten, piensen incluso que así están sirviendo a Dios. —Jesús nos vio inquietos y nos dijo:

—Yo os dejo la paz; pero no os la dejo como la da la gente de manera mecánica, cuando dice “shalom aleichem”, sino de verdad. —entonces Él puso la mano sobre su corazón—: Vuestro corazón no debe estar triste ni asustado, porque el Padre nunca envía algo que no convenga al bien de las personas. Ya no os voy a decir muchas cosas más, porque se acerca el príncipe de este mundo; sin embargo, él nada puede contra mí y, por eso, os debe dar mucha tranquilidad que yo me vaya con el Padre.

—Jesús nos miró entonces a todos, y sonrió:

—¡Mellizo!, trae el pan.

El mellizo trajo los ázimos que habíamos comprado esa mañana, hechos con las primicias de la cosecha, envueltos en un pequeño lienzo. Jesús levantó los ojos y dijo:

—Te doy gracias, Padre, por este pan. —Entonces, puso sus manos sobre él y lo partió diciendo:

—Ya os había dicho que me voy a quedar; tomad, esto es mi cuerpo; es el mismo que se va a entregar por vosotros —y repartió el pan entre todos; Cuando lo terminamos de comer, mezcló el vino con un poco de agua de la jarra, y dijo:

—Te doy gracias, Padre, por este vino. —Entonces nos ofreció la copa, diciendo:

—Bebed todos de esta misma copa porque es mi sangre. Recordaréis que mi Padre hizo una alianza con nuestro padre Abraham; pues mi sangre es la nueva alianza, que va a ser derramada por vosotros y por muchos como ofrenda para el perdón de los pecados de los hombres. No olvidéis hacer siempre esta conmemoración, y hacedla siempre en memoria mía.

Nos fuimos pasando la copa, uno a uno, y bebiendo un poco; yo fui el último en beber. Habíamos comido el pan y bebido el vino, pero en ese momento estábamos desconcertados; hasta Piedro me miraba haciéndome señas de que él no entendía nada de lo que sucedía. Después comprendí que Jesús podría haberse ido de este mundo, habiendo dejado el legado inestimable de sus enseñanzas, respaldadas por los prodigios de sus manos y eso solo, ya habría sido una muestra de amor inmensa. Pero no; Él no había querido irse sin más, sino que había decidido quedarse con nosotros, y nos había pedido que siguiéramos haciendo la conmemoración de ese día en el cual Él iba a entregar su cuerpo y su sangre. Más tarde, cuando vino el Espíritu de Yahvé sobre nosotros, entendimos que el pan que habíamos recibido esa noche era verdaderamente su cuerpo, y el vino su verdadera sangre; y desde ese mismo momento comenzamos todos a hacer la conmemoración diariamente. Su cuerpo y su sangre estaban con nosotros todos los días de nuestra vida, ahora, y para siempre. Entonces Jesús elevó sus ojos al cielo y comenzó a hablarle al Padre:

—Padre, está llegando la hora en la que vas a glorificar a tu hijo y en que tu hijo también te va a glorificar; ¡gracias por permitirme llevar a la vida eterna a los que me confiaste! Yo te ruego por ellos, que se van a quedar en el mundo. Yo los custodié, hasta este momento, y ninguno de ellos se perdió, excepto el hijo de la perdición, pero todo fue con el fin de que se cumpliera la Escritura. Ahora no te pido que los saques de este mundo, porque el mundo los necesita, sino que los libres del mal que hay en él. Pero yo no ruego solamente por éstos, sino también por todos los que han de creer en mi palabra; te pido Padre que todos estén unidos y que sean uno, así como tú y yo somos uno.

—Padre bueno: yo quiero que los que me diste estén también conmigo donde yo voy a estar, para que contemplen mi gloria, que viene de tu amor, porque tú me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo: el mundo no te ha conocido, porque el mundo está en manos de su príncipe; pero yo les he hablado de ti, para que el amor con el que tú me amas esté en ellos.

—Pero Maestro —dijo Santiago el menor—, si tú dices que te vas, ¿de dónde vamos a sacar la fuerza para seguir?

