NO EXISTEN LOS LOCOS TONTOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
María de Cleofás cuenta su historia.
Cleofás, era hermano de San José y padre de Santiago el menor y de Judas Tadeo ("El Cachas"), según Hegesipo, historiador antiguo,
Las cosas que me contaban de mis hijos,
me preocupaban, porque en la familia de mi marido nunca habían sido muy
cuerdos, que digamos, y yo sabía que cualquier herencia de locura era muy
peligrosa, especialmente para unos muchachos expuestos a un mundo hostil y
cruel.
Ellos estaban siguiendo a mi sobrino
Jesús, como lo seguía mucha gente, porque Él les había prometido un reino en el
cual Él mismo iba a ser rey y mis hijos iban a ser jueces de las doce tribus de
Israel. ¿Jueces de las doce tribus de Israel??? Yo pensaba que eso formaba
parte de las alucinaciones producidas por la locura. Jesús se levantaba muy
temprano en la mañana y yo siempre había escuchado que las personas alucinadas empiezan
su locura cuando no pueden dormir. De ahí comienzan a imaginar mundos exóticos
y depresiones profundas que los llevan, a veces, a quitarse la vida; o, lo que
es peor, a quitársela a los demás.
Todo había comenzado cuando mi cuñado se
llevó a su mujer embarazada hasta Belén, sin necesidad, con el fin de que lo
acompañara a un censo en el cual estuvimos nosotros también, pero un día desaparecieron
por completo, sin dejar rastro. Había decidido llevarse a su familia a Egipto, con
Jesús recién nacido, sin decirle nada a nadie. Mi marido casi enloquece de
preocupación hasta que se pudo enterar de la verdad, diez años después, cuando mi
cuñado José terminó volviendo a Nazaret a trabajar con su hijo y su mujer. Yo
me imaginaba todo lo que había tenido que sufrir María, su esposa, una mujer
buena con unos padres modelo; hasta tenían un pariente cercano que era
sacerdote en Jerusalén y otros familiares que vivían muy cerca del Templo.
Ahora mis hijos andaban con Jesús, hijo
del insensato de mi cuñado. Los romanos podrían pensar en cargárselo porque
aquí, y en todos los lugares del imperio, no existe más rey que el césar
Tiberio; y si Jesús se erigía como salvador y juez, los romanos iban a actuar, seguro.
Mis hijos estaban en peligro, porque podían caer en la trampa de creer que el
reino que proponía su primo iba a ser realidad; y, cuando los romanos acabaran
con Jesús, podrían morir defendiéndolo, como fanáticos, o simplemente
decepcionarse hasta la médula después de dedicar varios años a su servicio.
A mis oídos llegó que incluso la gente
misma de Nazaret, su pueblo, casi despeña a Jesús desde un precipicio, y que
también las autoridades de Jerusalén lo tenían fichado, como un revoltoso
peligroso y endemoniado. Entonces, decidí enviar una carta a mi concuñada, la
buena de María madre de Jesús, para tratar de encontrar una solución final a
este problema.
María de Cleofás a mi hermana María:
Te escribo desde el fondo de mi corazón,
porque me preocupa mucho el destino de nuestros hijos. Estaría muy bien si pudieras
aceptar una invitación a Cafarnaúm; hablemos y encontremos una solución; puedes
dormir en nuestra casa que no es demasiado grande, pero sí hay sitio de sobra, sobre
todo ahora que nuestros hijos duermen en la casa del pescador que queda en la
orilla del mar.
Me he quedado muy preocupada cuando me
contaron que casi despeñan a Jesús desde un precipicio en Nazaret, porque se
puso a hablar en contra de los fariseos. Creo que tenemos que hablar de esto,
muy seriamente, porque nuestros hijos pueden estar corriendo peligro.
Te espero cuando puedas venir.
Permanece en Yahvé.
Se ve que la carta hizo efecto porque, en
menos de tres semanas, María llamaba a mi puerta.
—¡Shalom aleichem! —dijo desde la entrada.
—¡Aleichem Shalom! —contesté desde dentro.
—¡Cómo tienes todo de bien arreglado!
