LOS HUMILDES
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Los primeros puestos en los banquetes
"Dejad a los niños que vengan a mí"
Parábola del fariseo y el publicano
Parábola de los obreros contratados en la viña
Samaría es la transición perfecta entre
Judea y Galilea: no es ni tan rocosa y árida como la primera, ni tan verde como
la segunda. Los samaritanos tienen fama de hoscos en Israel, como si su corazón
estuviera marcado por lo pétreo de la Judea; pero cuando hablas con ellos y les
dedicas tiempo te das cuenta que nada más alejado de la realidad; el corazón de
los samaritanos es grande y amable, como los campos de Galilea. ¡Así de injusto
es juzgar a la gente solo por sus apariencias!
Uno de esos samaritanos de corazón
grande, invitó a Jesús a su casa. Al Maestro le gustaba ir a las casas de la
gente: ver sus familias, saludar a sus familiares y compartir con ellos un rato
de conversación. Yo diría que era su manera de descansar del polvo de los
caminos y de las grandes multitudes. Al parecer, habíamos llegado un poco más
temprano que los demás invitados, y Jesús no se sentó a la mesa, sino que se
quedó de pie con nosotros mientras conversábamos. Cuando estaban llegando los
invitados, trataban de ponerse en los puestos importantes de la mesa. Entonces
Jesús nos dijo:
—La humildad es el tesoro más grande de
quien quiere vivir una existencia de acuerdo con lo que quiere Dios, y es el
fundamento de la vida del alma. ¿Habéis visto un río pequeño por el que
discurren agua y piedras? ¿Y habéis visto como las piedras, después de moverse
con la corriente, terminan por acomodarse en un sitio? Así es la humildad: termina
siempre por poner a cada uno en el sitio que le corresponde. Por ejemplo, cuando
te inviten a un banquete, no te debes sentar en el puesto más importante de la
mesa, porque puede llegar alguien más importante que tú, y te tocará ir con
vergüenza a sentarte en el último puesto; en cambio, si se sientas en el último
puesto, el anfitrión vendrá y te pondrá en el sitio importante que te
corresponda.
Así eran las enseñanzas del Maestro: sencillas
y claras. Cuando terminamos de cenar, Jesús sentenció:
—¡Tenías toda la razón! ¡Tu mujer cocina
de maravilla! —todos nos reímos con el apunte, y la mujer del samaritano se
sonrojó.
Al día siguiente salimos hacia Judea, por
el camino del mediodía, pero Jesús viró súbitamente hacia levante, y se fue
hacia el Jordán. Entonces algunos viraron también, siguiendo el camino con
nosotros; Jesús se paró y les dijo:
—Si me vais a seguir, tenéis que saber a lo
que venís; debéis renunciar a todo, a vuestra familia, e incluso a vuestra
propia vida, y eso no es fácil. ¡Pero Dios vale mucho más! Y tenéis que valorar
lo que estáis dispuestos a hacer. Si queréis, por ejemplo, construir una torre, ¿no os sentáis primero a
calcular los gastos? ¡Claro que sí! Imaginaos que no los calculáis y ponéis los
cimientos de la torre y os quedáis sin dinero para terminarla. ¡Todos se burlarían
de vosotros! —todos empezamos a reírnos, imaginándonos lo que decía Jesús—. O imaginaos
a un rey que tiene diez mil soldados y otro rey viene hacia él con veinte mil. Seguramente
se dirá a sí mismo que es mejor enviar una embajada para negociar la paz, a terminar
derrotado. Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que
tiene, y que no carga con su cruz de cada día, no puede ser discípulo mío. ¡Pensadlo
antes de seguir adelante conmigo!
Algunos, efectivamente, comenzaron a mirarse
entre ellos y se fueron, porque Jesús lo pedía todo. Pasamos por otro pueblo, y
salió un hombre con unos niños para que el Maestro les impusiese las manos;
habiendo tantos enfermos, a nosotros nos parecía que los niños no debían estar
ahí, porque estorbaban entre tanta gente; además el Maestro parecía tener
prisa.
—¡Fuera! ¡Fuera! —les dijimos a los niños.
—¿Por qué los echáis? —dijo el Maestro,
mientras les sonreía. Se acercó a los niños y les preguntó:
—¿Sois buenos con vuestros padres? —Ellos
asentían con los ojos abiertos como platos. Jesús los miró fingiendo que dudaba
si lo que le decían era verdad—. Tenéis que ser muy buenos, porque ellos
trabajan todo el día para que vosotros podáis estar bien. Hay que ayudar a mamá
y a papá con las cosas de la casa y, cuando crezcáis, con el trabajo. —Ellos
seguían asintiendo. Uno de ellos, con cara de pícaro, le preguntó:
—¿Y si mi mamá quiere más a mi hermanito
que a mí, también le tengo que ayudar? —Jesús lo miró con la cara inclinada y,
casi guiñando un ojo, le dijo:
—No tengas envidia de tu hermanito. Tu
madre te quiere igual que a él, seguro, y tener envidia no es bueno. Cuando
pienses eso, trata de ayudar más a todos tus hermanos y a tu madre; ¡Verás cómo
te olvidas de tus cosas y que todo en casa se vuelve más fácil! —Entonces les
impuso las manos y los abrazó uno a uno. Ellos se fueron yendo, y Jesús les desordenaba
el pelo.
—Me encanta la dulzura y la sencillez que
tienen los niños —nos dijo, reemprendiendo la marcha—; sólo los que puedan ser
como ellos van a estar en el reino de los cielos.
—Maestro ¿Tú crees que nosotros somos
buenos como esos niños? —le preguntó dudoso el de Keriot, que estaba pensativo
desde hacía tiempo. —Jesús lo miró y le contestó:
—Judas: debéis ser buenos, pero no
preguntaros continuamente si lo sois. Te lo voy a explicar con un ejemplo: dos
hombres subieron al Templo de Jerusalén, y se pusieron a rezar. Uno de ellos
era un fariseo importante, muy apreciado entre sus amigos y en la ciudad; el
otro era un publicano al que la gente miraba con desprecio por la calle, porque
lo consideraban un traidor —todos miramos a Leví; él ya no bajó la cabeza como
lo hacía antes, sino que nos miró de vuelta; Jesús sonrió complacido de que nos
mirara de igual a igual y continuó:
—El fariseo oraba de pie y decía: “¡Gracias
Dios mío, porque no soy como los demás! Porque los demás hombres son todos unos
ladrones, injustos, adúlteros e indignos.”. El fariseo, estaba orgulloso de sí
mismo por cumplir los mandamientos, miró hacia atrás y vio al publicano, con la
cabeza abajo, y añadió: “¡Ni tampoco soy como este publicano, que traiciona a
su pueblo, recogiendo impuestos para nuestro opresor!”. El publicano, en
cambio, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos, porque estaba muy
avergonzado y lloraba diciendo: “¡Dios mío! ¡Perdóname! ¡Ayúdame y no me
escondas tu rostro” —Jesús hizo una pausa, nos miró a todos, y exclamó—: ¡Qué
importantes son las lágrimas de humildad y sinceridad! El dolor por la ofensa a
Dios te lava hasta los resquicios más escondidos del alma, y Dios mismo se
encarga de limpiarlos con su misericordia. Te aseguro que ese publicano volvió
a su casa en paz con Dios, que le sonreía desde el cielo, y el fariseo no. Todo
el que se ensalza a sí mismo será humillado; en cambio el que se humilla a sí
mismo será ensalzado por mi Padre. —Entonces Piedro le preguntó:
—Maestro, nosotros lo hemos dejado todo y
te hemos seguido. ¿Qué vamos a recibir?
—¡Piedro, no estás siendo como el
publicano, sino como el fariseo! —Piedro se quedó cortado, con la cabeza abajo;
Jesús sonrió y le levantó la cabeza—; no vayas a pensar, ni por un momento, que
seguirme va a ser fácil. Debéis prever lo que os puede pasar, y pensar si vale
la pena seguirme hasta el final. —Jesús sonrió y, como vio que Piedro seguía un
poco triste, continuó:
—¡Pero no te pongas así, hombre! Simplemente
os digo como le dije antes a Natanael: no debéis vanagloriaros por estar
haciendo la voluntad de Dios. Pero sí, Piedro: todo el que haya dejado su casa,
sus hermanos, o sus campos en mi nombre, o por el reino de Dios, va a recibir en
esta vida cien veces lo que deje; y luego, cuando muera, va a recibir la vida
eterna —Piedro sonrió pensando en el nuevo reino que prometía Jesús, y le
preguntó:
—Maestro cuando llegue tu reino, ¿Es
cuando vas a castigar a los fariseos? —Jesús lo miró fijamente.
—¿Por qué quieres pensar en todo lo que
os da mi Padre, como si fuera premio o castigo? Tú no sabes lo que tiene preparado
Él para los hombres. Te aseguro que habrá muchas sorpresas en el reino de los
cielos porque están llamados los hombres y mujeres de todas las razas y
condiciones. ¿Y al final quién será digno? ¡Ya verás la misericordia infinita
que tiene mi Padre! —Piedro bajó otra vez la cabeza y preguntó:
—No entiendo Maestro. Tú mismo has dicho
que el que deje muchas cosas por el reino de los cielos va a recibir más. ¿Entonces
el que deje pocas no va a recibir nada?
—Imagínate Piedro a un señor que contrata
obreros para su viña a distintas horas: unos muy de mañana, otros a la hora de
tercia, de sexta, de nona y de undécima, cuando ya se acaba el día. Cuando se
termina la jornada a todos les paga un denario. Claro, los de la mañana se
enfadan y protestan porque les están pagando lo mismo que a los que trabajaron
una hora. Pero el señor se queda mirándolos y les dice: “¿No habíamos quedado
en que yo te pagaba un denario? ¡Pues ahí lo tienes! ¿Por qué os da rabia que
yo sea bueno con los que trabajaron menos tiempo? ¿Es que acaso no puedo hacer
lo que me plazca con mi dinero?”
—Así pues, vosotros no debéis preocuparos
por la recompensa que vais a recibir, porque cada ser humano es diferente;
vosotros no conocéis las circunstancias de los demás y no debéis juzgar, porque
mi Padre tiene preparado el premio del reino de los cielos para todos por
igual, y os aseguro que va a ser muy generoso con todos. Así, que es posible
que los últimos sean los primeros; y que los primeros sean los últimos.
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