LA PIEDRA RECHAZADA

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


"Diríais a este monte: ¡arráncate y échate al mar!"
El primer mandamiento
"Al César lo que es del César"
"Dios es un Dios de vivos"
Los obreros de la viña matan al dueño de la viña


Extracto de una carta de Natanael (Bartolomé) a Felipe

Lo del primer día de la semana de Pascua había sido apoteósico. Yo estaba feliz y orgulloso de seguir a Jesús, así como lo estaba el resto de los doce. Parecía que la persecución sobre el Maestro se terminaba o, por lo menos, se aplazaba. Todavía recuerdo el segundo día de la semana, porque Jesús trataba de enseñarnos con todo lo que tenía a mano, incluso como si la vida misma fuera una parábola para expresarnos una idea. Él era el Hijo de Dios, y era capaz de hacer este tipo de cosas.

Estábamos durmiendo en Betania y, como de costumbre, se levantó antes que todos y se fue a orar, para luego regresar a la casa y ayudarle a Marta a prepararnos algo de comer; ella siempre tenía cosas que hacer: o cocinar, o hacer cuentas, o arreglar la casa.

—¿Imagino que hoy también os iréis a Jerusalén, no? —escuché que le preguntaba. Jesús asintió.

—¿Pero podemos volver a dormir? —Marta lo miró con circunspección:

—Como si hiciera falta pedirlo —le contestó—. Esta no es mi casa, y lo digo en serio; es la vuestra.

—¡Gracias! ¡Eres un sol! —le dijo Jesús mientras le besaba la cabeza.

Después de comer algo salimos al camino, que rezumaba de anémonas en la primavera; Jesús, sin embargo, no había comido nada; a Él le encantaban los higos y vio a lo lejos una higuera que tenía muchas hojas; apenas llegó comenzó a buscar higos, pero no encontró.

—Nunca más nacerá ningún higo de ti —le dijo a la higuera; no lo dijo ni con rabia, ni con acritud, sino con profunda mansedumbre, pero la higuera le obedeció y se secó de raíz.

—¡Maestro, pero la primavera no es tiempo de higos! ¿Cómo has hecho, que se ha secado tan de repente? —le preguntó Piedro.

—Porque lo he pedido con fe, Piedro. Con un poco de fe podríais mandarle a ese monte que se quitara de ahí, y que se echara al mar, y el monte lo haría. Todo lo que pedís con fe en la oración, el Padre os lo da.

—Maestro —insistió Piedro—; pero a mí esto que ha pasado con la higuera me parece increíble; bueno, como casi todo lo que nos pasa contigo. ¿Tú nos dices que el Padre nos dará todo lo que pidamos con fe?

—Todo Piedro; pero no os desesperéis si no os lo concede inmediatamente, como os he dicho otras veces. Él hará lo que más os convenga.

—¿Y si le pedimos que nos perdone los pecados? —Jesús sonrió y le echó el brazo al cuello.

—¡Hombre Piedro! No te preocupes, que Él os perdona siempre; pero nunca te olvides primero de perdonar si tienes algo contra alguien; así el Padre verá que tu corazón es generoso.

Por el camino fui pensando: “¿Por qué mandó secar la higuera, si no era tiempo de higos? ¿No era algo injusto?” Se lo iba a preguntar cuando volviéramos a Betania. Llegamos a Jerusalén y por la primera conversación con la gente importante de la ciudad, supimos que la tregua del día anterior se había acabado.

—¿Por qué andas curando gente aquí en Jerusalén? —le preguntaron unos fariseos.

—¿Y por qué no puedo hacerlo? —contra preguntó Jesús.

—Pero quién te crees. ¿El dueño de la ciudad? Dinos quién te ha dicho que vengas aquí a sembrar tu doctrina —insistían un poco agresivos, para que Jesús dijera que Dios mismo era el que lo había enviado y poderlo acusar así de blasfemia.

—Vosotros sabéis la respuesta, porque os la he dicho muchas veces.

—¿Pero quién te ha dado la autoridad para enseñar en la ciudad santa? —le preguntó otro fariseo

—Os he dicho que vosotros sabéis la respuesta, pero os la diré una vez más, solo si me contestáis si el bautismo de Juan venía de Dios o era invención suya. —Ellos se quedaron pensando; no querían contestar que era invención suya, porque la gente en la ciudad consideraba a Juan el Bautista un verdadero profeta y, sin embargo, había sido despreciado por los sacerdotes.

—¡No sabemos! —le dijeron, con el fin de no comprometerse.

—Pues tampoco os pienso decir quién me ha dado la autoridad de enseñar y de curar.

—Maestro —le dijo un escriba que estaba escuchando, y que le cambiaba de tema—, ¿Para ti cuál es el mandamiento más importante de la Ley?

Escucha Israel: el Señor Dios nuestro es el único Señor. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas[1]. Este es el primer mandamiento y el más grande, porque Dios lo da todo, pero también lo pide todo. Pero el segundo mandamiento es semejante al que te acabo de decir: Amarás a tu prójimo como a ti mismo[2]. No existen mandamientos mayores que estos dos, y de ellos dependen todas las enseñanzas de las escrituras.