—exclamó María.
—Si hija; sí. Como ya no tengo marido que
me dé problemas, y como mis hijos no vienen por aquí, pues me dedico a organizar
la casa todo el día, y a pensar en nuevos arreglos. ¿Y tú cómo estás? Me tienes
muy preocupada —le dije, imaginando su triste situación.
—Muy bien hermana —respondió con una
sonrisa.
—¡Qué horror lo del precipicio ¿no? Casi
me voy de espaldas cuando me lo contaron.
—¡Horrible, hermana! Yo lo vi desde lejos
y casi me muero cuando lo estaban empujando —me dijo con cara de inquietud.
—¿Y has hablado con Él después de lo que
pasó?
María negó con la cabeza; pobre mujer; no
poder ni siquiera hablar con su único hijo para ver cómo estaba después de
semejante suceso.
—¡Pues tenemos que ir donde están ellos!
—le dije yo, convencida de que nada de esto era justo con una madre tan buena como
María.
—¿Y dónde están? —preguntó María, entre
desconsolada e ilusionada.
—Están viviendo todos amontonados en la
casa de un pescador —le conté, mientras le traía un poco de agua.
—Simón.
—¡Ése! El que le dicen Piedro. Tiene una
buena casa, la verdad, a la que se entra por un patio, pero ese patio vive
lleno de enfermos y de gente que viene a ver a tu hijo. ¡Hasta podrían contraer
alguna enfermedad! —María sonrió—. ¡Vamos a verlos, si quieres! —le dije.
—Está cerca, ¿verdad?
—Muy cerca. —le respondí.
Estaba muy cerca, pero era difícil llegar.
El patio de la casa de Piedro y todas las calles aledañas estaban atestadas de
gente. Nos acercamos lo que pudimos, hasta que le pedimos a un hombre:
—Queremos hablar con Jesús.
—Nosotros también; ¿no le fastidia?
—contestó el hombre rudamente. A mí no me importó, y le susurré al hombre sin
que me oyera María:
—Es que ésta que viene conmigo es su
madre; mi sobrino está loco y queremos llevárnoslo.
—¡Pfff! Es muy complicado, señora, porque
a Él es difícil acercársele. ¡Además Él no es ningún loco!—Protestó. No había
caso hablar con estos fanáticos; entonces le dije a María:
—¡Vámonos que hoy no será fácil hablar
con Él! Si acaso, regresaremos mañana, un poco más preparadas.
Ella asintió; volvimos a nuestra casa con
el propósito de volver al día siguiente; le pedí a una prima mía que me
acompañara con sus hijos porque, a lo mejor, si la multitud veía bastantes
familiares, nos dejarían pasar a verlo. Así que al día siguiente en la mañana llegamos
lo más cerca posible, pero tampoco lográbamos avanzar; entonces, le dije a un
niño que lograba hacerse paso entre la multitud:
—Dile al Maestro que aquí están su madre,
sus hermanos y sus hermanas que quieren verlo. —La voz de Jesús se escuchaba
muy al fondo, pero se ve que mi mensaje llegó, porque se escuchó a alguien que
le decía:
—¡Maestro! Tu madre, tus hermanos y tus
hermanas te están buscando y quieren hablar contigo.
—¿Mi madre y mis hermanos? —preguntó
Jesús; hizo una pausa y exclamó—: ¡Mi madre y mis hermanos son los que escuchan
la palabra de Dios y la ponen en práctica! —María volvió a sonreír cuando lo
escuchó, como si la sonrisa borrara lo que su Hijo acababa de decir; ¡Era increíble!
Jesús estaba siendo demasiado cruel con su pobre madre; ¿qué podíamos hacer
ante la insensibilidad de mi sobrino? Yo me quedé preocupada, además, porque tampoco
logré ver a mis hijos entre tanta gente.
María sonreía a toda hora, porque para
ella sonreír parecía ser el antídoto de todos sus problemas; así lograba
espantar todos sus miedos, y escapar de su drama personal; cuando las personas
no entienden su vida, y no pueden escapar de ella, intentan sonreír, pensaba yo.
Salí de ahí realmente enfadada, porque no era justo comprobar cómo trataba de
mal Jesús a su madre que era demasiado buena. Cuando llegamos a casa intenté
mimarla con mucho cariño, sin hablarle más del tema; le hice una buena cena con
un poco de carne, pan y frutas y luego nos fuimos a dormir. Esa misma noche, al
alba, María me despertó, un poco agitada:
—¡María, despierta, que vamos a ver a mi
hijo!
—¿Qué? —le pregunté—; no te entiendo.
—¡Ven conmigo! — me respondió sonriente.
Yo estaba muy dormida, pero me eché el
manto encima y salí con ella a la calle. María comenzó a subir al monte, mientras
las estrellas me arrullaban al caminar. Yo seguía atontada por el sueño ¿Qué
hacíamos subiendo la montaña? A nuestras espaldas, ya comenzaba a clarear el día.
“¡Ojalá claree también en el corazón de esta mujer, porque estoy pensando que
también puede estar loca”, pensé para mis adentros. ¿Cómo iba a ser posible que
Jesús estuviera en el monte a estas horas? ¡No sé ni por qué le estaba haciendo
caso! Habíamos subido como un tercio del monte, cuando vimos a Jesús de pie,
orando, a la izquierda del camino. Yo levanté mis cejas en señal de asombro. Nos
sintió llegar, y nos saludó:
—¡Madre! ¡Tía María! ¡Qué alegría veros!
—Jesús abrazó a su madre con mucho amor. “¡Qué hipócrita es!”, pensé, “¿tu
madre y tus hermanos no eran pues los que te escuchaban, como le dijiste a la
multitud?”
—Si tía María; mi madre y mis hermanos
son los que me escuchan, porque me quieren como si fueran de mi familia. —Me dijo,
adivinando mis pensamientos, pero lo dijo con mucha paz, y sin atisbo de ironía
ni enfado. Yo me quedé helada y pálida.
—Pero a mi madre la amo con todo mi
corazón; y a ti también, tía. No te pongas nerviosa porque tus hijos Judas y
Santiago estén conmigo, que no les va a pasar nada. Y te aseguro que yo no
estoy loco; ni mi madre tampoco. ¡Y José, mi padre, tampoco estaba loco cuando
nos llevó a Egipto! —“¡Dios mío!”, pensé, “¿Este hombre cómo puede saber todo lo
que pienso, si no es un enviado de Dios?” Sin saber cómo, ni por qué, me postré
a sus pies y lloré; lloré mucho.
—¡No llores tía! —me decía Jesús—; ya
verás que todo va a estar bien —insistió, mientras María, su madre, intentaba
ayudarme a incorporar. Entonces, de mi corazón brotó instantáneamente, con
lágrimas, lo que debía ser la verdadera razón de mi pataleta:
—¡Echo mucho de menos a mis hijos!
—Ya lo sé, tía; pero debes saber que los
hijos de todas las madres son prestados —miró a su madre, que sonreía, y
continuó—: y tus hijos tienen ahora una misión más grande de la que tenían
antes que es cumplir la voluntad de Yahvé, anunciando la buena noticia de que
Dios está aquí en la tierra.
Jesús me levantó y me abrazó; yo solo
lloraba; miré a su madre, que también estaba llorando conmigo, y nos despedimos
de Él. Comenzamos a bajar la cuesta, otra vez hacia Cafarnaúm; María me tomó de
la mano y ya, desde ese mismo instante, nunca me he separado de ella; es como
si me hubiera adoptado y que se preocupara siempre por mí. Yo también me
convertí en su apoyo, aunque ella era una mujer fuerte, que estaba siempre
pendiente de los demás y era una mujer feliz.
Comprendí entonces que su sonrisa no era
un escape, sino reflejo de su amorosísimo corazón y de su profunda tranquilidad;
y entendí también que era verdad que Jesús me quería mucho; lo vi en sus ojos
cuando me miró. Esa mirada, no la voy a olvidar nunca porque era la
confirmación que, desde el cielo, nos llegaba el reino de la paz.
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