MIS HERMANOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
"Yo soy la resurrección y la vida"
Resurrección de Lázaro
Testimonio de Marta de Betania:
—¿Qué te pasa? —le pregunté a mi hermano Lázaro con bastante preocupación cuando volvió del olivar más agotado de lo normal y con mala cara.
—No lo sé; estoy cansado; especialmente cansado, y no tengo ganas de nada —respondió él, como si hubiera ido corriendo hasta Jerusalén.
Esa noche no pudo dormir. Además, mi hermana volvió tarde de casa de unos amigos. Ella últimamente estaba muy desentendida de lo que sucedía en la casa, y no nos hacía caso; sí ayudaba en la empresa familiar, del cultivo de las olivas y del negocio del aceite, pero su mente y su corazón estaban en otras cosas.
No había sido para nosotros tres una vida fácil. Desde que mis padres habían muerto, mi hermana María, Lázaro y yo, habíamos sido una familia cohesionada y alegre; además, gracias a Jesús, habíamos entendido que nuestra armonía y nuestro bienestar valían la pena, si podíamos compartirlos con los demás. El Maestro fue el hermano que a nosotros tres nos faltaba: el hombre sensato que nos ayudaba a no olvidarnos de Dios. Sin embargo, todo estaba a punto de cambiar, porque las flores de la vida vienen siempre acompañadas de espinos.
A la mañana siguiente, Lázaro seguía inapetente e indispuesto, después de pasar la noche en vela; intenté que comiera algo, pero devolvía todo lo que entraba en su vientre; sentía un dolor en el abdomen que él no sabía definir, y yo tampoco podía ayudarle, porque no tenía ni idea a qué podía obedecer un malestar tan agudo. Cuando habían pasado ya tres días, le entró la fiebre y lo vi tan mal que lo tenía claro: debía avisar a Jesús de su enfermedad; Él sabría cómo ayudarnos. Llamé a tres criados y les ordené, bastante agitada:
—Id a buscar al Maestro Jesús. Debe estar en Galilea, pero buscadlo por el camino; averiguad dónde está y dadle el siguiente mensaje: “Tu amigo Lázaro, el que tú quieres tanto, está muy enfermo”.
Ellos salieron a buscarlo, mientras yo rogaba a Dios que llegaran a tiempo con el mensaje. Mientras tanto en casa la rutina no cambiaba. El trabajo se multiplicaba con mi hermano enfermo, y mi hermana estaba cada vez más inestable y ausente. A pesar de que la primavera se nos echaba encima, multiplicando las flores por doquier, el invierno más crudo y cruel invadía nuestras almas.
Dos días más tarde, después de enviar la embajada a buscar a Jesús, Lázaro murió. No fue una muerte plácida, sino en medio de crueles dolores; yo estaba sola en casa, porque mi hermana no estaba en ese momento; había salido desde la mañana, guapa y arreglada, hacia la casa de una de sus amigas. Cuando volvió, en la tarde, ya teníamos todo listo para la sepultura porque, según la Ley, no debíamos tener el cuerpo de un muerto más de ocho horas sin enterrar.
Cuando se enteró, mi hermana rompió a llorar, desconsolada.
—Pero esta mañana no estaba tan mal, me dijo sollozando.
Yo me había ya sobrepuesto algo de su muerte; soy muy dura, por dentro y por fuera y soy consciente de que la muerte hace parte de la vida, pero mi hermana no; la consolé y la abracé, pero le metí prisa, para que se cambiara de ropa, porque debíamos enterrar a Lázaro cuanto antes. Cuando mi hermana salió vestida de luto, yo me pregunté si podía haber una mujer más guapa en este mundo. Ya teníamos envuelto a mi hermano, nuestros criados y yo, en sábanas blancas, con perfumes y aromas propios del entierro.
Nuestra casa estaba adosada a un pequeño cúmulo de rocas y, en la parte de atrás, había una cueva pequeña donde habíamos decidido enterrarlo. Así que lo llevamos con unción, y lo depositamos en la cueva. Yo había encargado a unos canteros del pueblo que me labraran una piedra circular que iba a servir como cerramiento del hueco de la cueva, y estaba todo listo. Hicimos las oraciones finales; mi hermana y yo pusimos nuestras manos sobre el cadáver y nos miramos. A pesar de que yo había permanecido fuerte hasta ese momento, me derrumbé y lloré abrazada a mi hermana. La gente que nos acompañaba no se atrevía si siquiera a venir a consolarnos, respetando este momento íntimo de dos hermanas que se quedaban solas en en mundo.
—Saldremos adelante —le aseguré; ella siguió llorando mientras yo le repetía—: saldremos adelante. —Ella asintió en medio de las lágrimas—. ¡Ya lo verás! —insistí, cuando nos retirábamos para que rodaran la piedra.
Los tres días siguientes fueron un desfile interminable de amigos y conocidos que venían a expresar su dolor. Mi hermano era muy bueno con todos los vecinos del pueblo e, incluso, con la gente de los caminos circundantes a Betania, así que esos primeros días no nos faltó compañía; pero yo sabía que esas visitas no iban a durar toda la vida y que, de un momento a otro, nos íbamos a quedar sin nadie que nos acompañara. El cuarto día, María estaba recibiendo a unos conocidos que habían venido de Jerusalén, dentro de la casa, y yo estaba en el jardín con unos clientes que nos compraban aceite del que producíamos. De repente, llegó un criado y me dijo:
—Jesús de Nazaret está llegando a Betania desde Jericó. —Yo salí corriendo y lo encontré a las afueras del pueblo; Él no lograba ni caminar, debido a la muchedumbre que siempre lo acompañaba. Cuando logré tenerlo enfrente, me postré a sus pies, le besé las manos, y le dije derrumbada por el dolor:
—¡Señor, si hubieras estado aquí, lo hubieras curado!
—No te preocupes, Marta, que tu hermano va a resucitar —me dijo Él, tratando de darme una paz que yo no lograba conseguir. Yo asentí y le respondí:
—Si Maestro; lo sé; él ha sido un hombre muy bueno y resucitará cuando resucitemos todos en el último día.
—Marta; el que está conmigo recibe la resurrección y la vida —me dijo Él muy seguro de lo que decía—. ¿Tú crees en mí?
—Claro que sí, Señor; ¡yo creo que tú eres el Hijo de Dios! —le dije, abandonada en sus palabras. Jesús me miró con mucho cariño, y sonrió; Él siempre sonreía.
—Verás que el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; es más: ¡vivirá para siempre! —Jesús hizo una pausa y me preguntó—: No está María contigo? —Yo negué con la cabeza. En medio de la multitud, Él trataba de andar entre el enjambre de gente, pero no lo lograba. Entonces me fui a buscar a mi hermana, para que ella pudiera también salir a su encuentro. Cuando llegué donde ella, le susurré al oído:
—El Maestro está llegando desde Jericó, y te busca.
María salió corriendo; apenas logré seguirla de lejos, porque corría mucho. Varios de los que estaban con nosotros también salieron; ella llegó primero, y se postró a sus pies. Entonces le dijo entre lágrimas e hipidos nerviosos, prácticamente lo mismo que le había dicho yo:
—Señor, si hubieras podido venir antes hubieras curado a mi hermano. —Al ver a mi hermana llorando con tanto dolor, todos nos conmovimos y nos echamos a llorar; entonces ella sollozaba con más intensidad. Jesús se conmovió con nuestro sufrimiento, y comenzó también a llorar tratando de levantar a María, que seguía pegada de sus pies. Cuando logró levantarla, la abrazó con mucho cariño; a Jesús se le veía el dolor en el rostro, en las entrañas y en sus lágrimas. Uno de los que estaba con nosotros, dijo:
—Yo lo vi abrir los ojos a un ciego; María tiene razón; con ese amor tan grande que le tenía, seguro que no lo habría dejado morir. —Yo estaba convencida de que sí, pero no lo dije en voz alta; solo recé a Yahvé por mi hermano.
—¿Dónde lo habéis enterrado? —preguntó súbitamente Jesús.
—En una cueva de roca adosada a la casa; ven y te lo enseño —le respondí. Salimos caminando lentamente; ya la gente no obstaculizaba al Maestro al caminar, al verlo tan conmovido. Llegamos a la cueva todos en silencio, pero Jesús ordenó
—¡Quitadla! —la voz de Jesús irradiaba autoridad; los criados iban a hacerlo, pero yo le respondí:
—¡Maestro, es mejor que no la quiten! Yo he estado allí, rezando esta mañana, y su cadáver ya está oliendo mal.
—Ya te he dicho que, si no tienes fe, no podrás ver la gloria de Dios.
—Yo sí creo, Maestro; claro que… —Jesús me interrumpió y dijo con voz fuerte:
—¡Quitad la piedra! —Entonces los criados obedecieron y comenzaron a moverla con la ayuda de unos palos. El olor a muerte se expandió por el aire y se confundía con el olor de las flores del jardín. Todos nos tapamos la nariz; a mí me dieron náuseas y casi devuelvo. Jesús se acercó a la puerta, levantó sus ojos al cielo y extendió sus manos.
—¡Te doy gracias Padre porque me has escuchado! —dijo mirando hacia la cueva—. Tú siempre lo haces, pero así los que están a mi lado van a estar seguros de que tú me has enviado. —La voz de Jesús se escuchaba en el eco de la cueva.
—¡Lázaro! ¡Ven fuera! —ordenó Jesús.
De repente el mal olor se fue, y el ambiente se llenó de perfume; yo me arrodillé sin saber lo que sucedía. Entonces mi hermano muerto, salió envuelto en las sábanas y con el sudario en la cabeza, caminando con dificultad porque tenía las sábanas atadas alrededor de su cuerpo. Algunos de los que estaban con nosotros salieron corriendo, muertos de miedo; yo estaba muda; todos lo estábamos. Jesús lo abrazó, sonriendo, y no quería soltarlo; solo después de un rato exclamó:
—¡Desatadlo! —Los criados corrieron a quitar todo el envoltorio.
—¡Marta! —me dijo Jesús—Trae una túnica y dale de comer. —Yo me desperté de mi letargo y fui a buscar una túnica suya. Cuando la estaba cogiendo, pensé: “¿Qué haces Marta? Estás loca. ¡Lázaro está muerto! ¡Estás soñando!”, pero salí con la túnica en mis manos, y miré a Lázaro; definitivamente yo no estaba loca. Allí estaba mi hermano sonriendo, tapándose con la misma sábana con la que había sido enterrado. Solo se podía oler al perfume que le habíamos puesto al morir. Yo lo abracé llorando, cosa que mi hermana había hecho ya, y luego me postré ante el Hijo de Dios.
—¡Jesús, hijo de David! —le dije aturdida—, ¿cómo puede estar sucediendo esto? —Jesús sonreía:
—No tengas miedo, Marta. ¡Está sucediendo, porque ya te he dicho que todo es posible para el que cree!
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