CREER EN LAS OBRAS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús en la Fiesta de la Dedicación
Jesús conoce a cada oveja por su nombre
"Dioses sois; hijos del Altísimo"
Reunión del Sanedrín
Notas de Najum miembro
del Sanedrín, sobre hechos acaecidos durante la fiesta de la Dedicación del
Templo, en Jerusalén.
—¡Rabbí! —me dijo uno de mis sirvientes—.
El Maestro que has estado buscando está en Jerusalén; lo acabo de ver en el
recinto del Templo.
—¡Aprisa! —le dije con preocupación—;
arregla mis vestidos.
Me los puse con toda presteza, y salí tan
pronto como pude. Yo no vivía lejos del Templo, pero me tocaba subir los
escalones interminables que salvaban la diferencia de alturas; cuando se
trataba de Jesús de Nazaret, se hacían penosas hasta las escaleras de subida.
Había bastante gente que había venido a la fiesta, pero no tantos como cuando
se celebraba la Pascua. Miré las lámparas encendidas del hanukkáh,
y vi que había solo cuatro de ellas encendidas, señal de que estábamos en el
cuarto día de la fiesta.[1]
Entré al recinto, e ingresé en el patio de los gentiles; bastó una barrida con
la mirada para descubrir a la gente arremolinada en el pórtico de Salomón,
señal inequívoca de que ahí estaba Él. Me acerqué a escuchar y vi a un fariseo,
de los nuestros, le preguntaba:
—Si tú eres el Mesías, ¿por qué no nos lo
dices abiertamente? Nos tienes en ascuas desde que te conocemos —le decía con
el fin de empujarlo a la blasfemia—¡dínoslo abiertamente y déjate de juegos!
—¡Pero si ya os lo he dicho muchas veces,
y no me creéis! —dijo Jesús con un tono en el que se le veía el desespero—. Los
prodigios que yo hago, los hago en nombre de mi Padre. ¡Y a pesar de ver los
prodigios, vosotros no creéis!
—Jesús: ¿pero por qué te pasa con
nosotros?
—Que no sois capaces de pensar con
sencillez; y, por eso, no sois parte del rebaño de mis ovejas. Los que quieren
ser mis ovejas escuchan mi voz con una sencillez que les permite oír sin
juzgar, y pueden entender con claridad todo lo que les digo.
—Cuando hablas de tus ovejas, ¿hablas de
tus discípulos? —el nazareno levantó las cejas y asintió:
—Yo me ocupo de mis ovejas, día tras día,
y las cuido; además conozco a cada una por su nombre; y, cuando las llamo a mi
lado, ellas me siguen. Nadie me las puede arrebatar porque mi Padre me las ha
dado para que no perezca ninguna.
Hice seña al fariseo que estaba hablando
con Él, y a otros, mientras tomaba una piedra del suelo pero di un respingo
cuando Jesús dijo con voz fuerte, mirándome a mí a la cara, y con ojos
hirientes como espadas:
—¡Muchos prodigios os he mostrado, y los
hago con el fin de curar y hacer el bien a muchas personas; y os he dicho que esos
prodigios vienen de parte de mi Padre! ¿Por cuál de ellos queréis apedrearme? —Yo
le contesté, viéndome descubierto:
—No te queremos apedrear por las obras
buenas que hayas hecho, sino porque tú blasfemas y debes morir; ¡porque siendo
hombre, te haces igual a Dios!
—Mira de lo que me acusas: la Escritura
no puede fallar, ¿verdad?
—No; no puede fallar —le contesté.
—Entonces, ¿por qué en el Salmo dice “dioses sois; sois hijos del Altísimo”?[2]
Yahvé llama “dioses” a quienes lo escuchan, y se supone que la escritura no
puede fallar. Si Dios ungió y envió al mundo al Hijo del hombre para salvarlo
¿por qué lo llamáis “blasfemo”, por decir que es Hijo de Dios? Yo entendería
que me llamarais blasfemo si no hiciera las obras de mi Padre; pero si las
hago, por lo menos creed en las obras aunque no creáis en mis palabras.
Los argumentos estaban claros, pero no
eran fáciles de digerir en una conversación normal. Lo único de lo que yo estaba
seguro, por ahora, era que este hombre era muy listo, y que tendríamos que
hablar con la asamblea en pleno sobre su destino. Nadie podía ir infringiendo la
Ley de esa manera, haciéndose pasar por Hijo de Yahvé, sin que le costara nada.
Deshice mis pasos, pensando en todo el raciocinio que había hecho Jesús, hacia
el Sanedrín, y le conté a Caifás lo que estaba sucediendo.
—Yo quiero hablar con Él —dijo Caifás con
su voz grave—, pero por ahora no sabría cómo enfocar la conversación.
—Puedo ir a buscarlo, si quieres —le dije
para precipitar un poco los acontecimientos—, o enviar a la guardia.
—¡No, espera! Tenemos que pensar a fondo
todas las implicaciones con el pueblo, con los romanos y con Anás. Porque mira
una cosa: entre la gente del pueblo hay muchas personas que aceptan a Jesús
como aceptaban también a Juan el Bautista. Además a los romanos no les gusta
que se reúnan muchos judíos, porque ellos lo ven como una posibilidad de
revuelta; lo que menos quieren es sangre, porque saben que el emperador Tiberio
es un hombre que quiere paz, especialmente en regiones como Judea, donde todo
se puede trastocar con un pueblo como el nuestro que es muy belicoso. Y con
respecto a Anás….
—Anás fue Sumo Sacerdote, pero hace mucho
tiempo —esgrimí interrumpiéndolo—. ¿Qué tiene que ver él en esto?
—Tiene que ver, y mucho, porque Anás está
involucrado en todo el manejo de la ciudad y tiene muchos negocios que no va a
querer que sufran daño; además él está acostumbrado a manejar estos asuntos de
gobierno; es un viejo zorro, y sabrá qué es lo que debemos hacer.
El verdaderamente inteligente era Caifás,
que ya se había hecho un mapa mental muy claro, con todas las consecuencias de
los posibles problemas con el nazareno. Por otro lado, había sido capaz de
guardar cierta independencia con respecto a su suegro, pero siempre le
consultaba en los asuntos complicados como este. ¿Por qué? Porque si
consultaba, su responsabilidad iba a estar compartida; en cambio si tomaba las
decisiones unilateralmente, y las cosas salían mal, la culpa del fracaso iba a
recaer exclusivamente sobre Él. La fiesta de la dedicación, también se llamaba
“la fiesta de las luces”. Las lámparas de la fiesta iluminaban a todos los que íbamos
al Templo, y cada vez se hacía más claridad acerca de qué hacer con el
nazareno.
[1] En la
fiesta de la Dedicación o Hanukkah,
cada día se encendía una vela adicional hasta ajustar ocho, como conmemoración
del milagro del aceite: cuando Judas Macabeo liberó Jerusalén de mano de
Antíoco, descubrieron que el aceite había sido profanado, pero encontraron una
sola vasija con el sello del Sumo Sacerdote intacto, cuyo aceite alcanzó a
arder milagrosamente los ocho días de la fiesta, a pesar de que solo podía
durar uno; como Najum contó cuatro lámparas, quería decir que iban en el cuarto
día, de una fiesta que duraba ocho.
[2] Sal 82,6
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