—Maestro —le dijo el escriba convencido desde su corazón—, la Ley nos manda presentar holocaustos ante Dios, pero yo te he escuchado decir que amarlo de verdad vale más que todos los holocaustos y sacrificios que ordenan las escrituras, porque a Él le debe importar más nuestro amor que una ofrenda. Y me imagino que hablas de amar al prójimo porque, como el buen Padre que es según tú, espera que nos queramos entre nosotros.

—¡Así es! Dios espera que salgamos de nosotros mismos y que nos demos por entero a Él y a los demás —le respondió Jesús.

—Además para darse uno mismo no es necesario ni siquiera tener dinero sino la disposición de estar pendiente de lo que Dios quiere de nosotros, y de lo que necesitan los demás —argumentó el escriba.

—Tienes toda la razón —le dijo Jesús sonriéndole y mirándolo con cariño—. Estás bastante cerca del reino de Dios.

Los fariseos seguían acechándonos, algunas veces ayudados por los saduceos o por los partidarios de Herodes. Los veíamos conversando en grupos de dos o de tres, vigilándonos desde lejos; a veces se acercaban a escuchar lo que decía Jesús, tratando de crear mal ambiente alrededor o discutiendo con Él. Sin embargo su estrategia fallaba radicalmente en una cosa: no conocían bien a su enemigo. Se presentaron dos de ellos que comenzaron a lisonjearlo, como si Jesús no leyera en lo más profundo de sus corazones:

—Maestro —le dijeron—, sabemos que eres sincero y que hablas con rectitud porque dices las cosas sin importar quién te escucha ni a quién debes criticar; no miras el exterior de los hombres, sino que enseñas el camino de Dios con toda rectitud. Dinos entonces, ¿Debemos pagar el tributo al imperio que manda el César; o no? —Sin duda, querían tener una disculpa para llevarlo ante el gobernador, diciendo que Jesús promovía que el pueblo no pagara los impuestos. El Maestro pensó un instante y los recriminó:

—¿Por qué queréis ponerme trampas, hipócritas? ¡Mostradme una moneda de un denario! —Uno de los dos sacó un denario y se lo puso en la mano.

—¿De quién es esta imagen —preguntó Jesús, mirándolos fijamente.

—Del César —respondieron.

—¿Y en esta inscripción qué dice? —Uno de ellos tomó la moneda y leyó:

Tiberius Caesar Divi Augusti Filius Augustus”.

—Tiberio César Hijo del Divino Augusto —tradujo Jesús.

—Así es —le respondió el que había leído. Entonces Jesús sentenció:

—¡Pues dad al César lo que sea del César, y a Dios lo que sea de Dios!

Los fariseos se habían quedado mudos. Jesús era demasiado inteligente para ellos, ¡Y lo sabían! La gente seguía preguntándole cuestiones, y se acercaron dos saduceos, que eran del Sanedrín y partidarios de las doctrinas del Sumo Sacerdote, que no creía en la resurrección de los muertos.

—Maestro: Moisés nos dejó escrito que

“Si al morir el hermano de alguno

deja mujer, pero no deja hijos,

su hermano debe tomar a la viuda de aquél,

para dar descendencia a su hermano”[3].

—Pues bien; en una ciudad había siete hermanos. El mayor se casó con una mujer y murió; como no tenía descendencia, dejó la mujer a su hermano. El segundo entonces se casó con ella, y murió también sin dejar descendencia. De igual modo el tercero y, de la misma manera, murieron los siete y no dejaron hijos. Después de todos ellos, también murió la mujer. Si existe la resurrección de los muertos, ¿De cuál de los siete va a ser esposa esa mujer en el cielo? —Jesús les contestó:

—Tu pregunta trae una trampa, y la haces para que yo os diga que no existe la resurrección de los muertos, pero vais a equivocaros siempre, si no leéis bien las escrituras. Aquí en el mundo son importantes los hijos, los padres y las esposas; y es lógico, porque mi Padre ha creado esos vínculos de sangre entre todos los hombres y mujeres, para que se apoyen los unos a los otros para volver a Él algún día; pero, cuando venga la resurrección de los muertos, ya no importará si los hombres tienen o no esposa, o si tienen o no hijos, o si su familia y amigos están con ellos. En ese momento solo importará Dios, porque Él lo llenará todo. Y ya nadie podrá morir, porque los hombres y las mujeres serán como ángeles que están en el cielo. Vosotros me habláis de la resurrección, porque no creéis en ella. ¿No habéis leído el libro de Moisés cuando se encontró la zarza ardiendo? En ese libro, Dios le dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob[4]. ¡Dios no es un Dios de personas muertas, sino de personas vivas! Porque para Él todos los seres humanos son sus hijos, y todos están vivos; para Él no existe el tiempo. ¡Y están tan vivos que os ayudan desde el cielo!

Los saduceos se habían quedado alucinados, porque Jesús les había desmontado su falta de fe en la resurrección en un instante. El Maestro sabía que los saduceos eran los que gobernaban al pueblo judío, y a Él le dolía mucho su indiferencia por las cosas importantes de Dios.

