EL DINERO SIRVE PARA SERVIR
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Historia de Felipe y Natanael (Bar-Tolomé)
El joven rico
Parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro
"Deja que los muertos entierren a los muertos"
Extracto de una carta de Felipe de
Bethsaidá a Piedro
Mi madre me decía, cuando yo era joven:
“Hijo, el dinero no lo es todo en la vida, pero calma mucho los nervios”. Yo me
reía con ella, porque tenía toda la razón y luego, cuando crecí y comencé a aceptar
responsabilidades, me empeñaba en “calmar mis nervios” a como diera lugar.
Lo primero que intenté fue pescar con la
gente de mi pueblo, pero no me gustaba mucho el oficio: tenía que trabajar
demasiado, y el dinero que recibía a cambio no me parecía suficiente. Intenté
con la herrería, pero mantener el horno encendido y aguantar el calor todo el día,
tampoco era lo mío. Luego me contrató un amigo de mi padre que tenía una viña;
llevar el control de cada planta era muy pesado; me gustaba llevar todos los
tiempos en mi cabeza, pero así no funciona la uva; teníamos que estar
poniéndole agua muy a menudo y podía dañarse de todos modos. Recolectar: eso
era lo último que se me había ocurrido, y lo que estaba haciendo, cuando un año
pensé en ir a Jerusalén a celebrar la Pascua.
Natanael y yo, éramos amigos de siempre y
para siempre; cuando pienso en él, recuerdo su buen humor; también sus enredos
y sus traumas: se había vuelto gracioso por huir de la timidez. Su padre y su
madre lo machacaron tanto, que se había convertido en alguien inseguro; mordaz,
incisivo, como si no tuviera piedad con los demás cuando, en realidad, era un
pedazo de pan; era muy dulce con todos los que lo amaban, amable con todos los
que no lo conocían, y arisco con los que recién encontraba.
Pero no estaba hablando de él, sino de
mí. Esa Pascua nos cambió por completo a mi amigo Natanael y a mí, porque comprendimos
que amar a Dios tuviera un sentido que antes no tenía. ¿Dios era todopoderoso como
nos mostraban los libros sagrados? Sí; sin duda. ¿Dios era defensor de los
judíos? ¡Claro que sí! Pero aparte de la fuerza y el poder debía haber un corazón
grande. Y esa noción fue la que trajo Jesús. El mismo día que lo conocí, nos
hablaba del corazón de Dios, que nos quería tanto, como si fuera un Padre.
Después entendí que no es “como si fuera un Padre”, sino que realmente lo era.
Esa visión hizo que cambiara por completo mi concepto con respecto a Dios y con
respecto a mi vida.
Ese enfoque diferente también vino
acompañado de otras ideas interesantes: un reino nuevo; un rey y doce
príncipes. Sin embargo, cuando todo comenzó a desarrollarse, las cosas
comenzaron a cambiar. Jesús nos anunció que el reino no iba a ser de este mundo.
Ya no iba a ser un príncipe que ganara mucho dinero con el reino, sino un
servidor de los demás; lo fui entendiendo mejor cada día; en un principio con
sorpresa; luego con entereza y, al final, con la felicidad de quien sabía que
ese, definitivamente, era el camino.
Me di cuenta que. mientras pasaba el
tiempo, yo estaba renunciando cada vez más al mundo; pero la sorpresa más
grande fue comprobar que era feliz. Sirviendo a los demás era feliz; estando
con Dios era feliz. Me abandoné en Él, como sugería el Maestro, y conseguí
olvidar mi obsesión por el dinero. Y más tarde comencé a darme cuenta de lo
patético que es el ser humano cuando olvida que el dinero debe tener el fin de
ayudar a los demás.
Existían muchos ricos, algunos de ellos muy
cercanos, que habían perdido su libertad y se dedicaban más a defender su
dinero que incluso a gozar de él. ¡El dinero ya no era la llave que abría todas
las puertas, sino el muro que los separaba de los demás hombres! Y comencé a
verlo en varias personas y en varias actitudes. Nunca olvidaré, por ejemplo,
cuando estábamos cerca de Jericó. Por el camino, vino un joven muy bien vestido
que se arrodilló, como si fuera un romano, y le dijo:
—¡Maestro! Tú eres bueno, y nos hablas
todo el tiempo de la vida eterna; ¿qué cosas debo hacer para conseguirla? —Jesús
sonrió.
