VER ROMA Y DESPUÉS MORIR

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


El Apocalipsis
Derrota del Demonio
San Miguel Arcángel
Martirio de Juan


Testimonio de Appius, verdugo de Juan Evangelista


En la maciza pared de piedra, enfoscada con argamasa, estaba escrita con restos de carbón una carta; el consejo de un anciano desamparado, dirigida a un destinatario que no estaba presente:

A la Iglesia de Esmirna:

Nada temas por lo que tienes que padecer.

Mira que el Diablo

os va a arrojar a algunos en la cárcel,

para que seáis probados,

y tendréis una tribulación de diez días.

Sé fiel hasta la muerte,

y te daré la corona de la vida.

El que tenga oídos,

oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.

Y el vencedor no sufrirá daño

de la segunda muerte. [1]

El viejo había escrito sobre la pared, parte de las ideas llenas de alucinaciones que había estado farfullando desde que había llegado a las afueras de Roma, donde lo teníamos preso. Y a pesar de que el viejo sabía cuál era su destino, y el olor de la manteca caliente se lo recordaba, eso no impidió que se despertara con una nueva obsesión: una lucha a muerte entre ángeles y dragones en la cual habían vencido los ángeles:

Y hubo una batalla en el cielo:

Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón,

y fue arrojado el dragón grande,

la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás,

que extravía a toda la redondez de la tierra,

y fue precipitado a la tierra,

y sus ángeles fueron con él precipitados.[2]

Al viejo lo habían traído hacía diez días a una guarnición militar al sur de Roma, rodeada de árboles altos y cipreses, de la cual yo era el principal responsable. Un viaje muy largo desde Éfeso, nada más ni nada menos, una ciudad en Asia menor cerca del mar. Al parecer, Él era uno de los principales seguidores de un pacifista judío condenado a morir en la cruz por Poncio Pilato.

El emperador Domiciano estaba acabando con todo lo que supusiera una amenaza para él, aunque fuera aparente y, al según su visión, esa secta judía podía ser una sedición peligrosa. Y es que el emperador había sido bastante celoso y paranoico desde joven. Su hermano Tito había sido un grande, reconquistando Jerusalén y destruyendo su fastuoso Templo y su padre, Vespasiano, también había prestado grandes servicios al imperio, conquistando Britania, fundando Londinium[3] a las orillas de un río al que los celtas llaman “el oscuro”: el Támesis.

Y como Domiciano no había sido nadie para el pueblo y tenía pavor real de perder su poder en el imperio o, peor, de ser asesinado por alguien que quisiera reclamar el trono para sí, todos los ciudadanos del imperio eran adversarios suyos, a no ser que se demostrara lo contrario. Por eso, había mandado asesinar a cónsules y filósofos contrarios a su autoritarismo y por supuesto un pacifista oriental y su doctrina también debían ser aniquilados.

El viejo seguía con su locura:

Pero yo te daré a conocer

lo que está escrito en el libro de la verdad.

Nadie me ayuda contra ellos,

si no es Miguel, vuestro Príncipe[4]

—¡Ya había dicho el profeta Daniel que el dragón iba a ser vencido! —El desventurado, no se daba cuenta de lo que le esperaba: lo íbamos a azotar, y luego lo íbamos a freír en aceite hirviendo. ¡Pobre hombre! El ejemplo iba a cundir por toda Roma, y los enemigos del emperador iban a temblar de miedo cuando se enteraran del destino de este anciano desgraciado.

—¡Podemos! —decía, y lo repetía varias veces; y más tarde exclamó cuando lo estábamos desnudando—. ¡Ayúdame Miguel! Tú has vencido al dragón. ¿Qué no podrás hacer contra un emperador?

El anciano se llamaba Juan[5], y era un hombre que se dejaba querer, a pesar de su locura, porque se veía siempre estaba pensando en hacer el bien a los demás: ayudaba constantemente en las tareas que teníamos, a pesar de su edad, y se preocupaba por todos aunque no nos conociera de nada. Él y yo habíamos trabado una cierta amistad desde su llegada, y habíamos conversado mucho acerca de su vida en el Mar de Galilea y en las montañas en Éfeso, mirando hacia el Mare Nostrum[6], junto a su madre:

—Mi madre me cuidaba mucho. En Éfeso, nos levantábamos en la mañana y desayunábamos algo; luego yo me iba a la ciudad a hablar de mi Maestro y volvía en la tarde; algunos días ella venía conmigo y compraba comida para los dos. Vivíamos en una pequeña casa de piedra, rodeada de olivos frondosos y sauces llorones. A ambos, nos recordaba la Galilea que nos había visto nacer. Mi madre era muy cariñosa, ¿sabes?

—Me imagino —le decía yo—, todas las madres lo son —el viejo sonrió:

—Pero ella no era mi madre según la carne, sino según el espíritu. Era la madre de mi Maestro, a quien había conocido cuando era discípulo de Juan el Bautista.

Yo no entendía qué quería decir eso, ni quién era al que llamaban “el Bautista”, pero más tarde me contó la historia de su Maestro y de sus “hermanos”; era una historia que mezclaba realidad con la ficción que parecía poco creíble, como sus visiones de ángeles y dragones: su Maestro caminaba sobre las aguas y convertía el agua en vino. ¡Ya quisiera para mí a ese Maestro y poder beber la cantidad de vino que yo quisiera! Yo también le conté mi historia: mi infancia en Atenas y mi juventud en Roma; mis amores frustrados y mis servicios al imperio. En sus ojos veía un cariño que no era capaz de explicar, a pesar de sus ideas absurdas; y paz; mucha paz.

