LOS AFANES DE ESTE MUNDO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Camino desde Jerusalén a Galilea
¿Quién es mi prójimo?
Parábola del buen samaritano
María de Betania a los pies de Jesús
Apuntes de Tomás, llamado el mellizo.
El camino desde Jerusalén a Galilea se
hacía en unos cinco o seis días, y tenía cuatro zonas perfectamente definidas:
la primera era la que iba desde Jerusalén a Jericó, que comenzaba subiendo la
montaña desde Jerusalén, o más bien, desde el Torrente Cedrón, para luego bajar
por el camino de Betania, y llegar a Jericó, ciudad más que milenaria; era el
trayecto de los paisajes, de tener las vistas hacia la inmensidad del desierto,
al fondo, en la Perea. El segundo tramo era un delicioso, pero a la vez
peligroso camino, que bordeaba el Jordán camino del norte, por un angosto valle
enmarcado por la presencia de pétreas montañas a lado y lado del río; en el
tercero el valle se abría, y dejaba a la vista unas hermosas planicies con
amplios sembrados que aprovechaban el agua del río y que recibían los rayos del
sol para tostar el grano hasta la madurez. Un poco más al norte, ya se llegaba
a la cuarta zona, al Mar de Galilea, que bordeábamos por la orilla de poniente,
hasta llegar a Cafarnaúm.
Estábamos emprendiendo justamente ese
camino, saliendo de Jerusalén y, cuando salíamos del huerto de los olivos, unos
detuvieron a Jesús para hacerle preguntas, y Él se detuvo a conversar con
ellos, sin prisas; un doctor de la Ley, acostumbrado a leer todos los días la
escritura y a interpretarla, le preguntó:
—Maestro, dime qué debería hacer yo, si
quiero llegar a la vida eterna.
—¿Qué dice en las escrituras? ¿Qué debes
hacer, según lo que dice? —le preguntó Jesús, mirándolo de lado.
—“Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y
con todo tu espíritu; y a tu prójimo como a ti mismo.”[1]
Nosotros sabemos que Dios es nuestro creador, que está en los cielos y que lo
sabe todo. Pero Maestro, yo no sé quién es mi prójimo.
—Tu prójimo es la persona que está a tu
lado; es toda persona a quien tú le puedas ayudar. En esa categoría cabe mucha
gente: tus familiares, tus vecinos, tus colegas, y hasta el hombre que no
conoces y pasa a tu lado. Te voy a contar una historia: un hombre bajaba desde Jerusalén
hacia Jericó, en una tarde espléndida, en medio de montañas rocosas, y de las
vistas más increíbles hacia el Jordán y hacia el desierto. En uno de los sitios
en los cuales el camino se estrecha, le salieron unos bandidos, que lo golpearon
sin piedad, le robaron todo lo que tenía y lo dejaron casi muerto, tirado en
mitad del camino. Al rato, pasó por allí un sacerdote que lo vio herido y, sin
bajar del burro en el que venía, decidió seguir su camino. Luego pasó un levita
que estaba al servicio del Templo, en Jerusalén; también lo miró, pero ni
siquiera se detuvo a curiosear sino que siguió de largo. Entonces pasó también
un hombre de Samaría, que iba de viaje; vio al hombre medio muerto, y se llenó
de compasión. Se acercó y le dio de beber, para tranquilizarlo porque se dio
cuenta que el pobre hombre estaba muy angustiado; después comenzó a limpiarle
las heridas, con agua primero, y luego con aceite y vino para aliviarle el
dolor; lo vendó para que no sangrara más, y lo montó sobre su propia
cabalgadura, mientras él se fue caminando y lo llevó al mesón del camino. Allí
pidió una habitación al posadero y cuidó de él hasta el otro día. Por la
mañana, vio que el hombre reaccionaba poco a poco y pudo comer algo, aunque seguía
muy dolorido, pero ya por lo menos podía hacerse entender un poco en medio de
sus heridas. Entonces le dio dos denarios al posadero y le dijo: “Cuida de él y
déjalo en mi habitación; y no te preocupes si gastas más de lo que te he dado que
yo pasaré de nuevo por aquí, de vuelta de Jericó, y te lo pagaré todo”. Del
levita, el sacerdote y el samaritano, ¿quién de los tres actuó como prójimo del
pobre hombre que cayó en manos de los ladrones?
—El samaritano sin duda Maestro —le
contestó el doctor de la Ley—, porque se llenó de compasión y tuvo misericordia
de él. —Jesús reanudó la marcha, mientras hablaba:
—Así es, porque el samaritano se conmovió
con el sufrimiento de alguien que él consideraba su enemigo, porque era judío,
pero no le importó y lo cuidó. En cambio el levita y el sacerdote estaban muy
preocupados con sus cosas, y con sus asuntos y, para ellos, era más importante
no quedar impuros por tocar la sangre del herido, que su deber como hermanos. ¡Todos
los hombres deberían tener compasión los unos de los otros! —El doctor de la
ley respiró hondo, porque había quedado conmovido por la parábola.
