MANASÉS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Parábola del hijo pródigo
Apuntes de Lucas para su Evangelio:
La gruesa alforja estaba lista. Ni
siquiera se había atrevido a despedirse de su madre. Lo que hacía no estaba
bien y, muy en su interior, él lo sabía y le daba vergüenza enfrentarse a sus
ojos. Manasés solo esperaba que algún día su hijo Benshajar reaccionara y
tuviera el pequeño hilo de luz que aparece al final del túnel, para que pudiera
iluminar sus pasos de vuelta.
La petición de su hijo menor, de recibir en
vida la herencia que le correspondía, era el deseo ruin de ver muerto a su
Padre, únicamente para poder gastar su dinero. Manasés estaba dolido, pero
podía más su corazón de Padre que la posible ira que habría embargado a
cualquier otro en su situación.
Lo vio marcharse, como se ve el
atardecer: bello y fuerte, pero con destino a la oscuridad y el frío. El mundo
era hostil y despiadado, y él lo sabía; solo rogaba que su hijo no acabara mal,
aunque no tenía certeza de nada. Se quedó triste y solo, mirando al fondo entre
los árboles donde iba su hijo, hasta que ya no lo vio más. Aún le quedaba su
hijo mayor, Avner, que lo consolaría el resto de su vida; Él sabía que Avner
era un hijo fiel y trabajador, y que no lo iba a abandonar nunca, pero la
alegría de tenerlo no compensaba el dolor de la partida de Benshajar. Su hijo
menor no era un chico malo; solo estaba un poco obnubilado y deslumbrado por el
mundo; todo le parecía nuevo y atractivo y quería explorar y probar suerte.
Pero fuera lo esperaban las tinieblas exteriores, con sus incertidumbres y sus
peligros. ¿Acaso era justamente ese salto de confianza ante lo desconocido lo
que lo atraía? A veces el ser humano necesita esas bocanadas de viento en la
cara para sentirse vivo. Manasés lo sabía, pero no lo consideraba siquiera. Solo
sabía que la herida de su partida le sangraba y le dolía cada hora que pasaba.
“Se arrepentirá y volverá”, pensó, y
salió al balcón de la casa toda la tarde de ese día, y también el día siguiente,
a esperar a su hijo; Y así, se acostumbró a salir todas las tardes al balcón solo
para ver si veía un movimiento entre los arbustos o una figura entre las
sombras del sol en los olivos, los pinos o en los cedros. A veces le parecía
que un reflejo era su hijo, pero no; Benshajar no aparecía.
No imaginaba que su hijo estaba
pasándoselo en grande, en unas tierras muy lejanas, gastándose todo el dinero
de la herencia que había pedido. Espléndidos banquetes donde hervían los amigos,
las viandas, los licores y, por supuesto, las mujeres hermosas. “Viajar es lo
mejor”, pensaba, “sobre todo lejos de mi hermano gruñón y acusador. Mi padre lo
aguantará, pero yo no tengo por qué aguantarlo. ¿Quién soporta a alguien que te
reprueba día y noche, aunque tú muchas veces no tengas la culpa de lo malo que pase
en el universo?”
Su hermano mayor tampoco era malo, pero
censuraba las actitudes de Benshajar sin piedad y mostrándole poco cariño; Avner
juzgaba a los demás sin amor, y eso lo hacía un insensible frente a las
necesidades y las carencias de los demás; a veces pareciera que solo importara
su trabajo; incluso se enfrentaba con frecuencia a su Padre, que amaba
sinceramente a los dos. ¿Qué tenía Avner? ¿Envidia, celos? Tal vez solo el
cansancio de su trabajo que lo hacía ver tempestades en la mente menos rígida
de su hermano.
Pero Benshajar, a pesar del aparente bienestar
del dinero, extrañaba todo lo que tenía en su casa; y lo que más falta le hacía
era el amor de su Padre. Él era infeliz y no se daba cuenta de sus carencias,
porque comía y bebía bien acompañado de sus amigos ficticios. Y como dice el
proverbio: “con dinero en el bolsillo se es inteligente, atractivo y además se
canta bien”; todos se aprovechaban de él y, a pesar de que no era idiota, el
dinero lo convirtió en un tonto. “Cántame una canción”, le decía una mujer muy
atractiva; “Qué bonito cantas”, le decía otra; “Qué listo eres”, le decía un
amigo. Y, a fuerza de escuchar lisonjas, se las creyó; y hacia fiestas para
cantar y lucirse, una tras otra. “Prefiero la vida al sueño”, se decía a sí
mismo, mientras la oscuridad y el frío se cernían sobre su corazón sensible y
desprevenido.
Un día contó su dinero y se dio cuenta:
“¡Anda!, ¡Aún tengo dinero, pero voy a tener que empezar a ahorrar! A lo mejor
me tocará espaciar las fiestas un poco”, pensó, y comenzó a hacerlo. Entonces,
sus amigos comenzaron a faltar en ellas cada vez más frecuentemente. Ya las
chicas que iban a sus fiestas, eran gradualmente menos atractivas, simpáticas e
inteligentes, y sus cantos se convirtieron, para ellas, en fríos copos de
melancolía. Empezó a correr entre sus amigos y conocidos el rumor de que le
faltaba el dinero y la gente le dio la espalda; el mundo era cruel y
despiadado, como pensaba su padre, y su hijo menor estaba comenzando a darse
cuenta de ese hecho por sí mismo. Como sus amigos no venían a visitarlo,
decidió ir él a la casa de ellos, pero los criados le negaban su presencia: “el
señor ha salido”; “la señorita no está”; “se han ido todos de viaje”. Y así,
uno tras otro. “¿Qué pasa?”, pensaba “¿Dónde se han ido mis amigos?”.
Un día pasó por una sala de banquetes y
quiso entrar. “Aquí no entran mendigos”, le dijo el portero. “¿Mendigo yo?”
protestó enfadado; “¡Yo no soy ningún mendigo!”; entonces vagó por las calles y
se acercó a un pequeño pozo a tomar agua, y se miró en él; tenía el pelo
revuelto y la barba descuidada. Miró su capa y su túnica; estaban raídas y
sucias, y él no se había dado cuenta hasta ese momento. Sus sandalias estaban
rotas. “¿Qué me ha pasado?” se preguntaba a sí mismo, sin poder encontrar una
respuesta. “¿Cómo he llegado hasta aquí? Y comenzó a animarse: “¡No me pasa nada!
Voy a conseguir trabajo y seré rico otra vez, y volveré a hacer banquetes. ¡Uno
cada día!”, pensó.
Así que recorrió esa comarca en busca de
trabajo. “¿Administrador tú?”, le decían mientras lo examinaban de arriba a abajo.
“Me dices que tú puedes hacer mis cuentas?”, le decían “¡Si no eres capaz ni de
hacer las tuyas, qué no harás con las mías!”. Caminó y caminó, ya casi sin
rumbo, hasta que un día vio una granja con ovejas, cerdos y gallinas. Llamó a
la puerta y preguntó: “Yo puedo trabajar en cualquier cosa; lo único que
necesito es conseguir algo para ganarme la vida”, le dijo al señor de la casa,
con la cabeza gacha; el hombre lo miró de arriba abajo y le dijo: “Estás tan
descuidado y sucio, que lo único que podría ofrecerte es que me cuides los
cerdos”. “¿Los qué?”, preguntó. “Los cerdos”, le contestó la voz que lo bajaba
a la realidad. Benshajar ya no preguntó. Sabía que ese trabajo era la única
posibilidad que tenía, antes de que el invierno lo matara de frío. Ni siquiera
dijo que sí, sino que simplemente asintió. “¡Qué mal hueles!”, le dijo el
hombre. Benshajar bajó la cabeza. “Ahí fuera tienes las porquerizas. Yo no me
creo eso de que los puercos limpios nunca engordan, o sea que limpia todo muy bien.
Los puercos son muy sucios, pero tú mantenlos limpios y arreglados. El saco ese
grande que tienes ahí está lleno de algarrobas; desgránalas y dáselas de comer
a los cerdos”.
