LA COMPASIÓN

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


"Yo soy la luz del mundo"
Pilato mata varios judíos en la fiesta. "Dios no castiga"
Curación de diez leprosos
Curación de un hidrópico

Recuerdos de Tomás, llamado el Mellizo.


Estaba oscureciendo y en todas las casas de Jerusalén, con motivo de las celebraciones, se encendían unas lámparas de aceite que se ponían en las fachadas de todas las casas y que daban a la ciudad un ambiente íntimo y festivo. Estábamos en el atrio de las mujeres, conversando y le dije al Maestro:

—¿Has visto toda la ciudad iluminada? ¡Debería estar así siempre!

—¡Yo soy la luz del mundo! Al que me siga, yo iluminaré siempre su camino, y ya nunca andará en tinieblas, porque tendrá la luz de la vida.

—¿Cómo puedes ser tan pretencioso? —le dijo un fariseo—. ¿Por qué dices eso? ¡Nadie debe dar testimonio de sí mismo! Por decir estas cosas es que no creemos en ti.

—Yo sé de dónde vengo —le respondió Jesús, mirándolo a los ojos—; en cambio vosotros no tenéis fe, y aceptáis únicamente lo que veis. En la Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es válido. ¿Verdad? —el fariseo asintió—. Pues bien: está mi testimonio, y el testimonio de mi Padre que se ve con mis obras, que no son mías sino suyas. Yo tengo una razón de ser en esta vida, como la tienen todos los seres humanos; una llamada que debe atender para llenar el árido desierto del mundo con el agua viva que viene de Dios, que no es otra que su infinita misericordia.

El fariseo, entonces, hizo una mueca de desagrado, y se fue, mientras nosotros nos fuimos caminando lentamente hacia la salida de la ciudad. Jesús libraba estas pequeñas batallas contra los fariseos, a los que dejaba mudos, porque sus argumentos eran contundentes. Sin embargo, nosotros vivíamos tensos, porque con estas discusiones se hacía cada vez más evidente lo irreconciliable de su posición con la del Maestro.

 Nos fuimos a dormir al Huerto de los Olivos y al día siguiente, después de asearnos en el torrente Cedrón, emprendimos el camino de vuelta a Galilea. Un camino largo pero siempre interesante y, sobre todo, lleno con las enseñanzas del Maestro.

—¡El desierto impone! —me dijo Natanael cuando llegamos al Jordán.

—¡Vaya que si impone! —asentí.

La Perea, con sus pétreas y duras montañas, era como un límite psicológico donde no podías seguir hacia oriente; como cuando te decían de pequeño “No entres ahí”; así igual, el desierto te decía que podías seguir, pero tenía que ser bajo tu propio riesgo. Giramos hacia el norte, con la agresividad del desierto a nuestra derecha, y la paz del Jordán a la izquierda; el río discurría perezoso, entre juncos y pequeñas playas de fango. Muchos que habían sido discípulos de Juan el Bautista, cuando nos veían pasar, se unían a nuestra caravana. De repente, unos que venían de Jerusalén, vinieron gritando:

—¡Pilatos ha matado varios judíos en la fiesta!

—¿Qué ha pasado? — les preguntó Piedro.

—Pues que Pilato ha sacado un montón de monedas de las huchas del Templo porque quiere financiar un acueducto con ese dinero.

—Eso ya lo sabíamos —respondió Piedro, como quitándole importancia al asunto.

—Sí, pero hizo vestir a varios esclavos romanos con vestiduras judías y los mandó mezclarse con unos galileos que habían ido a protestar ante su palacio. Y a una señal ¡los esclavos sacaron garrotes y mataron a más de veinte!; justo en ese momento, se estaba llevando a cabo un sacrificio en el Templo y los sacrificados terminaron siendo nuestros hermanos galileos —todos pusimos cara de desagrado, y nos quedamos preocupados por lo sucedido. Cuando íbamos más adelante, Piedro le preguntó al Maestro:

—¿Por qué murieron esos galileos, Maestro? ¿Eran pecadores?

