13 DEL MES DEL NISAN

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Preparación de la última cena
Última Pascua de Jesús
Pedro y Juan conocen a Juan Marcos

Juan, discípulo del Señor, a Leví, mi amigo y hermano:

Tal como me pediste, te estoy enviando el relato de lo que pasó el día en el cual Piedro y yo preparamos la Pascua para todos. Como recordarás, el Maestro nos mandó que fuésemos a la ciudad y que compráramos todo lo necesario. Cuando leas todo el relato, vas a reconocer en él a Juan Marcos[1].

El amor y la paz estén siempre contigo.


A veces los encuentros son programados y uno aprovecha que va a conocer a alguien; pero otras veces son fortuitos; “Muchas veces lo que no se halla cuando se busca, sale al encuentro cuando no se busca”, decía mi padre. Y en el caso de Juan Marcos fue así; ¿quién diría que este chico iba a ser el compañero incansable de Piedro hasta el final de sus días? Este relato es un recuerdo entrañable de un encuentro, que habrían de acompañarnos por siempre.

El día amaneció radiante, y el sol recién salido iluminaba con su luz ocre los grandes muros del Templo, apenas tapados por los centenarios cipreses. La fortaleza Antonia, erigida por Herodes el grande en honor de Marco Antonio, sobresalía como queriendo doblegar al Templo; pero la majestuosidad de este último opacaba cualquier otro edificio que se le interpusiera. Abajo, en el pequeño valle del Kidron, el torrente Cedrón traía el agua de primavera que había hecho germinar las primicias de las cuales estaban hechos los ázimos que comeríamos esa noche.

Era el quinto día de la semana, y todos habíamos dormido mal, por causa del frío. Piedro tenía ya hecha la lista de todo lo que necesitábamos para el día 14 del mes de Nisán, que comenzaría esa misma tarde:

×         Panes ázimos

×         Lámparas

×         Aceite para las lámparas

×         Vino

×         Agua

×         Jofaina

×         Perejil

×         Rábanos

×         Lechugas amargas

×         Sal

×         Tazas

×         Vasijas

×         Copas

Y para el día15:

×         Manzanas

×         Dátiles

×         Nueces

×         Uvas secas

×         Vinagre

×         Un cordero pascual

—Maestro, ¿le pedimos el dinero al de Keriot?

—Si Pedro. Luego debéis ir a Jerusalén. —Hizo una pausa y continuó—: sabéis que normalmente son las mujeres las que cargan los cántaros de agua pero, cuando entréis hoy a la ciudad, veréis a un hombre que carga el agua. Seguidlo, y cuando el hombre llegue a una casa, hablad con el dueño y decidle: “El Maestro te manda a decir que su tiempo está cerca, y quiere preguntarte dónde puede comer los ázimos y la Pascua con sus discípulos”. Entonces él os mostrará una sala grande, en el piso de arriba, alfombrada y dispuesta. Preparad allí todo.

—Bien, Maestro. ¡Keriot, ven aquí! —gritó Pedro—, ¡trae la bolsa que nos vamos Juanito y yo al mercado! —Judas vino.

—¿Cuánto necesitáis? —preguntó Judas, metiendo la mano a la bolsa.

—Cuatro denarios para el cordero, y otros cuatro para todo lo demás; lo que sobre te lo devolveremos.

—No hay problema —dijo, y sacó las ocho monedas.

Yo, desde que había visto a Judas haciendo cosas indebidas con el dinero, no me atrevía ni a mirarlo a los ojos. Piedro recibió el dinero, y partimos hacia la ciudad. Pasamos el puente sobre el torrente Cedrón y comenzamos a subir hacia la ciudad. Justo después de entrar por las murallas vimos al hombre, tal cual lo describió el Maestro, cargando una tinaja con agua en su cabeza. Piedro me hizo una señal, y comenzamos a seguirlo. No iba rápido, pero era muy ágil, aun llevando semejante peso a cuestas. Pasamos cerca de la puerta que hay en las murallas de David y Salomón, y se dirigió a la puerta de la ciudad que está hacia el mediodía. ¡Parecía como si se estuviera dirigiendo a la casa de Caifás! Mi corazón comenzó a latir con fuerza, como si fuera a salirse del pecho, y no era propiamente por el ritmo de paseo que llevaba el hombre del cántaro. Yo bajé la cabeza, no fuera a ser que me viera el Sumo Sacerdote, o alguno de sus criados. Pasamos enfrente de su casa; me di cuenta porque, con el rabillo del ojo, alcancé a ver las tres entradas de la casa, que yo llamaba “las palomeras”, tres pequeñas construcciones con unas pocas ventanas, y una puerta cada una[2]. El hombre siguió caminando un poco más, hasta que llegó a la casa a donde se dirigía.

—¡Entremos! —sugerí; Piedro me detuvo.

—¡Espera, que el hombre ni siquiera ha terminado de entrar en la casa!

Aguardamos un momento, para que no pareciera tan obvio que lo veníamos siguiendo. Aunque tenía una puerta exterior, a la casa se entraba por un patio; Piedro y yo llamamos, y salió un niño a abrirnos.

Shalom aleichem —nos dijo.

Aleichem Shalom —dijimos los dos a coro.

—¿Cómo te llamas, niño? —le preguntó Piedro

—No soy ningún niño —protestó cortante—, ya tengo doce años.

—Perdona —le dijo Pedro.

—Me llamo Juan.

