LAS PIEDRAS SIRVEN PARA CONSTRUIR
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
La mujer adúltera
Relato del cuñado de Najum, miembro ilustre del Sanedrín (Consejo supremo de Israel)
Te envío el relato de lo que me has
pedido, acerca del encargo que te hizo el Sumo Sacerdote; tú lo delegaste en mí,
pero no he podido lograr desacreditar a Jesús de Nazaret.
Entenderás, por la explicación de lo
sucedido, que la escaramuza que le planteamos al supuesto profeta galileo no
dio ningún resultado, porque el hombre resultó ser bastante más inteligente de
lo que pensábamos.
Que la paz y la fortuna te sonrían siempre.
Las piedras sirven para construir, pero
ese no era nuestro propósito; lo que buscábamos era destruir a alguien, pero
esa persona fue capaz de sobreponerse a nuestro ataque violento y brillar como
nadie. Jamás me imaginé que esto fuera a terminar así. Lo teníamos todo
perfectamente planeado, pero nuestro plan se estropeó, porque nuestro problema
no era de poder; era de razonamiento y de inteligencia.
Najum, mi cuñado estaba demasiado
nervioso; él pertenecía al Sanedrín y me había contado la historia de un tal Jesús,
uno que se decía profeta de Nazaret en Galilea, y que andaba diciendo que Él
venía de su Padre, que era Dios. Yo pensaba que estaba loco, pero para Najum y
sus compañeros de Sanedrín, el asunto no era si lo que decía era verdad, o si
lo decía porque estaba loco, sino simplemente porque lo decía. Entonces mi
cuñado me pidió una ayuda especial, para sacarlo de en medio.
Me contó más cosas acerca de Él, para que
yo tuviera más datos: inteligente, judío cabal, conocedor de las escrituras, se
creía superior a los demás, compasivo y con una cantidad importante de
seguidores. Buen perfil; tenía muchas cosas de qué tejer un buen manto de
engaños y trampas.
—¿Y por qué cosas tiene debilidad?
—pregunté.
—Por las personas débiles, especialmente
por los enfermos y los pobres —me dijo Najum, como si esa compasión fuera mala.
—Bien —dije—. ¿Y qué le hace reaccionar
desmedidamente?
—Los pecados que están a la vista —dijo
él, como si todo fuera lo más obvio.
Pensé en los pecados más habituales, a
ver si podíamos atacarlo por algún lado. Violación del sábado, Él era el primer
pecador; podría ser un buen argumento de ataque, pero ya con Él no daba
resultado; muchos lo habían atacado por ahí y no había funcionado, porque sus
argumentos calaban en el pueblo; y este era un asunto de “opinión pública”; si lográbamos
poner a la gente en su contra, o si por lo menos hacíamos que pareciera que el
pueblo no lo apoyaba, el asunto estaba hecho.
Pensé entonces por el lado de la
compasión. ¿Podría fingir ser un enfermo? Sin duda, sí. Pero lo máximo que iba
a conseguir, era que “me curara” con lo que, creíamos, era su falsa magia.
Bueno, ¿y si no me curaba? ¿Si fingía un enfermo que Él no fuera capaz de
curar? Podría ser buena estrategia, pero lo máximo que conseguiría con eso sería
desacreditarlo, que no estaba mal, pero no lograría una solución definitiva.
Siempre habría alguien que dijera que a él si lo curó, o que descubriera que yo
no era ningún enfermo.
No tenía ideas buenas, la verdad, pero no
le podía decir a mi cuñado que no las tenía, porque él me lo había encargado con
mucho ahínco: “tú eres muy creativo; piensa algo con el fin de acabar con Él, y
tendrás una buena compensación económica. Pero no olvides que necesitamos dos
testigos que coincidan en todo para condenarlo”, como ordena la Ley.
Comencé a estrujar mi mente, con el
objetivo de conseguir una buena idea. ¿Y si mezclábamos los pecados que están a
la vista con la debilidad? Podría estar bien. Alguien que se sienta avergonzado
al pecar. Un orgulloso no se sentiría avergonzado y un ladrón no se sentiría
débil, a no ser que lo agarráramos con las manos en la masa y estuviera
arrepentido. ¿Cuál era el pecado más común? Sin duda, el adulterio. Pero Él no
era un adúltero, porque no tenía a quién engañar. ¿Y si el adulterio fuera de
otro? No sé; eso no iba a ser un arma contra Él, sino contra el adúltero.
¡Ya lo sabía! ¿Cómo no se me había
ocurrido antes? Pensé en el plan con todo detalle; se lo conté a Najum, y
estuvo de acuerdo. Sabíamos quién era el pecador, y a qué horas, así que fue solo
esperar con los dos testigos necesarios con el fin de acreditar la acusación. Llegaron
al sitio donde esperábamos los dos pecadores a los que íbamos a acusar, y
simplemente aguardamos un tiempo prudencial; nos miramos y entramos los tres,
por sorpresa. Ahí estaba el pobre viejo con la mujer joven. ¡Adulterio
flagrante! La mujer se levantó inmediatamente, como si fuera un animal sorprendido,
y se puso algo encima.
—¡Mírenla bien a ella! —les dije,
mientras la chica lloraba y gritaba—. A él lo reconocéis, ¿verdad? ¡Tú! , ¡Vete!
—le dije al hombre—; no te quiero volver ver por aquí, o correrás su misma
suerte.
Estaba todo listo, así que le pusimos la
túnica a la chica, y la arrastramos por toda Jerusalén, con la firme intención
de llevársela al “Maestro”. Algunos nos preguntaban:
—¿Por qué la maltratáis? —Nosotros
contestábamos:
—¡Es una adúltera! —y entonces no preguntaban
más. Logramos llegar al recinto del Templo, y los gritos de la chica se escuchaban
en todas las puertas. La pusimos delante del Maestro y yo sentencié:
—Maestro: ¡esta mujer es una adúltera!; ¡Nosotros
tres la hemos sorprendido!—señalé a mis dos amigos, que servían de testigos—. Y
según la ley de Moisés, ella debe morir apedreada.
—¡Que muera! —gritaba la gente
exacerbada: entonces le pregunté al tal Jesús:
—¿Tú qué opinas?
La mujer temblaba de miedo, ante la
perspectiva de morir apedreada; lloraba, gimoteaba, y se revolvía contra
quienes la traían agarrada. El plan era perfecto: si Jesús decía que la apedreáramos,
iba a ser demasiado cruel con esta mujer, porque todo el mundo sabía que el
adulterio estaba muy extendido; y si decía que no la apedreáramos, se declaraba
oficialmente enemigo de la Ley. Eso, junto con el conocido irrespeto por el
sábado, cavaba su propia tumba. Jesús no se inmutó en lo más mínimo ante
nuestras acusaciones. Solo se agachó, y comenzó a escribir en la arena cosas
inentendibles como si la suerte de la mujer no le importara nada.
—¿Qué opinas, Maestro? —insistí; uno de
los que me acompañaban le dijo:
—¡Sí Maestro; dinos qué hacemos con ella!
—Él seguía escribiendo. La gente comenzó a coger piedras y seguían gritando con
sed de sangre. Yo ya comenzaba a estar intranquilo con su indiferencia ante
esta situación.
—¡Maestro! Pues entonces nos….
—El que esté libre de pecado, que le tire
la primera piedra —me dijo con toda suavidad, interrumpiéndome, y continuó
escribiendo, sin voltear a mirarme.
Toda la gente se quedó callada. Nos
mirábamos sin saber qué hacer. Un anciano que tenía una piedra pequeña en la
mano, la soltó, y se fue cabizbajo. Al poco tiempo, otro hizo lo mismo, y así
sucesivamente. Se fue yendo todo el mundo, y mis amigos me hicieron señas de que
ellos también se iban; comencé yo también a caminar desconcertado, y me escondí
detrás de unas ánforas, para no perderlo de vista. hasta que solo quedó la
mujer. Entonces el Maestro dejó de escribir y se levantó.
—¿Dónde están los que te estaban acusando?
—le preguntó a la mujer, mirándola a los ojos, pero ella no se atrevía a levantar
la vista—. Creo que se han ido todos —. La mujer se postró ante Él, llorando
aún, pero Él la levantó y le dijo—: entonces, al fin, ¿no queda nadie que acuse
ni te condene? —Jesús la miró y le sonrió con la compasión y el perdón que yo
no había logrado ver en Najum; ella seguía sin levantar la mirada.
—Nadie, Señor —Jesús la tomó de la
barbilla y le levantó la cabeza; le limpió las lágrimas de la cara, la miró a
los ojos, y le dijo:
—¿Sabes? Yo tampoco te condeno; vete tranquila
y, en adelante, no peques más —La mujer lo miró a los ojos por un instante, y
luego se fue rápidamente perdiéndose entre la multitud.
El Maestro no había juzgado a la mujer, y
la había absuelto sin mover un dedo. Sin duda Jesús era mucho más inteligente
de lo que me habían dicho; sin un grito y sin un aspaviento había ganado Él; pero
no por mucho tiempo.
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