—¡No Piedro! ¡Ya os he dicho muchas veces que mi Padre nunca castiga a los hombres por pecar! Mi Padre tiene misericordia de todos, porque son su hijos; te aseguro que esos no eran más pecadores que los demás que viven en Jerusalén. ¿Os acordáis de aquellos dieciocho a los que les cayó encima la torre de Siloé, hace algún tiempo? ¡Tampoco los estaba castigando mi Padre! Simplemente Él permite que sucedan estas cosas, porque respeta la libertad con la que nos ha creado, y no nos la va a quitar nunca. Todos los hombres pecan, pero mi Padre los mira a todos con compasión, y le duele que pasen cosas como estas. No es bueno que pienses que las desgracias vienen de los pecados, porque Dios no quiere que los hombres actúen por miedo al castigo, sino por amor a Él y a los demás; lo importante es que os arrepintáis de corazón por vuestros pecados, y que hagáis penitencia, para que el Padre os pueda perdonar. Además nunca sabréis ni el día ni la hora en que Él os va a llamar a su lado, y es muy importante que estéis preparados. Y, aún en ese momento, el corazón del Padre con su compasión infinita, intenta por todos los medios que sus hijos lleguen arrepentidos y escojan estar con Él. No olvides lo que dijo Isaías:

¿Puede la mujer olvidarse
del fruto de su vientre,
no compadecerse
del hijo de sus entrañas?
Y aunque ella se olvidara,
¡yo no te olvidaré!
Mira, que te tengo grabado
en mis manos,
y tus muros están siempre
delante de mí.[1]

De ahí giramos hacia poniente, a Samaría. Al Maestro le gustaba a veces cambiar de ruta; al principio no lo entendíamos, pero terminamos por acostumbrarnos. Llegamos a tierra hostil, porque allí nunca nos aceptaban. A mí siempre me había parecido una tontería que entre judíos, galileos y samaritanos nos miráramos mal. Para galileos y samaritanos, los judíos eran unos soberbios que se creían que eran los únicos con derecho a la verdad; para los judíos y los samaritanos, los galileos éramos unos ignorantes sin cultura ninguna; y para los judíos y los galileos, los samaritanos eran unos extranjeros tercos y maleducados. Nos comportábamos como si no fuéramos todos hijos del mismo Padre Dios, como quería Jesús. Pero ahora, habían tenido que venir los romanos a hacernos caer en la cuenta, a la fuerza, que todos éramos el mismo pueblo, que vivíamos bajo su yugo. En cambio nosotros deberíamos estar unidos pensando que pertenecíamos al mismo reino de Israel, y no buscándonos problemas los unos a los otros.

Al llegar a una ciudad, desde lejos, nos empezaron a gritar unos hombres. Eran diez leprosos sucios que salían de una cueva. No se escuchaba bien lo que gritaban; algo con “nosotros”, decían. Se acercaron un poco más, y entonces pude escucharlos mejor:

—¡Maestro Jesús! ¡Ten compasión de nosotros! —Todos retrocedimos, pero Jesús siguió caminando hacia ellos; se acercó y se sentó a conversar con los leprosos, como si nada pasara, haciéndoles señas para que hicieran lo mismo; nosotros los mirábamos a una prudente distancia, y escuchamos que les dijo:

—El Padre celestial se conmueve cuando ve enfermos como vosotros; quiero que sepáis que vuestra enfermedad no es un castigo, sino que está ahí para que se convierta en gloria de Dios —estuvo conversando con ellos otro rato, mientras los demás seguíamos lejos; luego los despidió diciendo—: ¡id a presentaros a los sacerdotes! —Entonces se levantaron. Nosotros, alejado el peligro, comenzamos a caminar hacia Jesús. Uno de los fariseos que estaba allí, dijo lo que ninguno de nosotros se atrevía a decir:

—¡Qué asco! —Jesús lo miró pero no dijo nada y siguió caminando hacia el norte, y nosotros con Él; entonces se le acercó al fariseo y le dijo:

—Es verdad; no es fácil acercarse a alguien enfermo; pero tu corazón tiene que estar por encima de tus prevenciones. Mira que la misericordia que tú muestres por los hombres, es la misericordia que Dios va a tener contigo. Y en los pobres, los niños, los ancianos y los enfermos está Dios esperándote.

Así de claro nos hablaba el Maestro, para estuviéramos entregados a nuestro hermanos. Seguíamos nuestro camino entre olivos centenarios que llenaban el suelo de sus minúsculas hojas verdes. Hacía mucho frío, y nos detuvimos a descansar un rato largo. Miré a mis compañeros y vi que varios tiritaban; aunque yo también tenía una capa estaba helado. De repente, apareció uno de los leprosos que llegaba gritando:

—¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra y en todas partes! —gritaba feliz—. ¡Bendita sea su misericordia!

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Jesús. Él no dijo nada en ese momento, sino que vino y se postró a los pies del Maestro, con el rostro en la tierra y le dijo:

—¡Maestro Jesús! Cuando íbamos a presentarnos a los sacerdotes, nos curamos todos. ¡Gracias por curarme; me has devuelto la esperanza! —El Maestro sonrió.

—¿Pero no erais diez los leprosos que estabais juntos? —le preguntó desconcertado.

—Sí, Maestro; ¡y en el camino quedamos todos curados!

—¿Y entonces, donde están los demás?

—No lo sé, Maestro —dijo bajando la mirada.

—¿De dónde eres tú? —le preguntó Jesús.

—Soy samaritano, Señor.

—¡O sea que tuvo que venir un samaritano, y los otros nueve ni se preocuparon por venir a dar gracias! —Jesús lo levantó y lo besó en la cabeza. ¡Vete! Tu misma fe te ha salvado! —nos miró a todos diciendo—: no olvidéis lo que dice el proverbio: "El que da, no debe volver a acordarse de que dio; pero el que recibe nunca debe olvidar que ha recibido".

Llegamos a un pueblo, y nos quedamos allí a dormir. Al día siguiente era sábado, y el jefe de los fariseos de aquella región lo había invitado a comer. ¡Qué raro que era sábado, y allí mismo en la casa del fariseo había un hombre con las piernas y los brazos hinchados! Se les veía venir: lo que querían era comprobar que Jesús curaba en sábado, como les habían contado, y para eso le traían al enfermo.

—Imagino que lo habéis traído para que lo cure; ¿no? —preguntó Jesús, mirando a todos los invitados—; ¿por qué queréis ponerme una trampa? ¿Quién de vosotros, si se le cae un hijo o un buey a un hoyo, no lo saca aunque sea en sábado? Me lo traéis con toda vuestra mala intención pero, aunque sé que lo hacéis por maldad, lo voy a curar; porque es mucho más importante la salud de este pobre hombre que atender a vuestra hipocresía.

—Ven aquí —le dijo al enfermo—, y él se le puso enfrente. Tomó al enfermo por sus piernas y se las estiró; luego lo tomó por sus brazos, y el hombre quedó completamente curado.

—¡Vete en paz! —le dijo—. El enfermo se postró a sus pies y los  abrazaba; El Maestro se agachó y lo levantó; lo miró a los ojos, y entonces el hombre salió de la casa dando gloria a Dios con todas sus fuerzas, tanto que sus gritos se escuchaban desde dentro.

 Un fariseo de los presentes negaba con la cabeza mientras conversaba con otro, y le pedía a un escriba que pusiera por escrito lo que decía Jesús. ¿Era una trampa, como había dicho el Maestro? Esto no me gustaba nada.



[1] Is 49,14-16

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *