PROTEGIDO POR EL IMPERIO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Historia de Zaqueo, jefe de publicanos
Parábola del rey rechazado por sus súbditos
Parábola de los talentos


Relato de Zaqueo, jefe de los recaudadores de impuestos para los romanos;


Jerusalén puede ser la ciudad más grande de Israel, pero Jericó es mucho más antigua; dicen incluso que puede ser la ciudad más vieja del mundo; es un enjambre de relaciones entre personas, agarrado a una montaña de roca, cerca del Jordán, donde todos nos conocemos y las únicas sorpresas que suceden aquí vienen de los cotilleos.

Yo hacía muy bien mi trabajo; llevaba las cuentas tan escrupulosa y ordenadamente y me apreciaban tanto los romanos que un día me nombraron jefe de publicanos; y, como buen publicano, era rechazado por todo el mundo; además, era muy bajo de estatura, lo que me hacía un hombre débil. Un día, unos bandidos con la cabeza cubierta me dieron una paliza, gritándome que yo era un infame y un traidor, y que ellos eran los defensores de Israel. Al día siguiente solicité ayuda a las autoridades romanas y, desde ese momento, tengo un soldado en la puerta de mi casa para mi protección y la de mi familia.

Mi vida transcurría normalmente hasta que un día llegó un chisme, que empezó a inundar las calles de la ciudad. Jesús de Nazaret, un profeta con virtudes curativas que era muy bueno con los pobres, y que no le importaba hablar con pecadores y publicanos, estaba subiendo desde el Jordán. Algunos decían que era el Mesías, pero a mí me parecía bastante exagerado. Sin embargo, yo tenía muchas ganas de conocerlo, porque las cosas que se decían de Él hacían pensar en alguien grande.

Me fui cerca del wadi, pero venía tanta gente con Él, que me pareció que iba a ser absolutamente imposible verlo, sobre todo por mi estatura. Busqué un árbol para subirme, y solo vi un sicómoro; no me gustaba mucho subirme en ese árbol, porque sus frutos son los que comen los cerdos, pero no había otro por ahí cerca que tuviera tallo robusto y unas buenas ramas. Escalé como pude y esperé a que llegara la multitud. Era demasiada gente la que rodeaba a Jesús; se veía que había algunos que viajaban con Él, y otros de la ciudad a quienes yo conocía. De repente la caravana se detuvo y Jesús me gritó desde abajo:

—¿Qué haces ahí arriba Zaqueo? —La gente se rio al escuchar que Jesús llamaba a un hombre encaramado en el árbol; yo no entendía. ¿Por qué sabía Jesús de Nazaret mi nombre?

—¿Me hablas a mí? —le pregunté.

—¡Claro que te hablo a ti! ¿Quién más va a tener ese nombre? Además, ¿Ves a alguien más ahí arriba en el árbol? —todos se rieron más aún—, ¡Baja ahora mismo porque me vas a recibir en tu casa! —Yo bajé del sicómoro, y comencé a caminar con ellos, rumbo a mi casa; sonreía nerviosamente mientras íbamos y sus discípulos me miraban como si yo fuera un bicho raro; bueno, en realidad lo era.

—¡Va a ir a la casa de un pecador! —escuché que murmuraba uno de los que estaban por allí, pero a mí ya esos comentarios me importaban muy poco.

Yo estaba alucinado todavía de que el Maestro me hubiera llamado por mi nombre. La gente seguía murmurando, y yo no quería que el Maestro se arrepintiera de venir a mi casa, entonces apuré el paso; llegamos, e hice que mis criados organizaran habitaciones para los doce que le seguían regularmente y para Él. Yo no me lo podía creer. Había pasado de ser un apestado, a ser la estrella de la ciudad porque el Maestro de Nazaret, al que todos seguían por todo Israel, iba a estar en mi casa. ¡Yo estaba feliz! Inmediatamente mandé llamar a mis amigos, los que aún no me habían dado la espalda y a varios publicanos, que me caían bien. Hice que mis criados organizaran una gran cena en su honor. Cuando estábamos cenando, Azai, un amigo mío le preguntó:

—Maestro Jesús: ¿Qué debemos hacer con el fin de agradar a Dios?

—Dios es un Padre, y todos somos sus hijos. ¿Tú tienes hijos?

—Sí Maestro —respondió Azai con una sonrisa.

—¿Te gusta que peleen tus hijos? —le preguntó Jesús; Azai negó con la cabeza.

—¡No Maestro! ¿Cómo se te ocurre?

—A Dios Padre tampoco le gusta ver que sus hijos se pelean; Él quiere que sus hijos se amen y se ayuden los unos a los otros; por eso, si quieres agradar a Dios, debes ser el mejor padre, el mejor esposo y el mejor amigo; tienes que ser compasivo con el que sufre y nunca ser indiferente con los pobres. Así, mi Padre podrá tener un sitio para ti en su reino.

—Pero, Maestro, —pregunté yo—¿Cómo se va a saber quién va a ir al reino de los cielos, y quién no? —El Maestro le respondió:

—Te voy a contar quiénes serán los escogidos para el reino: un hombre noble iba a irse muy lejos, porque le iban a dar el título de Rey, y antes de emprender el viaje llamó a sus siervos y les confió su hacienda, a cada uno según sus capacidades. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro solo un talento que, como sabéis equivale a seis mil denarios, es decir el salario de un trabajador durante muchos años. Ellos miraban las monedas, sin creérselo, porque nunca habían visto tanto dinero junto. “Negociad mientras vuelvo”, les dijo, y se fue. Algunos que vivían en esa ciudad lo odiaban, y le enviaron un mensaje para decirle que no deseaban que volviese a reinar sobre ellos. El señor no respondió nada, y continuó su camino para recibir su título.