—¡Ojalá Maestro, todos los seres humanos
pudiéramos ser como este samaritano!
—Así es, pero ¿sabes qué pasa? Hay tantas
cosas en este mundo, que muchas veces la vida ajetreada no te permite darte
cuenta de tus hermanos que sufren. Los hombres se han acostumbrado a ver el
sufrimiento y la pobreza y por eso se vuelven indiferentes; han perdido su
capacidad de asombro ante el dolor ajeno. ¿Por qué crees que muchas veces los
hombres y las mujeres abandonan a sus padres, después de haberles servido toda
la vida? ¿O por qué pasan por el lado de los mendigos sin sentir nada? Porque
viven enfrascados en su propio mundo y no son capaces de pensar en los demás y
ponerse un solo instante en las sandalias de quien sufre.
Habíamos terminado ya de subir la montaña
que separaba Jerusalén de la bajada al Jordán y comenzábamos el descenso; el
doctor de la Ley se despidió del Maestro y se volvió a Jerusalén. En el largo
recorrido que nos separaba de Galilea, había un sitio que a Jesús le gustaba
más que todos los demás: Betania. A Él le encantaba siempre detenerse allí,
para ver a sus tres amigos. Allí no había muchedumbres, no había jaleos. ¡Solo
paz, felicidad y amigos!
Seguimos caminando hasta que llegamos. El
viento movía las hojas de los árboles, y el sonido que producían al tocarse era
lo único que se escuchaba al llegar; atravesamos el doble flanco de cipreses que
separaba el camino de la casa ,y Jesús llamó a la puerta. Esperó un poco pero, como
nadie dijo nada desde dentro, entró y gritó:
—¡Shalom Aleichem!
—¡Maestro! ¡Aleichem
Shalom! —dijo Marta desde el fondo, y luego vino y abrazó al Maestro.
Marta era una mujer de unos veintiocho
años, y era la hermana mayor de la casa; después en edad venía Lázaro y luego María. Habían tenido
otros hermanos, que vivían lejos o que habían muerto, pero ellos tres vivían
juntos en la casa, que un día había sido de sus padres. Marta era muy estricta
con sus dos hermanos; era la mayor y le había tocado sacar a la familia
adelante, cuando sus padres habían faltado. Lázaro era un tipo bonachón, de
barba cuidada y aspecto aristocrático pero, en realidad, era una persona muy
humilde. Y María era una mujer muy guapa a quien todos trataban como “la niña
de la casa”, aunque ya tenía edad para estar casada.
—¡Jesús de Nazaret! —exclamó Lázaro, mientras
entraba por la puerta de atrás y le daba un abrazo—¡Qué maravilla tenerte
aquí!
—¡Hola Jesús! —dijo María que entraba
desde el patio y había entrado en la casa al escuchar que había venido el
Maestro. Vino y abrazó al Maestro, sin mucho ánimo; había algo que no me
cuadraba con María: otras veces había sido la más alegre y la más cariñosa,
pero últimamente estaba un poco distante, y se veía que tenía la mente en otros
afanes.
—¡Ya conocéis a los doce muchachos! —dijo
el Maestro, extendiendo la mano hacia nosotros.
—¡La bodega vive lista, muchachos!
—exclamó Lázaro—. Instalaos, que vosotros ya conocéis el camino. Maestro: dime
si han venido tus primos para ir a comprar más comida —bromeó Lázaro; todos
soltamos la carcajada, pero Judas y yo nos cortamos un poco.
—¡Y también han venido los hijos del
trueno con nosotros! —exclamó Jesús; entonces la carcajada fue general, sobre
todo cuando Juan y Santiago se ruborizaron—. ¡Ten cuidado que son capaces de
quemarte la casa! —bromeó Jesús. Ahora los pobres zebedeos solo querían
esconderse y desparecer, debajo de los muebles, ante la risa general. No nos
dábamos cuenta, pero el Maestro nos iba educando, a veces con palabras
afectuosas, o con reprimendas fuertes, pero a veces también con bromas con las
que todo el mundo se reía; así iba moldeando poco a poco nuestro carácter, ayudándonos
a bruñir nuestra tosca personalidad, y nos hacía reírnos de nosotros mismos,
con esa mano tierna que solo Él tenía.
Después de instalados, nos fuimos al
cuarto de estar. Era otoño, y Marta nos trajo una bebida caliente con alguna
hierba que no supe identificar.
—Es hierbabuena con miel —apuntó Marta,
como adivinándome el pensamiento—. La casa está un poco sucia, Maestro y me da
mucha vergüenza; así que voy a estar limpiando mientras hablamos. —Lázaro
también se sentó con nosotros, y comenzamos a hablar con Él, mientras Jesús nos
enseñaba:
—Normalmente, vivimos muy distraídos con
nuestra vida diaria, porque tenemos muchas cosas qué hacer y no nos alcanza el
tiempo. Además hay muchas cosas que nos preocupan: nuestra familia, nuestros
trabajos y nuestra salud, por ejemplo. Sin embargo, veréis que vuestra vida
cambia por completo cuando ponéis a Dios en las cosas de cada día, y compartís
con Él vuestros afanes e inquietudes porque, cuando lo dejamos entrar en
nuestro ser, Él nos ayuda en todo estemos donde estemos, y hace que nuestra
vida esté llena de la luz que nos ilumina desde el cielo.
