EL PERDÓN
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Curación de una mujer en la sinagoga
Parábola de la oveja perdida
Parábola del dracma perdido
Parábola del siervo que no perdona después de ser perdonado
Divina misericordia
Leví, publicano de Cafarnaúm a Judas El
Cachas:
De todas las enseñanzas del Maestro, la
que caló más en mi espíritu y en mi corazón fue la visión que nos transmitió
del Padre bueno y misericordioso que perdona lo que sea, pero que pide también
que perdonemos a todos los que nos rodean. Yo fui un pecador como nadie, pero
espero que el amor que trato de dar a los demás, pueda purgar mis pecados;
ojalá yo logre escuchar algún día de labios del Maestro, como le dijo de esa
mujer: que se me ha perdonado mucho, porque he amado mucho.
Ten cuidado, mi buen amigo. Sé que allí en
Iulia Augusta la cosa no estará fácil[1]. Que este relato que te envío, y que seguro recordarás, te ayude
en tu ministerio, y que la paz del Señor te acompañe siempre.
Íbamos volviendo a Judea, aunque estábamos muy nerviosos porque no sabíamos qué iban a hacer los enemigos del Maestro, una vez estuviéramos allí. Santiago el menor, primo del Señor,
pensando en todo lo que había dicho Jesús en Jericó, se animó a preguntarle:
—Maestro, ¿tú le perdonas a todo el que
te ofende? —Jesús levantó una ceja, lo miró y le respondió:
—Claro que sí, Santiago. Y tú también
deberías.
—¿Y si la ofensa es muy grande?
—Yo recuerdo bien a mi tío Cleofás, que era
tu padre; todo lo que os amaba a vosotros y a vuestra madre. Y, sin embargo, a
veces se equivocaba, como se equivocan todos los hombres de la tierra. En
cambio Dios Padre, aparte de ser un padre amoroso, es un Padre perfecto, que
sabe siempre cuándo las cosas te convienen y cuándo no. Debéis entender una
diferencia fundamental entre lo que yo os estoy diciendo y el judaísmo que
predican los fariseos y los saduceos. Lo que les falta a ellos es la visión de
que la esencia de Dios es el amor. Entonces Santiago, para contestar tu pregunta,
te diré que si la ofensa que te hacen es muy grande, deberías pensar en lo que
hace tu Padre Dios cuando le ofenden: tu Padre lo perdona todo, y no lleva cuentas
de tus ofensas.
—Maestro —le preguntó Simón el cananeo—, entonces
si vemos que algún hermano se equivoca o peca, ¿qué debemos hacer?
—Lo primero que debes hacer es no juzgar
a tu hermano sin saber bien cuáles son sus problemas y sus intenciones; por eso
debes ser cuidadoso hasta el extremo. Si de todos modos piensas que se ha
equivocado, antes que nada, háblalo con tu Padre Dios; a esa conversación con
Dios lleva todos sus atenuantes, sus circunstancias, y piensa en su manera de
ser; métete en su piel y considera también si no lo está haciendo por una causa
que tú desconoces. Si, de todos modos, llegas a la conclusión de que está equivocado,
piensa si lo que vas a decir le va a servir a tu hermano; porque si lo que le
vas a decir no le va a servir, es mejor que no se lo digas. Si después de
pensarlo, tu conclusión es que sí le va servir, debes hablar con él, llamarlo
aparte y decirle lo que tengas que decirle a la cara y con mucho, mucho, mucho
cariño; que él entienda que lo haces porque lo amas, no porque quieres
criticarlo; y no le digas nada en público y mucho menos con el fin de atacarlo
o ridiculizarlo, porque eso no es amar a tu hermano. Si tu hermano te escucha,
habrás ganado el corazón de tu hermano, y él te lo agradecerá toda la vida. Pero
si no te escucha, ni escucha a los demás, cuéntaselo a la comunidad. Y si después
de todo esto, tu hermano no cambia, tampoco lo juzgues mal; discúlpalo y ámalo como
si hubiera cambiado, y jamás le cierres la puerta: ábresela de par en par y
explícale lo que piensas y lo que sientes. Sin embargo, ten mucho cuidado con
este tipo de cosas, porque no olvides que con la medida que juzgues serás
juzgado tú también.
Ese día era sábado; lo recuerdo; entramos
en una sinagoga y todos miraban a Jesús, porque tenía fama de curar a los
enfermos, aunque fuera en sábado. Había, detrás de la reja de las mujeres[2],
una señora que estaba encorvada desde hacía dieciocho años, y no era capaz de
enderezarse. Jesús fue hasta allí, metió las manos entre la reja, se las
impuso, y le dijo:
—¡Mujer! Quedas libre de tu enfermedad.
—Inmediatamente la mujer se enderezó y comenzó a gritar:
—¡Gloria a Dios en el cielo! —La gente
comenzó a alabar a Dios, pero el jefe de la sinagoga se levantó, y gritó fuera
de sí:
—¿Por qué hacéis esto? ¿No sabéis que la
semana tiene siete días? ¡Los otros días, venid a curaros, pero no vengáis en
sábado!
—¡Hipócritas! —exclamó a su vez Jesús— ¡No
es justo que esta mujer, que es hija de Abraham como todos vosotros, se quede
sufriendo solo por la costumbre vuestra de no hacer reparaciones materiales en sábado!
¿No la debo desatar de su enfermedad? —los miró a todos, y luego puso el mismo
ejemplo que ponía varias veces—: vosotros, en cambio, si se os cayera hoy mismo
un buey en un hoyo seguro lo sacaríais. ¿Verdad? ¡Pues esta mujer, que es hija
de Dios, es mucho más que un buey! Además os digo que los enfermos son los
hijos predilectos de mi Padre.
Cuando salimos de ahí, varios de los que
habían estado en la sinagoga se acercaron a hablarle; algunos de ellos eran
publicanos que yo conocía. Entonces unos fariseos que pasaban por ahí
murmuraron:
—¿Cómo va a venir de Dios, Éste que vive
rodeado de publicanos y pecadores? —Jesús, desde lejos, los llamó:
—¡Venid!
—¿Nosotros? —preguntaron extrañados, porque
era imposible que lo hubiesen escuchado.
—Sí, sí; ¡vosotros! —Vinieron donde Jesús
y les dijo— ¿Alguno de vosotros tiene ovejas?
—Sí; yo Maestro —respondió uno de ellos.
—Bien; de todas las ovejas que tienes, si
se te pierde una, ¿no dejas las demás y te vas a buscar la perdida, hasta que
la encuentras?
—Sí, Maestro.
—¿Y qué haces si la encuentras?
—No lo sé, Maestro. Imagino que me
pondría muy contento.
—Y seguramente la montarías feliz sobre
tus hombros y la llevarías donde tienes las demás; y te alegrarías más por
encontrar la oveja perdida, que por todas las demás que están en tu rebaño —los
hombres asintieron—. Pues del mismo modo, mi Padre no quiere que se pierda ni
uno solo de vosotros. ¡Y hay mucha más alegría en el cielo, por uno solo que se
arrepiente, que por todos los demás que no necesitan arrepentimiento! Ahora, pensad
en una señora que trabaja todo el día en su casa, ¿qué le pasa si pierde un
dracma de diez que tiene? Seguramente enciende una lámpara, barre toda la casa,
mira en los cajones, debajo de la ropa, debajo de la cama y, si por fin la
encuentra, se pondrá más contenta por haber encontrado ese dracma perdido, que
por los otras nueve que tenga guardados. Los ángeles, os lo aseguro, se ponen
más felices por un solo hombre que le pide perdón a Dios, que por nueve justos.
—Pero espera Maestro —le dije—: me
imagino que habrá algunos hombres que hayan ofendido mucho a Dios, y que sus
pecados sean muy grandes y muchos. ¿Crees que Él les perdonará?
—Mi Padre, Leví, se parece a un rey que
quiso ordenar sus finanzas, y comenzó a llamar a sus deudores. Entonces, le
trajeron a uno que le debía diez mil talentos. Un talento, como sabéis, son
seis mil denarios[3];
¡muchísimo dinero! El deudor no tenía con qué pagar tanto dinero, y entonces el
rey ordenó que vendieran todos sus bienes, sus tierras, y que lo vendieran
también a él, a su mujer a sus hijos y a sus criados, como esclavos, con el fin
de pagar la deuda. Entonces, el deudor angustiado se postró a los pies del rey,
suplicando: “Señor: ten misericordia de mí; yo soy tu siervo y lo seré toda la
vida; si me tienes paciencia, verás que te lo voy a pagar todo”. Entonces el
señor miró a este deudor con compasión, y se le conmovieron las entrañas;
tanto, que terminó liberándolo a él y a su familia, y le perdonó toda la deuda.
El que había sido perdonado salió de allí, feliz por haber obtenido el perdón,
y se encontró con unos amigos, entre los cuales reconoció a uno que le debía
cien denarios. Entonces se encaró con él de mala manera, y comenzó a exigirle
que le pagara todo lo que le debía. El amigo le pidió que tuviera misericordia
de él, pero él no quiso perdonarle, sino que lo llevó ante el juez, y lo metió
en la cárcel hasta que pagara todo lo que le debía. Sus amigos, entonces,
fueron a contarle al rey la injusticia que había cometido su deudor, porque
temían por la suerte de su amigo encarcelado. Entonces, el rey se enfadó y
mandó llamar al deudor y lo increpó: “¿No te perdoné yo a ti diez mil talentos?
¿Por qué eres tan despiadado con tu amigo, y no eres capaz de perdonarle cien denarios?”.
El deudor enmudeció; entonces el rey le dijo a sus guardias: “¡Lleváoslo, y que
no salga de la cárcel hasta que no pague hasta el último leptón!”.
Llegamos a Cafarnaúm, en medio del cielo
encapotado, y entonces Jesús ensombreció su semblante, como el cielo que
teníamos encima:
— A pesar de que Dios es un Padre bueno
con todos, Él se pone triste porque muchos de sus hijos lo ignoran y se
terminan perdiendo. Por eso os insisto que mi Padre lo perdona todo, y os
espera siempre con sus brazos abiertos, aunque lo hayáis ofendido muchas veces.
El Padre es infinitamente misericordioso, y solo se acuerda de la justicia,
cuando reconoce las injusticias que se cometen. Lo mismo hará con vosotros: si
perdonáis de corazón, os perdonará todos los pecados y aún más; aunque sean
grandes y muchos; pero si no perdonáis de corazón, el Padre no os podrá
perdonar, porque vosotros mismos no habréis tenido misericordia con vuestros
hermanos.
—Entonces, Maestro, imagino que debemos
perdonar siete veces a quien me ofende —insinuó Piedro.
—¡No Piedro! ¡No debes perdonar siete
veces! —todos estábamos sorprendidos por la respuesta del Maestro; nos
mirábamos entre nosotros, pero Él añadió—: ¡Debes perdonar hasta setenta veces
siete! —todos hicimos un gesto de alivio.
—¿Pero perdona todo, todo, Maestro?
—preguntó Juan.
—Todo, todo, todo, Juan. Mi
Padre es infinitamente misericordioso y bueno. Así como el agua purifica, así perdona mi Padre; como si tu alma se hubiese
lavado con un agua pura. Y si el agua hace la limpieza, la sangre es la que da vida
a las almas. Dichoso el que quiera vivir a la sombra del agua y de la sangre
porque si el Padre, que es infinitamente justo, debiera castigar a alguno de
sus hijos por sus pecados, su mano justa se detendrá y le perdonará. No lo
olvidéis nunca: si confiáis vuestra vida en las manos de mi Padre, Él mismo
vendrá a recibiros en el día de vuestra muerte.
[2] En esa época, en las sinagogas, las mujeres no estaban en el recinto
principal, sino en una estancia separadas por una reja.
[3] Un denario equivalía al sueldo de un trabajador durante un día.
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