LA GLORIA DEL HIJO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Aquila y Priscila
Unos griegos quieren conocer a Jesús
"Lo he glorificado y aún lo glorificaré"
"El Hijo del hombre va a ser levantado"
¿Qué quiere Dios?


Aquila a mi querido y recordado Enano[1]:

Te prometí que te iba a contar lo que viví en Jerusalén, cuando yo no sabía quién era realmente Jesús, ni los peligros que corría; solo sabíamos que era un hombre bueno que amaba a los demás hombres y que hacía muchos prodigios porque Dios estaba con Él.

Después pudimos ver y admirar su profunda mansedumbre y humildad y constatar todo el poder que emanó de Él, antes de que tú comenzaras a perseguir a la Iglesia de Dios.

Nuestros grandes filósofos buscaron siempre la sabiduría, entre partículas como Demócrito, entre ríos como Heráclito, entre cuevas como Platón, o entre seres como Aristóteles.

Sin embargo, tú nos enseñaste que la verdadera sabiduría viene de la fe. Aún recuerdo cuando nos ayudabas a remendar tiendas en Corinto, hablando sobre Jesús de Nazaret[2]. Mi mujer, Priscila[3], te recuerda siempre y pide tu bendición.

Que la paz del Señor esté siempre contigo[4].


Nací en Sinope, una ciudad del Ponto a la orilla del mar Oscuro[5], donde mi padre pescaba atunes. Aunque él insistió toda su vida en que yo debía subirme a una barca a pelear con esos peces monstruosos, nunca doblegó mi verdadera vocación, que fue seguir mi gusto por las labores manuales. Mis tíos y mis primos vivían muy cerca de nosotros, y ellos fabricaban tiendas; fue así como me aficioné a ese trabajo, cambiando el mar por despellejar cabras y conseguir la piel con la que se fabricaban las tiendas baratas. Había otras más caras, para las cuales era necesario una lana oscura muy resistente, nada fácil de conseguir, y telares donde apretábamos muchísimo las fibras con el fin de que la tela pudiera proteger efectivamente de la arena y de la lluvia, que resbalaban al entrar en contacto con ella.

Vivíamos en las estribaciones de un monte, rodeado de mar, y unido a la tierra firme por una pequeña porción de terreno. Era como si el monte se hubiera despertado un día, y hubiera decidido meterse a bañar en el mar. Pero como la vida siempre tira de ironía, y Sinope no era muy grande, llegó un momento en el cual yo tuve que abrazar al mar y comenzar a viajar para comercializar las tiendas.

El Ponto era más bien aislado, y hacía que nuestro flujo comercial se fuera más que todo a Bizancio, una ciudad de verdad. Nuestros viajes comerciales se fueron haciendo cada vez más largos, hasta que un día decidimos ir a Jerusalén, con un cargamento grande de tiendas. Siendo judío nunca había ido a la ciudad santa, y para mí era como apuntarme para ir al paraíso. Fuimos navegando a través de las islas griegas, en las cuales nos deteníamos y recogíamos peregrinos que se dirigían también a la ciudad santa, llegando por fin al puerto de Sebastos[6] y desde ahí una larga travesía hasta Jerusalén, donde esperábamos llegar a celebrar la Pascua. 

Por fortuna, logramos llegar unos días antes para aprovechar y conocer un poco más la ciudad. Varios de los que recogimos por el camino por las islas nos hablaban de un profeta de Nazaret que hacía prodigios que venían de Dios; sin embargo, todo lo que me hablaron sobre los profetas se desvaneció cuando llegamos a Jerusalén, porque la majestuosidad del Templo me dejó sin habla: una plaza gigante flanqueada por bosques de columnas, servía de entrada al edificio sagrado; el mismo sitio en el cual, según la tradición, Abraham había mostrado su fe a Yahvé, y donde Salomón había puesto las tablas de la ley de Dios dentro del arca de la alianza. La elegancia, la belleza, la fastuosidad, la altura, todo en él nos hablaba del creador del universo.

Comenzaba la semana de Pascua y el ambiente de fiesta y la alegría se contagiaba con un gentío que tampoco había visto nunca en mi vida. Nikandros, un señor mayor que venía con nosotros, se puso a hablar con algunos de los que estaban allí, y le dijeron que el profeta de Nazaret había resucitado a otro hombre; un hombre que estaba tan muerto, que ya olía mal. A mí me pareció bastante extraño eso que comentaban.

—¡Está allí con sus discípulos! —nos dijo el hombre señalando uno de los pórticos. Fuimos hacia ellos, y allí estaba el Maestro en medio, hablándoles. Nikandros, se acercó a uno de los que estaba con Él y le preguntó:

—Tú eres discípulo del Maestro, ¿verdad? —Él asintió; entonces Nikandros averiguó—: Venimos desde muy lejos; del Ponto y de las islas griegas; ¿crees que podríamos hablar con Él? —El hombre respondió:

—¡Claro que sí! Vamos y os lo presento. Nos llevó donde Él estaba y le dijo a un compañero suyo:

Estos son judíos de las islas griegas. Él levantó las cejas en señal de admiración; el Maestro estaba diciendo en esos momentos:

—El grano de trigo, cuando cae en la tierra, tiene que morir, y así poder germinar; y, cuando muere, produce mucho fruto. Así somos los seres humanos; debemos morir a nosotros mismos y darnos completamente a los demás, porque quien se ama más a sí mismo no produce ningún fruto; en cambio, quien renuncia a su vida en este mundo, la conserva y llega la vida eterna. Si alguno quiere servir a Dios, que venga conmigo; y donde yo esté, allí estará también el servidor de Dios. —Entonces, el nazareno cambió de entonación, se conmovió y dijo:

—Estoy muy triste; ¿le voy a decir a mi Padre que me libre de lo que viene para mí? —hizo una pausa y sonrió de nuevo, diciendo—: ¡Pero si yo he venido a esta tierra para lo que viene! Lo único que le puedo decir a mi Padre es que acepto su voluntad y que glorifique su nombre. —Entonces sucedió lo increíble; yo escuché una voz, que venía del cielo y que era como de trueno, que dijo:

—¡Lo he glorificado y lo glorificaré aún más! —Yo me quedé petrificado; no entendía nada. ¿Un hombre que hace prodigios, que resucita muertos y que hace hablar al cielo? Todos nos miramos unos a otros; Nikandros me preguntó:

—¿Qué fue eso? ¿Un ángel? —yo le respondí:

—¡No! ¡Yo escuché hablar al cielo! —Nikandros me miraba pálido, porque tampoco entendía; entonces el nazareno dijo:

—Esa voz se ha escuchado para que todos vosotros creáis en mí y en mi Padre. —Todos lo miramos incrédulos de lo que acababa de suceder. El nazareno prosiguió—: el dueño de este mundo va a ser expulsado, porque mi Padre quiere que todos estéis con Él. El Hijo del hombre va a ser levantado sobre el mundo, y hará que todos los hombres vengan a Él. —Uno de los que estaba allí escuchando, como si no hubiera escuchado hablar al cielo, le preguntó:

—Según las escrituras, el Mesías vivirá eternamente, pero tú nos hablas del Hijo del hombre. ¿Es el mismo Hijo del hombre del que habla el profeta Daniel?

—El Hijo del hombre es la luz que todavía está sobre vosotros. Con la luz podréis caminar y convertiros en hijos de Dios. Vosotros no os dais cuenta, pero los hijos de la oscuridad viven acechando a todos los que intentáis estar con Él; ¡no os dejéis separar de la mano de Dios, que es vuestro Padre, y no quiere que ninguno de vosotros se pierda para la vida eterna!

Pude ver que muchos de los que lo estaban escuchando lo miraban con recelo; yo ya no podía tener desconfianza de Jesús, habiendo escuchado hablar al cielo. Cuando terminó de hablar, nos acercamos y estuvimos hablando un rato largo con Él; era como si lo conociéramos de toda la vida y que fuera muy cercano a nosotros. Los profetas que leíamos en las escrituras tenían un lenguaje muy acartonado; en cambio Él nos explicaba los textos sagrados como hubiesen sido escritos para andar por casa

Cuando Jesús salió del recinto del Templo, nos fuimos con Él a caminar por Jerusalén. Me contaron que algunos creían que Él era el Hijo de Dios pero no se atrevían a defenderlo, porque los sumos sacerdotes habían ordenado no dejar entrar a las sinagogas a cualquiera que lo declarara Mesías. Yo recordaba al profeta Isaías, cuando decía:

Señor, ¿quién ha creído en nuestra palabra?

Y el brazo del Señor ¿a quién ha sido revelado?[7]

Como si adivinara mis pensamientos, Jesús dijo en voz alta:

—Yo sé que hay muchos que no creen en mi palabra; pero el que cree, cree también en el Padre; porque el que me ve a mí, está viendo también a mi Padre. Él me ha dicho lo que debo decir y hacer. —Entonces me atreví a preguntarle:

—Espera, Maestro: tu Padre es Dios; ¿tú sabes qué es lo que Él quiere? —Jesús asintió.

—Lo que Él quiere, es que todos los hombres se esfuercen por llegar a la vida eterna; piensa en un mundo en tinieblas; imagínatelo por un instante; ahora piensa en una luz que ilumine más que el sol; esa luz son las palabras de mi Padre, que yo os he traído. Por eso debéis creer en mis palabras y ponerlas en práctica; porque cada uno tendrá que dar cuenta, en el último día, de todo lo que ha recibido. —Se me quedó mirando y sonrió—¡Nos vamos a Betania! —dijo por fin; y se fueron.

Mi vida transcurrió luego entre más tiendas y más viajes; así fui a dar a Roma, hasta que Claudio César echó a los judíos que creíamos en Jesús, a quien nosotros llamábamos Cristo, el ungido. Mi mujer, Priscila, y yo terminamos viviendo en Corinto, donde te conocimos; recuerdo que nos hicimos amigos de inmediato y que, cuando te conté que yo había visto a Jesús con mis propios ojos, entornaste los tuyos y me dijiste: “yo también lo conocí, pero con los ojos del alma”.



[1] Carta dirigida a Saulo de Tarso (San Pablo). Pablo quiere decir “Enano”.

[2] En Hch 18,3 se dice que Pablo tenía por oficio hacer tiendas.

[3] Es mencionada en Rom 16,3-4.

[4] En varios sitios del Nuevo Testamento se menciona a Áquila y a Priscila. Por ejemplo, Rom 14,3-4.

[5] Mar Negro.

[6] N del T: Palabra griega que significa “Augusto”. Se refiera a la vieja Cesarea Marítima.

[7] Is 53,1.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *