EL PERDÓN VIENE DEL ARREPENTIMIENTO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Historia de María de Betania
La pecadora arrepentida
Simón el leproso

Confesión de María de Betania (No confundir con María Magdalena)

Yo había visto a varias personas hundirse hasta lo más profundo de su ser, sin querer salir de su casa e incluso llegando a acabar con su propia vida. Estaba muy melancólica en esos días y sabía que mis sentimientos de tristeza me podían llevar a acabar muy mal. Lo primero que pensé fue en apoyarme en mi hermana, pero era imposible. Había una barrera insalvable entre las dos que impedía la confianza mutua.

Cuando murieron mis padres, yo era muy pequeña y me sentía muy desubicada, porque ellos eran mi soporte en esta vida, pero mi hermana decía que yo había sido demasiado mimada por ellos. Ella había intentado tomar el sitio de mis padres, pero su manera rígida y estricta de hacer las cosas hacía que una persona sensible, como lo era yo, huyera de ella. “Estás medio loca”, me decía.

Cuando crecí, comenzó con la idea de que debía buscar un marido, porque ni ella ni mi hermano me iban a obligar a casarme con alguien, como normalmente hacían en las familias en Israel. Pero, ¿quién iba a ir por ahí pregonando a los cuatro vientos que quería un marido? Yo no tenía necesidad del dinero de nadie, porque el negocio que teníamos de los olivares y el aceite nos daba de comer a los tres razonablemente bien; entonces no tenía mayores cosas de qué preocuparme.

Y como el que no tiene problemas se los busca, yo me los busqué y me enamoré de un hombre casado. Najmán era un amor imposible y, como todos los amores, comenzó poco a poco. Él nos compraba aceite y, como yo era la encargada de hacer los cobros a nuestros clientes y los pagos a nuestros proveedores, así lo conocí; y aunque Lázaro era quien daba la cara en estas cosas, Najmán iba a revisar todo conmigo, y así fue surgiendo la amistad.

A mí siempre me habían atraído los hombres bastante mayores que yo; ya de niña estaba más a gusto con los padres de mis amigos que con mis propios amigos. Pero la amistad con Najmán había pasado a mayores hacía un año y mi relación con él me había metido en un espiral de cambios de humor, porque estaba viviendo una doble vida que no me dejaba tranquila. Un día salía de casa arreglada para verlo, y unos días más tarde me encerraba en mi habitación a llorar desconsoladamente.

Yo sabía que mi relación con él estaba mal y que era incluso peligrosa porque, si nos hubieran descubierto y denunciado, mi castigo habría sido la muerte. Pero a mí ese amor imposible y prohibido, me atraía. Como me decía mi hermana, “tú tienes todo lo que una mujer desearía tener”, y era cierto; con Najmán había conseguido lo que me faltaba: amor y emoción. Nunca me prometió nada, ni yo a él, y así era mejor.

Nuestros encuentros eran esporádicos, por motivos obvios; yo no podía tenerlo para mí, y lo sabía; al principio no me importaba, pero cuando fue pasando el tiempo empecé a necesitarlo más y a querer verlo más a menudo. Sin embargo él no podía hacerme todo el caso que yo quería, y a mí me fastidiaba un montón, pero yo me sentía feliz a su lado, aunque fuera algo ilícito y a veces traumatizante.

—¡Apúrate! ¡Riva no tardará en volver! —me dijo un día que estábamos juntos.

—¿Por qué me haces esto? —le dije muy enfadada—. La próxima vez me lo dices desde antes y así no quedo contigo. O mejor: ¡No me busques más!

Me arreglé como pude y salí al jardín trasero llorando. Me sentía maltratada por él, cuando sucedían estas cosas; sin embargo yo ya estaba hundida en un mar sin fondo, porque mi amor por él me había cegado. Cuando salía por la puerta trasera, me vio Simón, un fariseo amigo suyo, que había sido curado de la lepra por Jesús. Yo me tapé como pude, aprovechando que las mujeres debíamos salir tapadas a la calle, y me fui hacia mi casa. Noté que me seguía, y traté de caminar rápido con el fin de que perdiera mi rastro. No quería dejarme descubrir a ningún costo porque Betania era una aldea pequeña y como dice el dicho “Aldea pequeña, infierno grande”. Caminé un poco más aprisa hasta que yo no lo vi más, y entré rápidamente en mi casa, creyendo haberlo perdido. Cerré la puerta tras de mí, y pude escuchar la voz de mi hermana que me llamaba con voz muy fuerte:

—¡Vaya, vaya María! ¡Ya era hora de que llegaras!

Miré por la ventana y vi fuera al entrometido de Simón que, seguramente, había escuchado la llamada de Marta. ¡Maldición! ¡Simón lo sabe! Si Marta no me hubiera llamado, nadie lo sabría. “Le tengo que avisar a Najmán”, pensé, “Podemos estar en peligro”. Sin embargo yo no creía que alguien como Simón, amigo de Lázaro, se atreviera a denunciarnos. Tampoco nos había sorprendido juntos, que habría sido fatal, pero era bastante incómodo que lo supiera.

¿Qué podía hacer en esta encrucijada de mi vida? Triste, con el problema de mi relación con Najmán a cuestas, y con Simón fisgoneando en mi vida. Me metí en mi cuarto a llorar, sin vislumbrar por dónde salir del atolladero. Sin embargo, me rondaba una idea fija: nuestro amigo Jesús de Nazaret seguro que podría ayudarme. Yo había escuchado que Él había hecho perdonar a una adúltera en Jerusalén, hacía un tiempo, pero no me podía arriesgar a tanto. Si la cosa se ponía grave, podía apelar al Maestro, contarle todos mis pecados, y pedirle que intercediera por mí ante Simón. Yo sabía que Jesús no me iba a dejar apedrear y que Simón no le iba a negar ese favor a Jesús.

Un día vino a casa y se puso a hablar con nosotros. Mi hermana se puso iracunda porque yo no le ayudaba y, en cambio, estaba sentada a los pies del Maestro escuchando todo lo que decía. Yo estaba triste; me sentía pecadora, sobre todo ante Jesús que era pura bondad; un verdadero hombre de Dios. Yo lo miraba a sus ojos, y Él me sonreía. Yo pensaba: “si supieras, Jesús de Nazaret, con quién estás hablando, te irías inmediatamente por esa puerta y no volverías a esta casa”, pensaba en medio de mis culpas.

Este asunto me llevó a una tristeza profunda. Yo intentaba, por todos los medios sacarme a Najmán de la cabeza, pero no lo lograba. No era especialmente guapo, pero era todo un señor: elegante, bien cuidado y rico. Un excelente partido para alguien como yo; claro, si no tuviera una mujer y tres hijos.

—¿Qué te pasa? —me preguntó mi hermana un día.

—Nada Marta —le contesté yo.

—Te veo triste, y tú no eres así —insistía ella.

—¿Y cómo vas a saber tú cómo soy yo? —protesté; a veces un buen ataque es la mejor manera de defenderse—. Tú nunca te has preocupado por mí —le dije injustamente.

—Yo sé que tú eres una mujer muy alegre.

—Pues será que estoy madurando y ahora no soy tan risueña —refuté de malas pulgas.

—Yo creo que tienes una tristeza muy profunda; ¿por qué no hablas con Jesús la próxima vez que venga? — Se le notaba la preocupación en su tono de voz, pero yo estaba siendo muy injusta con ella. La miré de arriba abajo, me levanté de la silla y salí por la puerta. No le quise decir ni siquiera que su idea yo ya la había tenido.

Sin embargo, todo cambió el día en que murió mi hermano. Él había estado muy enfermo, pero yo no creía que fuera nada grave. Esa mañana yo había ido a ver cómo estaba, y estuve un rato hablando con él. Luego me fui a casa de Najmán, y estuve mucho tiempo en su casa ese día; sin embargo, cuando ya me iba, comenzó a echarme la culpa de todos sus males y me acusó de ser yo la que lo incitaba al pecado, como si él no tuviera ninguna culpa. Salí llorando de su casa, una vez más, y me fui a la mía y allí me encontré con la noticia terrible de la muerte de mi hermano. ¡No podía ser verdad! ¡Si él estaba bien en la mañana! Me sentí doblemente mal y culpable: primero por ser una adúltera y, después, por no haber acompañado a morir a mi hermano. ¡Qué tristeza tan profunda embargaban mi cuerpo y mi alma!

Lo enterramos con un dolor inmenso y comenzamos a recibir a la gente que venía a consolarnos. Como al tercer día llegó Jesús. Sentí su amor por nosotros cuando lloró al enterarse de la muerte de mi hermano. Pero como todo es posible para Dios, oró al cielo ¡y le devolvió a la vida! ¡El Maestro tenía que ser el Hijo de Dios! ¡Nadie puede devolver la vida si no es Dios! Yo me sentí más indigna que nunca en su presencia y tenía que hablar con Él como fuera para pedirle su consejo; Él sí sabría qué hacer con todo este problema.

Sin embargo, el tiempo que estuvo en nuestra casa fue muy limitado. Se fue sin que yo pudiera hablar con Él. Mi culpa y mi tristeza se mezclaban todos los días amargamente en mi corazón y en mi alma. Un día yo iba a estropear todo, con algún escándalo, y ya no iba a haber vuelta atrás.

Un día, Lázaro me contó que el Maestro iba a ir a casa de Simón a una fiesta que quería hacer en honor de mi hermano. Seguramente, además, se iba a quedar a comer la Pascua con nosotros, porque mi hermano lo había invitado. A lo mejor esa iba a ser la oportunidad de hablar todo con Él desde el fondo de mi corazón. Sin embargo, yo tenía ya tenía instaurada en mi alma la determinación de que no quería volver a hablar con Najmán; no era justo ni con su mujer, ni con sus hijos, ni con él mismo, ni conmigo. Yo merecía un hombre bueno para mí sola. Aunque ya lo había pensado antes, ahora sentía que el propósito era bien pensado y meditado.

Llegó el día de la cena en casa de Simón; él había invitado una gran cantidad de gente, con la excusa del homenaje a mi hermano pero, en realidad, era para satisfacer la curiosidad de todos sus amigos con respecto a Lázaro y a Jesús. Mi hermana cocinaba muy bien y Simón le había pedido que le ayudara con el banquete, con el fin de que todo saliera perfecto. Simón a mí no me hablaba; me miraba con reprobación, porque sabía de las infidelidades de Najmán.

—Ya mañana partiremos a Jerusalén —escuché que decía el Maestro cuando se ponía a la mesa.

—¿Entonces al fin no comes la Pascua con nosotros? —le preguntó mi hermano.

—No Lázaro, muchas gracias. Sé lo bien que cocinan tus hermanas, pero quiero comer esta Pascua con estos doce majaderos —dijo Jesús bromeando.

A mí se me revolvió todo por dentro, porque me daba cuenta de que no iba a poder hablar con Él; en ese preciso instante Jesús me miró con esa mirada tierna tan suya. Entendí que Jesús conocía mis pecados, y tuve que salir a la calle para llorar. Sin embargo, cuando uno es culpable de una conducta errónea carga el deseo interno de ser descubierto porque la culpa no te deja vivir, y el secreto te obliga a reservar la culpa solo para ti, convirtiendo el remordimiento en un agua estancada que comienza a oler mal a todo el que se acerca. Fui a casa, y tomé un perfume de nardo que tenía guardado desde hacía mucho tiempo, para una ocasión especial. Volví a casa de Simón, entré y derramé un poco de perfume en sus pies benditos, y comencé a regarlos con mis lágrimas, mientras besaba sus pies, dolida por mis pecados. Toda la casa se llenó del olor agradable a nardo.