Benshajar comenzó a limpiar las
porquerizas; nunca en la vida había visto algo tan asqueroso, pero sin embargo
hizo el trabajo lo mejor que pudo. Terminó agotado, y comenzó a desgranar las
algarrobas. Tenía mucha hambre, porque hacía dos días no se llevaba ni siquiera
un pan a la boca. Sin saber cómo comenzó a repartir las algarrobas entre los
cerdos, pero a desear comérselas él mismo; sin darse cuenta, comenzó a llorar; las
algarrobas se llenaban de lágrimas, y él no lo sabía, porque creía que estaba
lloviendo, pero alzó la cabeza y vio el cielo azul. Entonces se secó las
lágrimas con sus manos, y lo que hizo fue limpiarse las manos, sucias aún de la
porquería de los cerdos, en sus ojos y en sus mejillas. “¡Qué asco!”, pensó
para sí mismo, “y pensar que los labriegos de mi padre tienen un pan en la mesa
a toda hora”. Su padre era el abrazo de una sombra que se confundía con su
pasado egoísta y sus lágrimas de hombre; “si yo fuera donde mi padre Él, que es
tan bueno, me perdonaría; estoy muy avergonzado, pero le diría que me trate
como a uno de sus trabajadores; no le pediría más”.
Tiró las algarrobas al fango y salió, tal
cual estaba, al camino; ni siquiera cobró las horas trabajadas. Caminó y
caminó; cuando se acercaba a casa de su padre, le comenzó a doler la tripa y a
sentirse mal, por la angustia que le producía lo mal que se había portado.
Entonces, vomitó el pan que se había robado por el camino.
Llegó a la puerta de la propiedad de su
padre y se puso a llorar como un niño, cuando lo descubrió en el balcón; en un
principio, se escondió detrás de unos arbustos, pero luego comenzó a caminar
lentamente hacia la casa. Manasés hizo ademán de levantarse, pero dudó; no
lograba ver bien quién había llegado; pero en cuanto se dio cuenta de que era
su hijo se levantó con rapidez, bajó las escaleras de la casa de dos en dos y
salió corriendo a abrazarlo. Benshajar se postró a sus pies; lloraba a moco
tendido, y su padre con él. “No soy digno ni de tus lágrimas, padre”, decía
entre sollozos. Su padre se sentó con él en el suelo y no decía nada, solo
trataba de ponerle su propio índice en los labios de su sucio y lloroso hijo para
que no dijera nada. “Padre: he sido muy injusto contigo, y he pecado contra el
cielo y contra ti; ya no soy digno de que me llames hijo tuyo pero, por lo
menos, dame un trabajo”. Pero el padre solo le susurraba al oído: “Sh… sh….”, y
no dejaba de apretarlo contra su pecho y de darle besos, a pesar de toda la
porquería que llevaba encima, mientras se fundían las lágrimas de ambos.
Entonces Benshejar lloraba más aún, con ese llanto amargo, pero reparador, que
a veces parece una risa. “Trá...ta...me…”, dijo al fin, pero no se le entendía:
“Trátame como a uno de tus tra...ba…ja...do…res”, le dijo por fin, pero su
padre no lo escuchó porque lo estaba arrastrando hacia la casa.
Cuando llegaron al portal, los descubrió
un siervo, que corrió a ayudarlos, porque Benshejar estaba desmadejado.
“¡Rápido!”, ordenó Manasés, “¡lavadlo con agua caliente, perfumadlo, y dadle
algo de comer! y aparte de eso, ponedle la mejor túnica, un anillo en el dedo,
y sandalias en los pies”; luego añadió: “¡Traed también el ternero gordo y
matadlo para hacer una gran fiesta! ¡Id a contratar a los músicos, y que no pare
ni la música, ni la comida, ni la bebida!”.
Lavaron y organizaron a Benshejar; él no
se lo podía creer; ¡su padre era el más bueno de todos los padres! “¿Dónde está
mi hermano?”, le preguntó temeroso a uno de los criados. “Está en el campo,
trabajando; como todos los días”, le dijo el siervo. “Le quiero pedir perdón
también a él”, pensó, “porque también he pecado contra él”. Bajó delicadamente
arreglado y perfumado y comenzaron a tocar los músicos y a servir el banquete.
Avner, su hermano, llegaba a la casa
después de un día agotador de trabajo, y comenzó a escuchar el banquete y la
música. “¿Qué sucede”, le preguntó al mismo siervo que había vestido a
Benshejar. “Que tu hermano ha regresado, y tu padre ha organizado una fiesta;
hasta ha ordenado matar el ternero gordo, para celebrar que lo ha recuperado
sano y salvo; por cierto, tu hermano ha preguntado por ti”. “¿Ha preguntado por
mí ese desgraciado?”, preguntó. “¡Que se quede allí dentro, que yo no voy a
entrar a ver a ese miserable!”, le dijo al siervo; y se fue al lado de la casa
a un pequeño bosque de olivos, mascullando el rencor hacia su hermano, mientras
el siervo fue y le contó en secreto a Manasés lo sucedido.
Manasés, entonces, ordenó que la fiesta
siguiera, y salió disimuladamente para hablar con Avner a quien encontró en el
olivar, rumiando su odio. “¿Te acuerdas cuando eras un niño?”, le preguntó su
padre. Avner no respondió nada; estaba demasiado enfadado. “Te escondías siempre
aquí, cuando estabas molesto por algo, y tu madre o yo veníamos a buscarte y a
hablar contigo; probablemente tenías o no razón entonces, pero siempre veníamos
a buscarte, porque te amábamos como te amamos ahora. Y gracias a que siempre
estuviste arropado por nosotros, has sido tan buen hijo”. “¿Y si soy tan buen
hijo, por qué nunca me has hecho una fiesta, para estar con mis amigos?”, le preguntó,
“mientras que, en cambio, ¡hasta mandas matar el ternero gordo en cuanto llega
ese hijo tuyo!”. “¿Hijo, pero te das cuenta de lo que dices? ¡Estás llamando
“hijo tuyo” a tu hermano! A tus amigos los vas a tener siempre, y tú sabes que
todo lo mío es tuyo, para lo que necesites; tú no te has dado cuenta, pero tu
hermano ha estado muy mal desde que salió de aquí, y solo ha caído en la cuenta
de lo mal que estaba cuando tocó fondo y comprendió su error”. Avner no
hablaba, pero sus ojos estaban encendidos de rabia. El padre continuó: “En
cambio tú has sido feliz siempre, porque has estado a mi lado; nunca te ha
faltado nada, ni te va a faltar; pero yo no voy a dejar de querer a tu hermano,
porque a ti te dé envidia; es más: lo voy a querer más, porque él ha sido capaz
de arrepentirse y de volver a casa. Si algún día tú te equivocas, y ojalá nunca
suceda, yo también estaré a tu lado; y estoy seguro que tu hermano también,
porque él se ha hundido hasta el fondo de lo que se puede hundir un ser humano,
y solo le quedaba salir del fango con mi ayuda, y espero que también con la
tuya”. El padre, recostó a Avner en su pecho, y le dio un beso en la cabeza. El
hijo se calmó un poco; el amor de su padre, siempre lo calmaba. Entonces
Manasés tomó la mano derecha entre las suyas. “Aquí mismo en este bosque
jugabais y os divertíais, tu hermano y tú, cuando erais unos niños, ¿te
acuerdas?” Avner asintió. “Y ambos erais generosos el uno con el otro. ¡Me
encantaba veros juntos! Recupera ese espíritu de buen hermano, y ven a darle un
abrazo a Benshejar. Así seremos de nuevo una familia que piensa con generosidad
y no con envidia. ¡Piensa que tu hermano se había perdido para siempre!”
Avner se quedó pensando. Su padre tenía
razón, aunque no dejaba de darle rabia con su hermano. “Si me pongo a pensar
con detenimiento, yo tampoco soy perfecto, y podría ser un mejor ser humano,
con un poco de la compasión que muestra mi padre”, pensó. “La vida da muchas
vueltas, y es reconfortante saber que tu Padre estará ahí siempre para ti”. Miró
a su padre, y sonrió; su padre lo miraba con el cariño de siempre. “¡Qué bueno
eres, Padre!”, le dijo, y su Padre le puso el brazo en el hombro; luego le dio
un pequeño pellizco en la mejilla, como cuando Avner era un niño, y se fueron caminando
abrazados hacia la casa.
Comentarios
Publicar un comentario