Todos los presentes, recordamos cuando Arquelao, hijo de Herodes el grande, fue a Roma a ser investido rey, y le enviaron desde Judea una comisión de cincuenta personas para decirle exactamente eso: “no queremos que tú seas el rey”. Esa embajada no tuvo ningún resultado, porque fue nombrado rey de Judea, de todos modos; pero previendo que sus súbditos iban a estar en su contra desde el primer momento, el César prefirió asignar la Galilea y la Perea a Antipas, su otro hijo.

—Después de mucho tiempo —seguía diciendo Jesús—, regresó el señor, e hizo llamar a los siervos a los que les había dado las monedas, con el fin de saber cuánto había ganado cada uno. Entonces, llegó el primero y le dijo: “me diste cinco talentos y mientras estabas lejos he estado negociando y he conseguido otros cinco”. “Muy bien”, le dijo el amo, “eres un siervo bueno, y me has servido fielmente; ya sé que te puedo confiar el gobierno de cinco ciudades y recibirte en mi reino”. Luego vino el otro y le dijo: “me diste dos talentos; era demasiado dinero, Señor, pero me organicé y te lo hice rendir y he conseguido reunir dos talentos más”. El Señor abrió los ojos en señal de admiración y le dijo: “¡Excelente! Has sido un buen siervo y también me has servido con fidelidad; te confiaré el gobierno de dos ciudades y también te recibiré en mi reino”. Entonces llegó el último con un atado lleno de tierra, lo desató y cayeron las monedas por el suelo: “Señor, a mí también me pareció mucho dinero y, como sé que eres exigente y esperabas mucho de nosotros, guardé muy bien tus monedas y las enterré para que nadie las robara; aquí está tu dinero”. Entonces el señor lo miró de arriba abajo, caminó a su alrededor y le dijo: “O sea que sabes que soy exigente; y que quiero cosechar donde no he sembrado”; el hombre asentía, y sonreía nerviosamente; ”¿y sin embargo no hiciste rendir mi dinero? ¡Es que ni siquiera pusiste el dinero en el banco para, por lo menos, recibir los intereses! ¡Eres un haragán y no mereces entrar en mi reino! ¡Amarradlo de pies y manos, y echadlo fuera! Y dadle todas sus monedas al que tiene diez”; los guardias protestaron: “¡Señor, pero ya tiene diez!”. “Sí”, respondió el señor, “pero quiero premiar su fidelidad, y me gusta ser muy generoso con las personas fieles. Además, justamente por eso, traedme a todos los que me querían rechazar como rey ¡y degolladlos en mi presencia!”—Todos nos habíamos quedado mudos con esta historia. 

—Maestro —le dije yo—, ¿Entonces Dios va a pedir cuentas a todos los hombres?

—Sí, Zaqueo; pero nunca olvides que Dios, además de juez, es también un Padre.

Cuando terminamos de cenar, yo me levanté con la copa de vino para brindar por el Maestro y le dije:

—Maestro: quiero brindar por ti. A pesar de que yo soy un excluido por esta sociedad, tú me has mirado con cariño y me has acogido en tu grupo de amigos. Yo quiero agradar a Dios, como has dicho, y voy dar a los pobres la mitad de mis bienes —miré a todos los invitados y les dije—: y si a alguno de vosotros os he engañado alguna vez, os devuelvo cuatro veces lo que os haya defraudado. —Jesús sonrió y me dijo:

—Zaqueo, estoy seguro de que mi Padre va a estar muy contento con tu generosidad, pero te digo: la próxima vez que vayas a hacer una obra de amor con tus hermanos, no lo anuncies, sino que hazlo sin que nadie más lo sepa; así tu Padre Dios te recompensará, porque Él sí lo ve, a pesar de que nadie más pueda verlo. Tú eres bajo de estatura —todos se rieron, y yo también—, pero has buscado un árbol para subirte, y has escogido el sicómoro aunque de él salga el alimento de los cerdos; te has esforzado y nos has recibido como si fuéramos de tu propia familia. Yo sé que tú eres odiado aquí en la ciudad, pero tú también eres hijo de Abraham y el Hijo del hombre ha venido a buscar a todos los seres humanos. ¡Créeme! ¡Hoy ha llegado la salvación a tu casa! El Padre te quiere a ti tanto como quiere a estos —señaló a sus discípulos—, os quiere a vosotros —señaló a mis amigos—, y a todos. Todos sois hijos del mismo Padre y su misericordia es infinita con todos.

Ahora, en la distancia de los años, puedo decir que he sido feliz en mi vida gracias a esa tarde; la tarde en la que supe que Dios no me odiaba, sino que me amaba a pesar de todos mis pecados, y que debía aprovechar todo lo que tenía para servir a los demás. La gente se empeñaba en juzgar y no comprendía que Dios es mucho más que los mezquinos sentimientos de quien juzga. Dios acoge a todo el mundo en su seno y así deberíamos hacer todos. Y los acoge independientemente de quiénes sean. Son mucho más importantes las personas que las doctrinas; son mucho más importantes las personas que las prevenciones. Aunque no estés de acuerdo con su manera de hacer las cosas, aunque creas que están equivocados, y aunque sean unos pecadores, tu casa tiene que estar abierta. Dios recibe a todos en su seno y no le importa que sus hijos tengan defectos; porque el que juzga a los demás, está juzgándose a sí mismo ante Dios. Y, al final, cerrar las puertas de tu casa a alguien es cerrarte a ti mismo las puertas del cielo.


Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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