—¿Qué haces María? —preguntó mi hermana escandalizada. Yo solo podía llorar. Uno de sus discípulos, un judío que no me caía muy bien, dijo:

—¿Qué hace esta mujer tirando el perfume? Lo hubiéramos vendido, y hubiéramos sacado por lo menos trescientos denarios para dárselos a los pobres!

—¿Y quién eres tú para juzgar así a María? —protestó Jesús—¡Déjala en paz! —se hizo un silencio grande; solo se escuchaban mis sollozos— A mí no siempre me tendréis; María ha hecho una obra buena conmigo, con el perfume; como si quisiera adelantarse a mi sepultura. En cambio a los pobres los vais a tener siempre con vosotros;. —; miré a Simón, y él me estaba mirando con ganas de acusarme. Jesús había mostrado mucha misericordia con él, cuando lo había curado de la lepra, pero él quería acusarme sin mostrar hacia mí ninguna piedad. Entonces Jesús llamó su atención, adivinando sus pensamientos:

—¡Simón!

—Dime Maestro —contestó dejando la copa en la mesa.

—Un señor tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Ninguno de los dos deudores tenía con qué pagarle, pero el señor les perdonó la deuda a ambos. ¿Cuál de ellos lo amará más? —Simón respondió:

—Supongo que aquél a quien le perdonó más.

—¡Por supuesto que sí! Yo entré en tu casa y no me diste ni siquiera agua para lavarme los pies, como debe hacer todo buen anfitrión, porque sabes que yo podría venir con mucho polvo del camino —dijo el Maestro; Simón se había quedado mudo; volviéndose a mí, continuó—; ¿en cambio ves a María? Ella ha lavado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. ¿Tú no me diste el beso de bienvenida, como debe hacer un buen anfitrión? No; pero ella, desde que entró a tu casa, no ha parado de besarme los pies. No has ungido mi cabeza con aceite como hace un buen anfitrión; pero ella ha ungido mis pies con su perfume. Tú te has esmerado con la cena, pero ella se ha esmerado en mostrar su amor por mí desde que llegó a esta casa, incluso yendo contra todos los presentes; por eso le digo que le voy a perdonar todos sus pecados. —Ahí me di cuenta de que Él sí sabía de mis pecados, y sabía que yo estaba arrepentida—. Porque a quien se le perdona poco, muestra poco amor; pero al que se le perdona mucho es capaz de amar con todas sus fuerzas. —Y me dijo—: Te perdono todos tus pecados. —Yo apenas pude sonreír, aún con las lágrimas cayendo por mis mejillas. Entonces uno de los invitados comenzó a decir:

—¿Por qué dices que perdonas los pecados de la mujer? ¡Solo Dios puede perdonar pecados! —Jesús miró al hombre que estaba diciendo eso con una mirada profunda, como si tuviera una espada en los ojos; el hombre calló. Entonces me miró con toda su ternura, y me dijo:

—Tu fe y tu dolor te han salvado; yo te he perdonado, porque el Hijo del hombre puede hacerlo. Vete en paz.

Yo sentí un alivio grandísimo dentro de mí. Jesús se había adelantado a mi confesión, y había recibido mi arrepentimiento desde antes. ¿Por qué? Simplemente porque Él quería que fuera más fácil para mí y que no tuviera que pasar por la vergüenza de contarle mis pecados. “¿Así era Dios de misericordioso?”, pensé. Jesús leyó mis pensamientos y dijo:

—Así es mi Padre; como te conoce tanto, y sabe que te has equivocado, te perdona si estás arrepentida —me dijo Jesús, de una manera que solo Él y yo lo comprendíamos. Le di un último beso en los pies, y me levanté. Mi vida tendría que cambiar; no iba a volver a ver a Najmán; de aquí en adelante, debía seguir el consejo de mi hermana y asentarme un poco. Me podía comer el mundo, como quería yo, pero no podía permitir que el mundo me comiera a mí.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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