EL REY DE ISRAEL

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Jesús llora por Jerusalén
"Te visitaba la paz eterna"
Entrada triunfal a Jerusalén
"Hosanna al Hijo de David"
"Hasta las piedras serían capaces de gritar"


Piedro de Bethsaidá a mi querido Proclete[1]:

Ese día fue cuando pensamos que, por fin, se le daba al Maestro el crédito que merecía; como dice el filósofo romano, “cuanta mayor es la dificultad, mayor es la gloria[2]”. Jesús era un hombre bueno que merecía ser el rey de la gloria. Ese día, yo pensé que lo del peligro en que estaba Jesús eran imaginaciones nuestras, y que toda Jerusalén amaba al Maestro y le rendía tributo. ¡Qué lejos estaba yo de la realidad!

La serpiente rondaba todos los rincones de la ciudad, y corrompía los corazones con su envidia. Jesús lo sabía todo, pero nosotros no alcanzábamos a darnos cuenta de que nuestro castillo estaba a punto de derrumbarse.

Yo estoy en Antioquía, pero me han contado que estás muy hacia el norte; si algún día puedes venir a verme, estaré muy feliz. Sabes que te amo con todo mi corazón.

Que Dios esté siempre contigo.

—¡Basta ya! ¿Por qué os peleáis? —nos decía el Maestro—. Ya os he dicho varias veces que quien quiera ser el primero debe ser el servidor de todos, así como el Hijo del hombre que no ha venido a la tierra a ser servido, sino a servir a los demás, y a dar su vida. No seáis como los príncipes de los gentiles, que solo quieren el poder. ¡El verdadero poder, está en el servicio que podáis prestar a vuestros hermanos! El afán de poder es solo soberbia, y la soberbia nunca es buena; el mismo Salomón lo dijo:

Detrás de la soberbia viene la deshonra,

con la modestia va la sabiduría.[3]

Y ¡qué razón tenía el Maestro! Porque la vida iba a cambiarnos drásticamente ahora que el Maestro había querido subir a Jerusalén para la Pascua. Íbamos a comprobar en carne propia que el reino de Jesús no era de este mundo. Lo entendimos muy tarde pero como dicen los persas “El error es frágil”[4] e íbamos a sentir esa fragilidad con toda la fuerza de la realidad.

Yo por ejemplo soy un pescador, y creo que siempre lo seré. Así como la madera es material para la carpintería, yo soy material del mar; no tengo vocación de gobernante, ni de poderoso, ni de rico. Solo soy el mismo pescador de Bethsaidá al que un día salió del Mar de Galilea para seguir a Jesús, y así terminar en sitios a los que jamás imaginé ir.

En todo este tiempo había visto al Maestro curar enfermos, mudos, cojos, leprosos, calmar tempestades y resucitar muertos. Tenía fe en Él y no iba a dejar de seguirlo, sucediera lo que sucediese, pero estábamos llegando a Jerusalén y yo sabía lo que eso significaba: peligro máximo. Desde que estábamos en Betania, sabía que íbamos a la ciudad santa; y como sabía que allí Jesús era odiado, conseguí una pequeña espada que metí, agarrada con un cinturón a mi cuerpo, por debajo de la túnica. Iba a caminar, conversar, comer y dormir con ella, y la iba a usar aunque fuera lo último que hiciera en mi vida.

Cuando bajábamos la montaña que domina la ciudad, Jesús se detuvo en un sitio donde se veía el Templo de Jerusalén en toda su majestad. Se sentó en las rocas; nosotros hicimos lo mismo, y Jesús comenzó a llorar:

—¡Pobre Jerusalén! —dijo enjugándose las lágrimas.

—Maestro, ¿qué te pasa? —le preguntó Juan. Él no le respondió; simplemente siguió adolorido, hablándole a la ciudad:

—¿Qué habría pasado si en estos días hubieras entendido que te estaba visitando la paz eterna? No lo has visto, ni lo has querido ver, y ahora vendrán tus enemigos sobre ti; te cercarán, te estrecharán, y levantarán trincheras con el fin de acabar contigo, y te van a aplastar a ti y a tus hijos. —Todos comenzamos a preguntarnos qué quería decir eso que estaba diciendo, y no lo comprendíamos. Yo me acerqué para tratar de consolarlo, pero Él comenzó a caminar.

—¿Por qué estás tan triste Maestro? —le preguntó Natanael.

—Porque Jerusalén es una ciudad que no comprende cuánto la quiere mi Padre. Ha sido la ciudad más importante del pueblo elegido, pero ella misma ha matado a los profetas que mi Padre le ha enviado. Podría ser luz de las naciones, pero es una cueva de perversidad.

Todos nos quedamos callados; no sabíamos qué decir; cuando llegamos más abajo, cerca del Monte de los Olivos, nos dijo a Juan y a mí:

—Id allí a la aldea que veis.

—¿Betfagé? —preguntó Juan.

—Si Juan; cuando lleguéis, vais a ver a una burra con su burrito atados a una estaca. Desatadlos. Un hombre os va a preguntar por qué los desatáis. Vosotros no os preocupéis; simplemente decís que el Maestro los necesita y que luego los devolverá. —Jesús se quedó con los demás a la entrada.

