LA NACIÓN NO PUEDE PERECER
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
"La nación no puede perecer"
El Sanedrín decide matar a Jesús
Nicodemo, miembro del Sanedrín, a mi querido
Juan:
Te escribo para que adviertas al Maestro de
las cosas que están sucediendo al seno del Sanedrín; yo le pediría que por
favor no se acerque a Judea. Desafortunadamente el maligno a veces se sirve de
personas que deberían dar gloria a Dios con su vida. Este relato da cuenta de
ello.
Que la paz esté contigo.
Vinieron a buscarme muy de mañana. No me
extrañó que fuera tan temprano, porque yo era un experto en sagradas escrituras
y a veces me llamaban a las horas más intempestivas. La reunión era en la casa
de Caifás, que era contigua a la de Anás, hacia el suroeste del Templo. Caminé
por las calles vacías con el siervo que habían enviado a buscarme y entré a la
casa. De un vistazo vi que solo había caras serias. Las reuniones de la mañana
no eran oficiales, o sea que algo grave debía estar sucediendo. A mi lado
estaba Rajmiel, un miembro destacado del Sanedrín.
—¿Qué sucede? —le pregunté en voz baja.
—Parece que es algo que tiene que ver con
Jesús de Nazaret; algo que ha sucedido en Betania. —Cuando mencionaron
“Betania”, me quedé petrificado; ¿sería que alguien reveló que yo me veía con el
Maestro en secreto? ¿Alguien me vio conversando con Él en Betania? Siguieron
llegando los miembros del Sanedrín, y me estaba sintiendo cada vez peor; se me revolvían
las entrañas pensando que se iba a descubrir mi relación con Jesús. Najum tomó entonces
la palabra:
—¡Tenemos un asunto muy grave que discutir!
—yo me hundí en mi asiento, con una angustia tremenda; Najum llamó a uno de los
guardas quien, a su vez, trajo a un fariseo de nombre Telem. Éste dijo:
—Yo soy Telem, fariseo
de la tribu de Neftalí. Ayer estuve en Betania, porque hago negocios con aceite
y uno de mis principales proveedores, que se llamaba Lázaro, había muerto. Era
un hombre bueno, bastante conocido en Betania; un comerciante al que muchos
apreciaban. —Telem continuó—: yo estaba acompañando a las hermanas del muerto,
y llegó éste Jesús de Nazaret quien, al parecer, era muy amigo suyo. Jesús fue
al sitio donde lo habían enterrado y de repente ¡yo no podía dar crédito a lo
que estaba viendo! ¡Resucitó al muerto que llevaba sepultado cuatro días y que,
incluso, ya olía mal! —Todos comenzaron a hablar entre sí. Yo volví en mí, aliviado,
porque ahora teníamos la prueba definitiva de que Jesús había sido enviado por
el cielo. Miré a José de Arimatea y nuestras miradas se cruzaron; él también
sonreía.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Najum con
cara de pocos amigos—. Este hombre hace muchos prodigios. Si permitimos que
todos crean en Él, el pueblo se puede sublevar y los romanos destruirían
nuestro Templo y nuestra nación.
—Najum: Jesús es un hombre muy pacífico y
nunca ha hablado en contra del imperio —argumentó José de Arimatea—. Además, si
hace muchos milagros, ¿no vendrá de Dios? —Najum se enfadó:
—¿Cómo va a venir de Dios alguien que no
respeta nuestras leyes? ¡Nuestras leyes fueron dictadas por el mismo Yahvé a
Moisés! —gritaba, como si la vida le fuera en ello.
—¡Pero si resucita a los muertos, puede
ser el Mesías mismo! —intervine yo tratando de apoyar a José.
—¡Vosotros no entendéis nada! —dijo
Caifás con fuerte voz; todos nos callamos, porque su voz grave transmitía
autoridad; hizo una pausa dando un rodeo con la mirada, y continuó—: En este
momento tenemos un riesgo muy grande. Todos están siguiendo a ese hombre, y
nuestra nación está en peligro. Si nuestro pueblo llega a pensar que ese hombre
es el Mesías, van a querer levantarse contra los romanos, porque los profetas dicen
que el Mesías restaurará el poder de Israel. Ellos son demasiado poderosos y
cuando vean que comienzan las revueltas, pueden querer destruir nuestro Templo
y acabar con nosotros.
Su tiara se movía como si quisiera
caerse, y la esmeralda que llevaba en la frente se bamboleaba. Encima de la
túnica llevaba el efod, con las doce piedras
semipreciosas, que simbolizaban los doce reinos de Israel, debajo del cual se
adivinaba su respiración agitada.
—¡Caifás, tampoco saques las cosas de
quicio! —protestó Rajmiel—¿Quién es este Jesús de Nazaret para ir en contra de todos
nosotros? ¡Nadie! Además, ¿por qué va a haber una revuelta?
—Rajmiel —repuso Caifás—, nosotros podemos
estar seguros, pero los romanos no lo saben. El Mesías viene a liberar a su
pueblo y, si los romanos creen que Jesús lo es, pueden tomar represalias contra
todos. Nosotros ostentamos el poder religioso y político, dado por Dios; y si
no actuamos, los romanos nos quitarán ese poder que nos da control sobre Israel.
¿No lo entiendes? ¡Será todo peor que cuando Nabucodonosor![1]
No podemos subestimar a Jesús. Ha habido muchos que se han declarado Mesías,
pero ninguno ha sido tan peligroso como éste.
—¿Por qué lo dices?
—Rajmiel; ¿conoces a alguien que pueda
hacer magia curativa? —replicó Caifás con su voz grave—, ¿o a alguien que
multiplique panes, o que resucite muertos?
—¿Y entonces qué propones? —preguntó
Rajmiel, sin encontrar una solución.
—Pienso que lo más conveniente es que muera
un solo hombre por el pueblo, y no que muera la nación entera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Rajmiel
entornando los ojos.
—Que tenemos que encontrar la manera de acabar
con el Nazareno para que las cosas se calmen y vuelvan a su sitio —en ese
momento entendí que Najum y Caifás ya tenían todo urdido desde antes, y que
esta reunión la querían únicamente con el fin de que nosotros apoyáramos una
decisión que ellos habían tomado de antemano.
—¿Cómo se os ocurre semejante salvajada?
—pregunté yo, horrorizado, tratando de que cayeran en la cuenta de que ese no
era el camino—. Jesús no es malo.
—Este hombre ataca todo lo que defienden
nuestras tradiciones y nuestra ley. —sentenció Caifás—; la misma Ley nos ordena
que los blasfemos deben morir.
—¿Vais a matar a un inocente? —preguntó
José de Arimatea.
—“Vais”, no, José. “Vamos” a matarlo
—dijo Rajmiel con sus ojos negros como la noche.
—Yo no quiero tener nada que ver con la
muerte de un hombre justo —replicó; Caifás no dijo nada, simplemente, comenzó a
caminar a su alrededor, como camina una fiera alrededor de su pieza aturdida.
Todos los demás estábamos expectantes.
—No quiero pensar, José, que tú no tienes
las calidades que necesita un miembro del Sanedrín. Parece que no recuerdas
cuando la Ley dice:
“Y quien blasfemare el nombre de Yahvé
será castigado con la muerte;
toda la asamblea lo lapidará.
Extranjero o indígena,
quien blasfemare el sagrado nombre, morirá[2]”.
—¡Sí! ¡Que perezca! —gritó Najum.
—¡Qué muera! —gritó otro, y se armó un
barullo. Rajmiel hizo señas para que todos calláramos.
—Debemos poner entonces a varios de los
guardias del Templo a vigilar en todas las plazas y recintos para que,
cualquiera que lo vea, lo anuncie al Sumo Sacerdote para poder prenderlo
—sugirió.
José de Arimatea y yo nos mirábamos
preocupados. Le teníamos un cariño especial a Jesús. Había curado a varios
familiares nuestros y yo estaba seguro de que venía del cielo. Pero no podíamos
plantarnos contra todo el Sanedrín completamente manipulado por Caifás y Najum.
Y estoy seguro que, muy detrás de los dos, estaba Anás manejando todos los
hilos oscuros del poder.
—¿Y qué hacemos con ese Lázaro? —preguntó
Rajmiel en voz alta—. Porque ése es la prueba viva del supuesto poder de ese
hombre.
—¡Lázaro de Betania! —exclamó Caifás—
¡Sí, señor! Me había olvidado de ese detalle.
[1] Rey de
Babilonia, actual Irak, que invadió Jerusalén y destruyó el Templo en el 586
AC.
[2] Lev
24,16.
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