María se había sentado a los pies de
Jesús, con los codos sobre las rodillas. Escuchaba a Jesús sin perderse una
sola palabra. Sus ojos chispeaban con los reflejos del sol del otoño y sonreía,
pero su sonrisa no salía naturalmente de su boca, como si una sombra indefinida
campeara sobre su alma.
—Además, mi Padre ha querido que os
ayudéis unos a otros a llegar a su casa y, por eso, podéis rezar los unos por
los otros; Además os aseguro que el poder de la oración es muy grande y que si
dos o más de vosotros os ponéis de acuerdo aquí en la tierra con el fin de
pedirle algo a, os lo concederá seguro. ¿Y sabéis por qué? Porque donde estéis
dos o más reunidos en mi nombre, allí voy a estar yo en medio de vosotros.
—Entonces debemos apoyarnos los unos a los
otros para pedir al Padre las cosas buenas —aseguró Andrés.
—Así es, Andrés. Nadie llega solo al
cielo, porque hasta la última palabra de enseñanza o de aliento, el último
gesto, la última compasión, y también los frutos que produzcan vuestras buenas
obras, serán tenidos en cuenta, a la hora de vuestro juicio. Tampoco nadie
llega solo donde el maligno, porque también se tomarán en cuenta las malas
influencias, las malas enseñanzas, los malos ejemplos y los malos frutos que
produzcan vuestras malas acciones, palabras y también vuestros pecados.
—Y para llegar a Dios debéis apoyaros, no
solo en los vivos, sino también en los que ya están con mi Padre. Ellos os
pueden ayudar mucho más de lo que creéis, desde el cielo, porque mi Padre ha
querido que los vivos y los muertos seáis todos hermanos, y que os ayudéis con
vuestras oraciones los unos a los otros.
—El mundo corre el peligro de olvidarse
de Dios y de olvidarse que lo necesita, porque los hombres se dejan deslumbrar
por el mundo y se dejan llevar por la soberbia que los hace pensar que no
necesitan a Dios; piensan más en sí mismos que en Dios y en los demás, y así el
maligno se va adueñando del mundo. Los hijos de las tinieblas son más listos que
los hijos de la luz y por eso me pregunto si cuándo vuelva el Hijo del hombre
será capaz de encontrar algo de fe sobre la tierra —el rostro del Maestro se
ensombreció cuando dijo esto, como si le hubieran echado encima un jarro de
agua fría. Marta de vez en cuando llamaba a Lázaro; Lázaro iba, le ayudaba y
volvía. De repente de escuchó un ruido al fondo, porque a Marta se le había
caído algo.
—¿Estás bien Marta? —preguntó Lázaro.
—Sí, estoy bien —dijo Marta viniendo
donde estábamos todos, un poco irritada— pero Maestro: estoy trabajando desde
muy temprano y estoy cansada, y sin embargo mi hermana está ahí sentada a tus
pies. ¿Por qué no le dices que me ayude? —María se había quedado un poco
cortada. Sin embargo las palabras de Jesús no fueron para ella, sino para la
hermana que protestaba:
—¡Marta! ¡Marta! —le dijo Jesús—. ¿Más
bien, por qué no vienes tú y te sientas con nosotros? Precisamente estábamos
hablando de eso: de no preocuparse y agobiarse por muchas cosas del mundo porque,
en realidad, una sola es necesaria: estar cerca de Dios y preocuparse por los
demás.
—¿Y quién va a hacer este trabajo que
está pendiente? —protestó Marta.
—No hace falta que te afanes tanto por la
casa, habiendo aquí tantos hombres serviciales que te vamos a ayudar a arreglar
y a hacer todo lo que necesites en un instante. Mira a mi primo —dijo mirando
al Cachas—, ¿no ves lo fuerte que está? ¡Y no sabes cómo barre! —dijo bromeando
ante la carcajada general incluida la de Marta—. María ha escogido la mejor
parte, de acuerdo, pero tú también podrías estar aquí con nosotros; no quieras quitarle
a María la parte buena que ella ha escogido. ¡Cuando terminemos de conversar,
¡todos a ayudar a Marta!
Entonces ella se sentó también con
nosotros, un poco ruborizada; esa mujer era fuerte y difícil de ruborizar, pero
la fuerza de las enseñanzas del Maestro hacía que fuéramos conscientes de nuestras
propias pequeñeces y lográramos ver claramente lo que teníamos que hacer. Marta
había estado demasiado pendiente de los afanes de este mundo, y el Maestro le
había enseñado lo que era realmente importante. Esa noche, escuché que Juan le
preguntaba a María:
—Te veo triste; ¿te pasa algo? —la mujer
no dijo nada y comenzó a llorar.
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