Nosotros entramos muy cortados a la aldea; ¿cómo íbamos a tomar unos burros que no eran nuestros? No era la primera vez que hacíamos algo así, a ciegas, por instrucción del Maestro. A la entrada de una casa modesta encalada y con apariencia frágil estaban la burra y su burrito. Miramos y no vimos a nadie por ahí, así que comenzamos a desatarlos.

—¡Esa burra es mía! —escuché que gritaba alguien que no habíamos visto detrás de un arbusto.

—¡Perdone usted! —le dije—; es que el Maestro los necesita, pero se los devolverá luego. El hombre nos examinó de arriba abajo; nosotros no dijimos nada más, y el hombre tampoco protestó.

—¿Algún problema? —preguntó Jesús, cuando volvimos al lugar donde estaban todos..

—Ninguno Maestro —le respondí—; sucedió tal cual nos dijiste. —Entonces todos prestamos nuestros mantos para que Jesús se sentara sobre la burra. Cuando comenzó a andar sobre ella, yo recordé la profecía de Zacarías:

Decid a la hija de Sion: no temas.

He aquí que tu Rey viene a ti, modesto,

montado sobre una burra

y sobre un pollino de asna,

hijo de animal de carga.[5]

Comenzamos a bajar hacia el puente del torrente Cedrón, y la gente comenzó a unirse a nuestra caravana, y a usar sus mantos y a cortar ramas de los árboles para ponerlas al paso de Jesús.

—¡Ha resucitado a Lázaro de Betania! —decía uno.

—¡Ha sido nuestro médico que devuelve la vista a los ciegos! —decía otro.

—¡Es el rey de Israel! —gritaban. Los que bajaban con nosotros estaban también llenos de alegría y comenzaron a gritar:

—¡Hosanna al Hijo de David!

Nosotros estábamos felices de que le hicieran este homenaje sencillo al Maestro, que había sido tan bueno con todos. Las palmas se movían con el viento, hasta que eran depositadas a los pies mismos de la burra que cargaba a nuestro rey. En ese momento pensé que era imposible que alguien pudiera estar en su contra. ¡Qué equivocado estaba!

—¡Bendito el que viene en nombre del Señor! —gritaban tres a la vez.

—¡Bendito el rey de Israel!

—¡Paz en la tierra y gloria en el cielo! —gritaban otros, pero algunos fariseos, entre la multitud se acercaron a Jesús, que seguía montado en la burra mientras pasábamos sobre el torrente Cedrón, y le dijeron:

—¡Maestro! ¡Los que te siguen dicen blasfemias! ¡Diles que se callen ya! —Jesús los miró, sonrió y les contestó:

—¡Si ellos no dijeran nada, os aseguro que hasta las piedras serían capaces de gritar!

Cuando cruzamos el puente sobre el Torrente Cedrón, vimos que también había algunos que bajaban desde la ciudad con las ramas primaverales de los árboles y de las palmas, dando vítores al Maestro, y seguían alfombrando la subida hasta las murallas de la ciudad. Jesús sonreía y se veía que rezaba al Padre. Llegamos arriba y entramos por la Puerta Dorada, un arco grande con dovelas de piedra maciza, y de ahí fuimos hasta el recinto del Templo. Allí se bajó Jesús de la burra y se formó tal alboroto que alguien preguntó:

—¿Quién es ese por el que arman tanto ruido?

—El profeta galileo, Jesús de Nazaret —respondió otro; entonces comenzaron varios niños también a gritar:

—¡Hosanna al Hijo de David!

—Maestro, ¡manda que se callen! —dijo el hombre; pero Jesús no contestó. Yo recordé el salmo que dice:

De la boca de los niños y de los que maman

fundaste la fortaleza,

a causa de tus enemigos,

para hacer callar al enemigo y al vengativo.[6]

Se le acercaron muchos enfermos, entre los que había varios cojos y ciegos, y los fue curando a todos, según venían. Todos querían verlo y tocarlo. Todos sus discípulos estábamos felices a su lado, porque el Maestro irradiaba la paz que el mundo no lograba darnos, como nos dijo Él un día. Y así iban a transcurrir los días, entre la tensión de los fariseos y la fuerza impetuosa del Maestro.

Un pescador de Galilea que seguía a Jesús de Nazaret alcanzó a llorar un poco de felicidad, pero también de tensión contenida. Este recibimiento de la ciudad era un canto agradecido de los seres humanos hambrientos de la verdad que predicaba el Maestro, y de las buenas obras que hacía por los enfermos y los desvalidos. Y así como los hombres homenajeaban a Jesús, su Padre lo estaría esperando para coronarlo como el rey que queríamos hacer de Él todos los que lo habíamos alabado esa mañana de primavera en la cual cantaron su gloria los niños, los viejos y, seguramente, hasta las piedras.



[1] Proclete es el nombre que Andrés, hermano de Piedro se quiso poner a sí mismo. Quiere decir “el primero”, porque él fue el primero de los discípulos en hablar con Jesús.

[2] Frase de Cicerón.

[3] Prov 11,2.

[4] Frase de Zoroastro.

[5] Zac 9,9.

[6] Sal 8,2-5.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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