—¡Anda! ¡Como éste! —y me señaló a mí. El chico no ponía buena cara luego de que Piedro lo había degradado a “niño”.

—¿Tu padre es el dueño de la casa? —le preguntó Piedro.

—Sí señor.

—¿Podrías decirle que venimos de parte del Maestro? —El chico se fue al interior de la casa y volvió con un hombre de mediana edad:

—¿Qué necesitáis? —preguntó el hombre.

—El Maestro te manda a decir que su tiempo está cerca, y pregunta dónde puede comer los ázimos y la Pascua con sus discípulos.

—¡Ah, claro! Seguidme.

Entramos por el patio, mientras el hombre señalaba unas escaleras adosadas a un muro que dividía la propiedad hacia la izquierda; subieron el hombre y su hijo y nosotros subimos detrás. Se llegaba a un pequeño rellano con una puerta, por la que entramos en un salón grande, justo como lo había descrito el Maestro.

—¡Un salón en condiciones! —exclamó Piedro.

—Si necesitáis algo, no dudéis en pedírselo a mi hijo Juan. —Yo le sonreí al chico, con el que creía que tenía mejor entendimiento que Piedro, que había comenzado con el pie izquierdo. El hombre bajó las escaleras, y el chico se quedó con nosotros.

—¿Tienes tazas y copas? —le pregunté. El chico asintió, y preguntó:

—¿Cuántos sois?

—Doce —dijo Piedro.

—Trece —corregí yo.

—¡Cierto, trece! —apostilló Piedro moviendo la cabeza. —El chico hizo ademán de irse, pero yo lo detuve:

—¡Espera! También vamos a necesitar dos jarras y una jofaina.

—De acuerdo —dijo el chico. Se fue escaleras abajo. Piedro me preguntó:

—¿A éste, qué le pasa que está tan serio?

—Pues que le has dicho “niño” en sus narices y eso, para alguien de doce años, es ofensivo. —Piedro blandió las manos en el aire, como diciéndome con señas “¡qué tontería!”. El chico comenzó a traer las cosas, diligentemente, y nosotros comenzamos a acomodarlas. Cuando terminamos, le dije al chico:

—Juan, vamos a ir a comprar unas cosas para la celebración de los ázimos y de la Pascua. Nos veremos cuando regresemos. —El pequeño asintió. Nosotros bajamos al patio, y salimos a la calle. Tuve cuidado nuevamente de bajar la cabeza cuando pasábamos al lado de la casa del Sumo Sacerdote y fuimos a una tienda cercana. Piedro le dijo a la tendera lo que necesitábamos.

—¿Y un cordero? —dijo, cuando termino de decirle la lista.

—En el Templo —contestó la tendera, en tanto nos preparaba todo. Piedro no puso buena cara. Nos iba a tocar caminar un rato hasta el Templo.

—Te propongo algo —me dijo—: para ahorrar tiempo, yo voy al Templo a comprar el cordero mientras tú llevas todo esto al salón, y comienzas a organizarlo.

—¡Perfecto! —le dije—; vete que allí te espero.

Piedro le pagó a la tendera y desapareció por la puerta. Yo metí todas las cosas en la bolsa, y me fui al salón, pero rodeé la casa del Sumo Sacerdote por el norte, con el fin de no tener que pasar por el frente de las “palomeras”. Llegué a la casa, nuevamente, y llamé. Me abrió el chico, que me dijo:

—¿Y tu amigo?

—Se ha ido a buscar el cordero —le respondí—. ¿Me ayudas a organizarlo todo?

—¡Claro! —dijo el pequeño Juan entusiasmado, mientras subíamos al salón—, nunca he preparado una Pascua.

—Perdona Juan —le dije—, voy a necesitar otro pequeño cuenco para poner agua con sal.

—¿Para qué es? —me preguntó.

—Para que lo que comamos hoy esté mojado en agua salada, y así recordaremos las lágrimas que nuestros padres derramaron en Egipto.

—¡Sabes mucho! —me dijo Juan.

—Tampoco tanto —objeté. Y así le comencé a explicar todo el significado de las cosas, del por qué los panes sin levadura, que llamábamos ázimos, de la salsa haroseth que recordaba la argamasa con la que construían nuestros antepasados en Egipto, y del cordero pascual.

—Bajo a buscar el cuenco que me has pedido —me dijo. Yo me quedé organizando lo poco que faltaba hasta que apareció de nuevo el chico.

—Yo creo que ya está todo —le dije—Ya estamos listos para la celebración de esta tarde. Solo falta el cordero que sacrificaremos mañana; el que trae Piedro.

—¿Así se llama tu amigo? —Le sonreí y asentí. Juan se rio.

—¿Y por qué se llama así?

—¡No! —exclamé—se llama Simón, pero le decimos Piedro, porque es bastante terco.

—Y un poco serio, ¿verdad?

—¡Qué va! —protesté—ha sufrido mucho en la vida; pero, en realidad, es un pedazo de pan.

—¡Pero sin levadura! —bromeó Juan. Yo me reí con este muchacho que se veía que, era bueno de verdad, como seguramente lo era su padre. Escuchamos que llamaban a la puerta, y le dije:

—Debe ser él. —Bajamos las escaleras y el chico abrió la puerta. Piedro venía enfadado.



[1] Es el mismo conocido como San Marcos, el evangelista.

[2] Esta descripción coincide perfectamente con la reconstrucción de la Jerusalén de la época, que está en el Museo de Israel de esa ciudad.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *