¡ANIMO QUE OS LLAMA!

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Parábola de las bodas reales
Jesús decide volver a Jerusalén
Felipe: "vayamos y muramos con Él"
Curación de Bartimeo y otro ciego
"Señor, que vea"

Fragmento de una carta de Piedro a Marcos, a quien considera su hijo espiritual:

Aunque el Maestro estaba encantado, nosotros aún no entendíamos. ¿Cómo era posible que quisiera estar en la casa de un jefe de recaudadores de impuestos para los romanos? Y sin embargo así era Jesús: no juzgaba a nadie por sus apariencias. Y eso que Zaqueo, el jefe de publicanos, era muy culto; demasiado, diría yo. Se sabía todos los cotilleos de hace algunos años, en especial aquellos relacionados con la nobleza.

—¡Sí! —exclamó hablando de Herodes el Grande— Aunque Marco Antonio el de Cleopatra lo había nombrado rey, había perdido sus territorios luchando contra los partos, y tuvo que huir a refugiarse en Samaría, mientras los romanos volvían a reconquistar su territorio. Y Herodes vivió toda su vida con celos enfermizos hacia sus esposas, sus hijos, y de todo lo significara una amenaza.

Nosotros estábamos alucinados con esta historia; algunas cosas de estas ya las sabíamos, por los cotilleos que no faltan en Israel, pero no sabíamos hasta donde eran ciertas. Zaqueo hizo una pausa para beber un poco de vino y continuó:

—Aristóbulo, hermano de su mujer, era guapo y noble y muy apreciado por el pueblo. En cambio él era feo e hijo de un militar con una nabatea —se rio con este apunte y continuó—: le entraron unos celos terribles, y comenzó a espiar al bueno de Aristóbulo y a su madre porque creía que conspiraban contra él. A tanto llegó la presión, que intentaron huir los dos a Egipto, escondidos en ataúdes, porque Cleopatra y Marco Antonio los estimaban mucho, pero fueron descubiertos —yo levanté los ojos en señal de admiración, mientras algunos de sus amigos corroboraban la historia, casi en medio de risas.

—Abandonados a sus suerte, la madre de Aristóbulo organizó un banquete en el que Aristóbulo quiso bañarse en una piscina; Herodes encargó entonces a dos matones que lo ahogaran en la piscina. Más tarde ordenó ejecutar también a Mariamne, su mujer, y a dos de sus hijos. Era tan cruel que dicen que hasta ordenó matar unos niños en Judea[1].

—¿Qué horror! —exclamó uno de sus amigos.

Cambié de corrillo, y me acerqué al lugar donde estaba Jesús. Había allí un hombre muy rico escuchándolo; vestía una túnica bellamente decorada, y una mantilla con ribetes verdes. Tocado por las palabras de Jesús, le preguntó:

—Maestro, entiendo que los frutos de los que tú hablas serán de generosidad. Me parece bien ser generoso con los demás; ¿Entonces todos estamos llamados a pensar en los demás y a entrar en el cielo? —Jesús le respondió:

—Te lo voy a explicar con una parábola: un rey preparó el banquete de bodas de su hijo con una gran cena, envió a sus criados para anunciar las bodas con toda la pompa que se merecían, e invitó a muchos de sus amigos y de las personas importantes de la ciudad. Pero los invitados estaban distraídos con sus cosas, y se excusaron de asistir a las bodas. “Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes”, dijo el primero. ”He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes”, dijo el segundo. “Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir”, dijo el tercero. Y así todos se fueron excusando, algunos con razones verdaderas. Incluso algunos de los invitados, no contentos con excusarse, maltrataron a los criados y a algunos los mataron. Uno de los criados que logró escapar y regresar donde su señor, le contó todo lo sucedido. Entonces el rey se enfadó y envió sus tropas para incendiar las ciudades de los homicidas.

—Luego dijo a sus criados: “Los que yo había invitado no merecían asistir a las bodas de mi Hijo; pero el banquete ya está preparado con comida y bebida en abundancia, y no quiero dejarlo perder; así que salid a las calles y a las plazas de la ciudad e invitad a todo el que encontréis: no me importa si es cojo, ciego, blanco o negro, noble o del pueblo”. Entonces los siervos hicieron lo que les había ordenado su señor. “Señor”, le dijo uno de los criados, “los salones son demasiado grandes y aún hay sitio en el que cabe más gente; ¿Qué más podemos hacer?”. “Entonces salid a los caminos, a los huertos, a las montañas, a los mares, a los desiertos a todos los lugares, y a cuantos encontréis, traedlos; no quiero que los salones estén a medio llenar así que, si hay sitio todavía, obligad a la gente a entrar.

—Entró el rey para ver a los invitados y, mientras caminaba y saludaba a la gente, vio que había un hombre sin el vestido de bodas, y le dijo: “amigo, ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has presentado aquí sin un vestido de bodas? ¡Vestirte bien era lo único que tenías que hacer!” Pero el hombre se aturulló y no supo qué contestar. Entonces el rey le dijo a sus criados, señalando la puerta: “¡Atadlo de pies y manos, y echadlo fuera! —Todos estábamos impactados por la dureza de la parábola. Jesús sonrió, quitándole hierro al asunto.

—¡Zaqueo! —dijo—, ¡Muchas gracias por todo! ¡Que Dios te guarde!

—¿Te vas tan pronto, Maestro?

—Sí, Zaqueo; debemos partir ya —se dieron dos besos y nos despedimos; una vez fuera, nos dijo:

—¡Vámonos otra vez a Judea! —yo repuse preocupado:

—¡Maestro, pero hasta hace poco los judíos te buscaban para apedrearte!

Jesús no respondió. Yo tenía la sensación de que los enemigos del Maestro nos espiaban, camuflados en la multitud, porque no todos los que iban caminando con nosotros eran de los nuestros. A lo mejor serían imaginaciones mías, pero la tensión se sentía en el ambiente. Se acercó el mellizo, y me dijo:

—He hablado con Santiago el menor, y está muy preocupado, porque el Maestro insiste en ir a Judea. ¿No será mejor volvernos a Galilea?

—No lo sé —le dije—, pero sí pienso que el Maestro puede correr peligro. A mí no se me va de la mente lo que pasó en Nazaret, y ahora yo veo a los sacerdotes, los escribas y los fariseos completamente en contra de Jesús.

—¡Maestro! —sugirió Felipe, ahora en voz alta—. Mejor volvamos a Galilea. —Jesús le respondió cortante:

—Sabemos que me pueden buscar. ¿Pero no son doce las horas del día?[2] “El que camina de día, no tropieza”, como dice el refrán; no os preocupéis que estaremos prevenidos mientras tengamos la luz del sol.

Los demás callamos y, cuando callábamos todos, era señal de que estábamos intranquilos. Habíamos hablado muchas veces entre nosotros sobre la preocupación que nos producía ir a Judea. Yo no sabía si sería capaz de morir por Él, y el instinto me decía que Judea podía convertirse en la tumba de todos nosotros. Jesús, sin embargo, estaba muy tranquilo, y nos anunció:

—Es por Lázaro, nuestro amigo, que está dormido. —Habían pasado ya dos días desde que habíamos sabido que estaba enfermo; yo argumenté:

—Pues si está dormido, Maestro, seguro que sanará, porque cuando alguien se despierta después de una enfermedad larga, es muy buen augurio. Lo mejor es hacer lo que sugiere Felipe: nos vamos a Galilea y enseñamos allí; si quieres podemos ir otra vez de dos en dos, y de pueblo en pueblo. —Entonces Jesús sentenció:

—Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros de no haber estado ahí, porque así creeréis en mí. —Y comenzó a andar. Yo miré, preocupado, al mellizo y a Juan, que estaban a mi lado. El mellizo nos dijo a los dos:

—Pues si el Maestro va a morir, ¡No nos queda otra, sino ir a morir con Él!

Juan y yo nos miramos y nos quedamos callados; Jesús, en cambio, caminaba con entereza y decisión. Lo comenzó a seguir una gran muchedumbre, como siempre; pero la muchedumbre no tenía motivos para estar preocupada, porque no podían saber el peligro que Jesús corría. A la salida de la ciudad yo iba abriendo camino, pero Jesús iba muy retrasado por todos los que lo querían tocar; vi a un par de ciegos sentados a la vera del camino, y entonces esperé a su lado a que llegara el Maestro. Uno de los ciegos tenía un ojo bizco y el otro parecía en su sitio, pero no veía nada; tenía una capa marrón oscura y llevaba terciada una pequeña alforja. El otro era más joven, tenía unas facciones pulidas, pero estaba sucio y desaliñado. El del ojo bizco preguntó a los que estaban a su lado:

—¿Por qué hay tanto barullo?

—Que Jesús de Nazaret está pasando con mucha gente —le respondieron. Se veía que el ciego había oído hablar de Jesús, porque comenzó a gritar:

—¡Hijo de David! ¡Ten compasión de nosotros! —El otro ciego no decía nada, pero se movía inquieto en su sitio; la gente alrededor de Jesús hervía; algunos gritaban, otros le preguntaban dudas que Jesús iba desgranando con sus enseñanzas, mientras caminaba. El ciego insistía, gritando:

—¡Hijo de David! ¡Escúchame! ¡Ten compasión de nosotros! —Jesús no les hacía caso, pero la gente a su lado se sentía molesta con los gritos; parecía como si fuera a pasar de largo.

—¡Hijo de Timeo! ¡Cállate! —le decían al ciego bizco— ¿No ves que Jesús está hablando? —Él no se amilanaba; levantó al otro ciego, y comenzó a gritar mucho más fuerte que antes:

—¡Hijo de David! ¡Ten compasión de nosotros! —Yo me conmoví por la manera de insistir del ciego; Jesús entonces se detuvo, miró hacia ellos, y los llamó:

—¡Venid aquí! —Yo les dije:

—¡Venga! ¡Ánimo! ¡Id donde Él, que os está llamando! —Entonces el ciego bizco lanzó su manto lejos, como se lanza lejos un pasado que se quiere dejar atrás, y dio un salto de emoción como si se hubiera ganado una gran fortuna; el otro ciego iba agarrado del vestido del bizco; yo les ayudé a llegar hasta donde estaba el Maestro, porque no eran capaces de caminar solos; Cuando estaban enfrente, Jesús les preguntó a los dos:

—¿Qué queréis que os haga? —El hijo de Timeo estaba desconcertado, y no entendía la pregunta, cuya respuesta a él le parecía lo más obvio del mundo; movió su cabeza a lado y lado, y le dijo:

—¡Señor! —luego, hizo una pausa y dijo, casi gritando—: ¡Que se abran nuestros ojos! —Jesús los miró con cariño y sonrió: el Maestro siempre sonreía cuando iba a curar a alguien; les tocó los ojos, a cada uno con una mano y les dijo:

—¡Vuestra fe os ha curado! —Y sus ojos se abrieron en ese instante. Ambos ciegos comenzaron a gritar:

—¡Gloria a Dios en el cielo! ¡Gloria al Hijo de David! —y daban saltos de alegría.

Nosotros sonreímos, mientras el Maestro continuó su camino; nosotros lo seguimos, pero estábamos muy preocupados. ¿Por qué iba hacia Judea? Para mí era un misterio. Era como si se quisiera lanzar por un precipicio. Sin embargo, su determinación era inexorable. Él no estaba preocupado por nada, como si estuviera absolutamente seguro de que todo iba a estar bien. En Judea, ninguno de nosotros podría defenderlo; desde luego nosotros no teníamos la fuerza para luchar contra sus poderosos enemigos.



[1] Debe estar hablando de la matanza de los inocentes.

[2] Las horas en esa época se contaban desde el amanecer hasta el atardecer. Las de la noche se llamaban vigilias.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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