Los esclavos africanos, después de desnudar al anciano, se habían empleado a fondo en los azotes y no habían logrado sacarle ni siquiera un lamento; tan solo se habían escuchado los ruidos de los flagellum[7] y de las cañas sobre sus viejas carnes, y los gemidos de fuerza de los negros. El viejo seguía recitando, ahora fatigado por los azotes:

No me escondas tu rostro,

No rechaces con ira a tu siervo.

Sé mi socorro,

no me rechaces ni me abandones,

¡Oh Dios, mi salvador![8]

Era admirable la entereza del anciano; los azotes le habían hecho mucho daño, pero parecía tranquilo. Lo bajaron de la columna[9] y lo condujeron fuera de la guarnición, entre dos guardias. Allí habían preparado la hoguera con una gran olla de barro cocido donde habían metido toda serie de mantecas de cerdo. El olor de la manteca llenaba todo el ambiente y toda la guarnición. Entonces leyeron la sentencia del anciano: estaba condenado a morir en aceite hirviendo por crímenes contra el imperio. Lo amarraron como si fuera un ovillo de lana y se dispusieron a lanzarlo a la olla.

—Jesús: perdónalos porque no saben lo que hacen —dijo antes de desparecer entre la manteca hirviendo. Yo hice una mueca de desagrado al sentir el chisporroteo de las carnes del anciano en contacto con las grasas, pero no lo escuché gemir.

Entonces sucedió lo increíble. Llegó un momento en el que la grasa hirviendo destruyó por completo las cuerdas con las que el viejo estaba amarrado, y éste puso las manos sobre el borde de la olla sin quemarse. Entonces se puso de pie sobre la base de la olla y salió su cuerpo por encima del borde. ¡Sus carnes estaban más rosadas y más jóvenes que antes y todas las huellas de la flagelación habían desaparecido! Todos estábamos asustados. Sacaron con cuidado al viejo del aceite y su cuerpo estaba intacto; uno de los guardias se quemó dando un grito; ¿Cómo era posible que los guardias se quemaran y el viejo no le pasara nada? Yo no sabía qué hacer; solo me arrodillé ante su presencia, porque todo lo que decía de su Maestro y de sus “hermanos” tenía que ser verdad.

Mi deber era hacer aquella ejecución, pero no podía continuar; además, en realidad, ya se había llevado a cabo. Decidí entonces escribir el informe ante el emperador, avalado por el jefe de la guardia y hasta por el jefe de los esclavos africanos. En el escrito se aclaraban los términos del suplicio y los resultados: el viejo, que antes del tormento tenía setenta y cuatro años, ahora parecía tener cincuenta. Lo envié a Roma sin dilación, esperando que esto no me fuese a traer ningún problema.

Yo me puse a pensar qué camino debía tomar con mi vida, porque haber conocido a Juan no podía ser algo que se desechara. Su martirio milagroso tenía que ser debido al verdadero Dios y yo, desde ese día, me iba a convertir en su discípulo; no tenía la menor duda, así que le pregunté:

—¿Qué puedo hacer? —Juan entornó sus ojos, para no ver más allá de los míos.

—Primero te voy a bautizar —me dijo sonriendo—. Trae agua. La traje y la comenzó a verter sobre mi cabeza, mientras me decía:

—Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo —yo permanecí un rato en oración, rezando a un Dios que no conocía.

—¿Quiénes son el Padre y el Espíritu Santo? —le pregunté. Él sonrió y me dijo:

—Luego te lo contaré.

Y tanto que me lo contó que estuvimos hablando de Jesús dos días enteros después de los cuales el emperador mismo recibió en audiencia al jefe de la guardia, y me envió una carta donde se nos conminaba a guardar el más absoluto silencio sobre el anciano y su tormento y donde se le condenaba a Juan al destierro en la isla de Patmos, una isla desértica en mitad del mar, mucho más cerca de donde él había venido que de Roma.

—Me han ordenado escribir el libro —me dijo Juan sonriendo.

—¿Cuál libro?

—El que he estado recitando.

—Yo te voy a acompañar a Patmos, si tú me recibes como a un amigo —le dije mirándolo con cariño—. Tengo que seguir a tu lado, y te voy a servir de amanuense. —Él me abrazó, y me dijo:

—¡Gracias!

—Al que tienes que agradecer es a Jesús, que te ha salvado de la muerte —le dije. Él asintió y sonrió; me volvió a abrazar y me dijo:

—¡Vámonos!

—¿Ahora mismo? ¿No quieres conocer Roma?

—¿Para qué? —me dijo frunciendo el ceño, como expresando indiferencia—. ¡Vámonos!

Sin dilación, organicé mis pocas cosas y nos fuimos los dos, caminando hacia Ostia para embarcarnos. Entregué mis credenciales al dueño del barco consciente de que mi vida cambiaba para siempre.



[1] Ap 2,10-11.

[2] Ap 12,9.

[3] N del T: Hace referencia a la ciudad de Londres.

[4] Dan 10,21.

[5] Se ve por el relato, que se trata de Juan, el evangelista.

[6] El Mediterráneo

[7] N. del T. Era un látigo con mango corto y con varias cadenas finas de hierro que terminaban en pequeños pesos, con el que se producían terribles daños al reo.

[8] Sal 27,9.

[9] Antiguamente, los azotes eran ejecutados con el castigado apoyado sobre una columna baja, con el fin de que el cuerpo estuviera suficientemente arqueado para recibir el castigo sobre la espalda.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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