—¿Por qué me llamas bueno? ¡Sólo Dios es
bueno!
—Maestro: yo quiero ser bueno también, y
llegar al cielo —Jesús no dejaba de sonreír.
—¿Tú guardas los mandamientos? —le
preguntó, girando la cabeza.
—¿Cuáles? —preguntó el joven.
—Pues ya sabes; los que están en el libro
de la Ley: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, y todos los demás.
Pero esos mandamientos los debes guardar con todo tu corazón; debes saber que
tu Padre Dios siempre te pide más entrega de ti mismo.
—Maestro, todas esas cosas las he
cumplido desde que yo era un niño.
—¡Pero tú eres aún muy joven! —protestó Jesús.
—¡No tanto Maestro! —dijo el joven
mientras se reía. Jesús lo miró fijamente, como un padre mira a un hijo; se
quedó pensando un instante, y le dijo:
—Si quieres ser perfecto, te falta una sola
cosa.
—¿Cuál Maestro?
—¿Tú tienes muchas cosas? —el joven asintió.
—Mis padres tenían mucho dinero y yo lo
he heredado.
—Pues vete y vende todas las cosas que tengas:
casas, propiedades, animales, mesas, sillas, ¡todo! y dale todo el dinero a los
pobres que lo necesiten; así conseguirás un tesoro en el cielo; y después ¡ven conmigo!
Al escuchar estas palabras, el joven bajó
la cabeza. Jesús no dejaba de mirarlo; ninguno de los dos habló más; el joven
se fue caminando, lentamente, con cara de tristeza. Cuando estaba a un
distancia prudente, Jesús miró a su alrededor y nos dijo:
—¡Va a ser muy difícil para los ricos
entrar en el reino de los cielos!
—¿Por qué Maestro? —preguntó Leví.
—Porque les importa más el dinero que
todo lo demás y se olvidan de compartir; como os dije en otra ocasión, nadie
puede servir a Dios y al dinero; es más fácil que un camello pase por la puerta
de aguja de las murallas[1],
que un rico pueda entrar en el reino de los cielos.
—Entonces Maestro, ¡nadie podrá ir al
cielo! —protestó Juan. Jesús sonrió.
—Juan: tener dinero no es malo; lo malo
es estar apegado a él, y poner en él toda tu seguridad. Nunca debéis atesorar,
teniendo hermanos que sufren. Es mejor aprovechar el dinero para que os ayude a
llegar al cielo, siendo buenos con los demás. Será difícil que los ricos vayan
al cielo si piensan únicamente en cómo tener cada vez más, en vez de poner su
corazón en Dios; además nunca digas que nadie va a poder ir al cielo, porque para
los hombres puede parecer imposible, pero para Dios todo es posible. —Unos
fariseos que venían caminando con nosotros se burlaban:
—¡Estás loco! ¿A quién no le importa el
dinero? —Jesús les respondió:
—Reíos, pero Dios conoce muy bien vuestras
almas. Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres, pero mi Padre sabe
cómo son vuestros corazones, y creedme que lo que es estimado por los hombres
es abominable a los ojos de Dios. El dinero es muy apreciado pero debe ser para
servir a los demás, no para servirse a sí mismo.
—Escuchad: había un hombre muy rico, que
se llamaba Epulón; tenía vestidos de lino finísimo teñido de púrpura; sabréis
que la púrpura se saca de ciertos caracoles marinos de Tiro y es muy escasa y
muy cara; también tenía una casa muy grande donde hacía unos banquetes
espléndidos todos los días a los que invitaba muchos amigos, ricos como él. Al
mismo tiempo, había un hombre muy pobre que se llamaba Lázaro y que dormía en
el suelo, a la puerta de su casa; daba mucha lástima verlo con hambre, y
queriendo alimentarse al menos de lo poco que caía de la mesa del rico; además
vivía enfermo y lleno de llagas; era tan desgraciado, que hasta los perros se
acercaban donde él estaba y le lamían sus heridas. —Los que íbamos caminando
con Él, poníamos cara de desagrado, alucinados por la parábola, imaginándonos
cada cosa que sucedía.
—Murió el pobre, y su alma fue llevada al
cielo, porque había sufrido mucho en la vida, pero había sido capaz de llevar
su desgracia con alegría, en medio de su pobreza y de sus dolores; al tiempo, murió
también el rico, y fue al infierno, porque había utilizado el dinero sólo para
sí mismo y había ignorado a sus hermanos, que tanto lo necesitaban. Epulón
levantó los ojos y logró ver, a lo lejos, a Abraham; y vio que Lázaro estaba con
él, en el cielo, mientras él sufría en el infierno. Entonces comenzó a gritar:
“¡Abraham! ¡Padre mío! ¡Ten compasión de mí!”. Abraham le contestó: “¿qué
quieres, hijo mío?” “Dile a Lázaro que tenga piedad de mí y que, aunque sea,
moje en agua su dedo y me toque la punta de lengua para refrescármela, porque
estoy sufriendo mucho en este lugar”.
—¿Y qué le respondió Abraham? —preguntó
Judas, el Cachas.
—“Hijo: tú ya recibiste muchas cosas
durante toda tu vida y, en cambio, Lázaro solo ha recibido desgracias y
dolores; él, en medio de sus desdichas, ha sabido ofrecer todos sus
sufrimientos a Dios. Ahora él está recibiendo un justo premio, porque ha
permanecido fiel en sus infortunios y en cambio tú recibes tormentos, porque
nunca te importaron las adversidades de los demás, y fuiste indiferente a su sufrimiento.
—Maestro —le dijo Santiago el menor—:
¿uno puede salir del infierno?
—Hay un abismo entre los dos, Santiago, y
eso fue lo que le dijo Abraham. Así de duro es. Epulón le pidió entonces que
enviara a Lázaro a avisarle a sus familiares que Dios sí existía, pero Abraham
insistió en que si sus familiares no le hacían caso a Moisés y a los profetas,
ni siquiera le iban a hacer caso a un muerto que resucitara.
Todos nos habíamos quedado abrumados con
la parábola del rico y el pobre, pensando en lo frágil que era la existencia
humana, y en lo que debíamos cambiar para ser dignos de llegar al reino de los
cielos. Caminamos callados un buen rato, cruzando paisajes que ninguno había
visto nunca; eran unas gargantas imposibles entre montañas de piedra, con un wadi en medio, y arbustos que lo cercaban. Seguramente
nadie se atrevía a andar por estos parajes, sin pensar en el peligro de ser
asaltado por ladrones que podían estar escondidos entre las rocas. En seguida vino
de atrás otro discípulo, y le dijo muy animado:
—Señor; he decidido que te voy a seguir, Vais
a Judea, ¿verdad? Así os puedo buscar cuando haya enterrado a mi padre, que ha
muerto.
—¿A tu padre? —Jesús lo miró a los ojos,
mientras le decía—: ¡deja que los muertos entierren a los muertos! —Yo miré a
Natanael que caminaba a mi lado, porque ya habíamos hablado él y yo que el
Maestro pedía una entrega total: que nos despojáramos de todos nuestros
sentimientos y de todas nuestras cosas materiales para seguirlo; nosotros mismos
habíamos comprobado que, en realidad, nos hacía falta muy poco para sobrevivir
y que Dios nos daba siempre lo que necesitábamos. Poco después llegamos a una
aldea, y nos dimos cuenta de que, detrás de nosotros, venían corriendo unos
hombres que nos dijeron agitados:
—¡Esperad! —Nosotros nos detuvimos porque
eran varios los que gritaban. Llegaron jadeantes, y le dijeron a Jesús muy
preocupados:
—¡Maestro! Lázaro de Betania, el hermano
de Marta y María, se está muriendo.
[1] N del T: La
“puerta de aguja” de las murallas, era una puerta que se ponía con el fin de
sólo cupiera solo un hombre agachado; entonces, obviamente no cabía un camello.
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