—Ahora os voy a contar una parábola —les dijo—: un hombre tenía dos hijos a los cuales había cuidado desde su infancia, y les había enseñado a ser generosos con su propio ejemplo. Como necesitaba trabajadores, le dijo al mayor: “Hijo, estoy corto de personal en mi viña; por favor ve a trabajar”; el hijo mayor le respondió: “¡Claro que iré, Padre!”. Pero, al final, se distrajo con sus cosas y no fue. En cambio le dijo al menor: ”hijo, necesito que vayas a trabajar a mi viña”; el hijo rebelde le contestó,: “me da pereza, padre; no quiero ir”, pero al fin se arrepintió y fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?

—El segundo, por supuesto —le respondieron.

—Así es; y mirad que Juan el Bautista vino y os enseñó el camino de la justicia, pero vosotros estuvisteis empecinados en vuestro orgullo y no creísteis en él; en cambio los publicanos y las prostitutas creyeron en sus palabras, y se arrepintieron de sus pecados. Por eso, os aseguro, que los publicanos y las prostitutas estarán delante de vosotros en el reino de los cielos. —Los sacerdotes que estaban escuchando se fueron de allí, llenos de ira, porque Jesús los estaba comparando con pecadores, pero unos fariseos se quedaron; más les valiera no haberse quedado, porque el Maestro arremetió contra ellos:

—El propietario de una tierra plantó una viña con sumo cuidado, cavó un lagar para extraer el mosto de la uva, edificó una torre para vigilar la viña y construyó una cerca para protegerla. Pero, como se iba a ir de viaje, se la arrendó a unos trabajadores. Cuando llegó la cosecha, envió a un siervo con el fin de pedirles el dinero del arriendo, como era lógico. Pero los arrendatarios azotaron al siervo y lo devolvieron malherido a su amo. Entonces les envió varios siervos, y a algunos los maltrataron y a otros los mataron. Entonces el propietario se dijo a sí mismo: “Es imposible que estos labradores sean tan poco considerados con mis representantes. Les voy a enviar a mi propio hijo, que a Él sí lo respetarán”. Pero estos labradores pensaron que si mataban al hijo se iban a poder quedar con la viña y lo mataron. Entonces, el propietario de la viña lloró profundamente por la pérdida de su hijo, pero luego envió a sus ejércitos haciendo perecer de mala muerte a los labradores, y decidió arrendar la viña a unos que sí fueran dignos. —Los fariseos se miraron unos a otros y con rabia protestaron:

—¡Pero Maestro! ¡Esto no ha sido así! —Jesús los miró con dureza y los reconvino:

—¿No ha sido así? Mirad la lista de los profetas que han matado vuestros antecesores. ¡No leéis en las escrituras sino lo que os conviene! ¿No habéis leído que la piedra que desecharon los constructores iba a ser la piedra angular que da estabilidad al edificio? Por eso os digo que mi Padre os va a quitar el reino de los cielos, y se lo dará a otros pueblos que sí den frutos de amor y de justicia; porque vuestros frutos están secos y no son dignos de alguien que quiera ser hijo de mi Padre.

¡En ese momento, caí en la cuenta de que lo secar de golpe la higuera lo había hecho para hablarnos de esta conversación! El pueblo de Israel no había dado frutos e iba a ser secado, así como Él había secado la higuera, porque el pueblo se había olvidado de Dios; si no era tiempo de higos no importaba, porque los frutos tarde o temprano iban a aparecer con un pueblo que amara a Dios. ¡Y nos lo había dicho con una “parábola de vida”!

Luego nos fuimos a descansar un rato al Monte de los Olivos y nos sentamos en la hierba verde a la sombra reparadora de los árboles centenarios; vi a alguno que se daba una cabezadita antes de reemprender, en la tarde, el camino al Templo. Allí había varios fariseos que, al ver a Jesús, se dirigieron a Él y estuvieron toda la tarde haciéndole preguntas. Al final, Jesús les dijo:

—Después de todas las preguntas que me habéis hecho, ahora os haré una yo a vosotros: si David mismo, movido por el Espíritu, lo llama a Dios “Señor” al decir en el libro de los salmos:Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por apoyo de tus pies[5]. Entonces, si David lo llama Señor, ¿Por qué dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? —Los fariseos se quedaron callados.

—No lo sabemos, Maestro.

—Porque el Mesías es el Hijo de Dios vivo, aunque sea descendiente de David y aunque también sea el Hijo del hombre. Esa es la gran bondad del Padre: que envía a sus mensajero y luego a su propio Hijo para que tengáis un ejemplo vivo de lo que es Dios y que sepáis cómo comportaros en la tierra.

Lo que decía, también tenía que ver con los que había dicho en la mañana, en la parábola del propietario de la viña, porque estaba diciendo que el Padre había enviado a su Hijo, después de haber enviado a todos sus siervos. En ese momento me preocupé mucho, porque caí en la cuenta de que en la parábola Jesús había advertido que al Hijo lo iban a matar los trabajadores de la viña.



[1] Dt 6,5.

[2] Lv 19,18.

[3] Dt 25,5-6.

[4] Ex 4,6.

[5] Sal 110,1.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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