—Cuando yo os envié sin bolsa, ni alforjas, ni sandalias, ¿os faltó algo? —todos negamos con la cabeza; Jesús continuó—: sin embargo, ahora sí debéis tomar vuestra bolsa y vuestra alforja, porque ha llegado la hora de las espadas. En lo que tiene que ver conmigo todo está terminando porque me tienen que contar entre los malhechores, como dice la escritura. Pero tened confianza; os insisto en que yo he ganado la batalla contra al mundo. —Simón, el cananeo, le dijo:

—Señor, aquí hay dos espadas. ¿Quieres que las llevemos? —Él cortó:

—¡Bueno, basta ya! ¡Levantaos! Vamos a rezar el primer salmo del Hillel. —Todos nos levantamos y el Señor recitó despacio:


¡Aleluya!

Alabad, siervos de Yahvé,

alabad el nombre de Yahvé.

Sea bendito el nombre de Yahvé,

ahora y por los siglos eternos.

Sea alabado el nombre de Yahvé,

desde donde sale el sol

hasta donde se pone.

Excelso sobre todas las gentes es Yahvé.

Su gloria es más alta que los cielos.

¿Quién semejante a Yahvé, nuestro Dios,

que tan alto se sienta,

que mira de arriba hacia abajo

en los cielos y en la tierra?

Que levanta del polvo al pobre

y alza del estiércol al desvalido,

dándole asiento entre los príncipes,

entre los príncipes de su pueblo.

Que hace a la estéril, sin familia,

sentarse gozosa madre de hijos?

¡Aleluya!


—Bueno, ahora sí vámonos. —Entonces bajamos al patio. Juanito, el hijo del dueño de la casa, estaba sentado en las escaleras de subida a la habitación; se levantó con mucha agilidad y le preguntó a Jesús:

—¿Qué te pasa, Maestro? ¿Necesitas algo?

—No Juan. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque pareces triste; y tú no eres así. —Jesús le dio un beso en la frente, y salió a la calle. Todos lo seguimos. Los rayos de la luna ya se comenzaban a ver hacia levante, en medio de las nubes. Mientras caminábamos Jesús nos dijo:

—Se está acercando la hora en la que os iréis cada uno por vuestro lado, y me dejaréis solo, porque como dice la Escritura: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño[3]. Pero quiero que sepáis que, en realidad, yo nunca estoy solo, porque el Padre siempre me acompaña. Y después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea.

—Señor, yo quiero ir contigo; ¿por qué yo no puedo? ¡Yo sería capaz de dar mi vida por ti! —aseguró Piedro como si tuviera que confirmarlo con cada palabra que pronunciaba.

—¡Simón, Simón! —dijo Jesús esbozando una sonrisa que no pude definir muy bien—, tú no te has dado cuenta de que Satanás te busca con insistencia con el fin de arrancarte de mí; pero yo he pedido al Padre para que tu fe no se pierda. —Llamaba la atención, que Jesús llamara a Piedro por su nombre.

—Señor —protestó él—, ¡ya te he dicho que estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel e incluso hasta la muerte!

—Dices que darías tu vida por mí , ¿no? —le dijo Jesús entornando los ojos; Piedro asintió—Ya verás lo que sucederá esta misma noche: antes de que el gallo cante dos veces, tres veces habrás negado que me conoces. —Pero él decía con más insistencia:

—¡Ya te he dicho que no! ¡Aunque tuviera que morir contigo, no se me ocurriría negarte jamás! —El mellizo también le aseguró:

—¡Yo tampoco te dejaré nunca!

—¡Ni yo tampoco! —dijo Andrés. Y así todos fuimos afirmándole al Maestro que nunca lo abandonaríamos. ¡Qué débiles y qué cobardes éramos! Y pensar que el Maestro tenía toda la razón del mundo.

La luna ya se comenzaba a levantar, iluminándolo todo, dejando atrás las nubes que la cubrían. Las noches de Pascua tienen ese toque mágico de luz. Los griegos pensaban que un pastor se había enamorado de la luna y que por eso salía con ese esplendor. Ahora nuestro pastor estaba iluminado por el astro de la noche mientras caminaba, resuelto como siempre hacia el lugar a donde iba pero donde nosotros, sus ovejas, no lo podíamos seguir.



[1] N del T: dice “nos recostamos”, porque los judíos comían recostados en el suelo, no en una mesa como se hace actualmente.

[2] Sal 41,10.

[3] Zac 13,7.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *