LA VERDAD OS HARÁ LIBRES
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
¿Cómo era el Templo de Jerusalén?
Jesús explica la alianza de Yahvé y Abraham
Caifás interroga a Juan
"La verdad os hará libres"
Extracto de una carta de Juan a Andrés:Existían cinco filtros para entrar en el Templo
de Jerusalén: el primero era el exterior, el mundo, en el cual vivían todos los
hombres; éste incluía el Pórtico Real y el Pórtico de Salomón, donde de vez en cuando
encontrabas algún gentil. El segundo era el recinto del Templo, donde no estaba
permitida la entrada a quienes no fueran judíos, bajo pena de muerte. Entrando encontrabas
el “Atrio de las mujeres”, que era hasta donde podía entrar la gente del
pueblo; el tercero, era el atrio de los sacerdotes, reservado exclusivamente para
ellos, donde estaba el altar sobre el cual se quemaban la sangre y las entrañas
de los corderos y de los otros animales del sacrificio; el cuarto era el Santo,
donde podía entrar únicamente el sacerdote elegido para quemar el incienso; y
el quinto era el Santo de los Santos, donde solo podía estar Dios.
Al Maestro le gustaba venir al Templo a
enseñar y a hablar de su Padre; siempre hacía un énfasis especial en su amor: Allí,
a la izquierda en el Atrio de las mujeres, estaba el gazofilacio, donde se depositaba
la ofrenda en unas grandes huchas con forma de forma de trompeta. Estábamos allí
reunidos, y el Maestro comenzó a enseñarnos:
—Cuando el ángel detuvo la mano de
Abraham, que se levantaba contra su hijo Isaac, mi Padre se llenó de ternura
por su obediencia a toda prueba, y quiso premiar su fidelidad haciendo una
alianza con su descendencia, que se iba a convertir en su pueblo amado. Esto
sucedió, ahí mismo —señaló a la edificación del Templo, que estaba siendo terminado
por los obreros—, en una roca que está allí, dentro del Santo de los Santos, y le
dijo:
“Te bendeciré largamente,
y multiplicaré grandemente tu descendencia
como las estrellas del cielo
y como las arenas de las orillas del mar,
y se adueñará tu descendencia
de las puertas de sus enemigos,
y la bendecirán todos los pueblos de la
tierra,
—Esa alianza se ha cumplido desde entonces,
pero ahora mi Padre quiere hacer una alianza nueva con todos los hombres.
—Querrás decir con todo el pueblo de
Israel —observó un fariseo. Jesús negó con la cabeza, y luego dijo:
—Mi Padre es Padre de todas las mujeres y
de todos los hombres del mundo; de los que han existido, y de los que existirán
hasta el final de los tiempos. —El hombre lo miró de arriba abajo, porque
tradicionalmente la salvación correspondía únicamente al pueblo judío.
—¿Y dónde está tu Padre para corroborar
que lo que dices es verdad? —preguntó el fariseo.
—Vosotros no me conocéis a mí ni conocéis
a mi Padre. ¿Para qué hablo con vosotros si tenéis cerrados vuestras mentes y
vuestros corazones?
—¿Cómo quieres que creamos en ti, si tú mismo
dices que no sabemos quién eres?
—Vosotros sabréis quién soy yo, cuando
hayáis levantado al Hijo del hombre sobre la tierra; en ese momento, os daréis
cuenta de que el Padre me ha enviado y que nunca me deja solo.
De repente sentí que me tomaban por el
brazo. No me di cuenta quién era, pero lo hacía con mucha violencia.
—Soy Najum —me dijo el que me agarraba—.
El Sumo Sacerdote quiere verte. Me llevó con fuerza; yo era entonces un
muchacho enclenque y, para mí, era difícil pelear. Pude haberme escapado, pero
tampoco estaba mal enterarse de si había algún plan en contra de Jesús. No me
llevó al Sanedrín, sino directamente a la casa de Caifás. Cuando llegamos a su
presencia, él estaba sentado a la mesa, de espaldas a mí:
—Casi apresamos a tu Maestro hace algunos
días —me dijo sin volverse y sin mirarme—. Se nos escapó porque nuestros
guardias se volvieron tontos.
—Pero, ¿qué había hecho de malo?
—pregunté con la intención de averiguar de qué lo acusaban.
—Se declara Hijo de Dios —dijo visiblemente
enfadado e insistió—: ¿Te parece poco? Tú ten mucho cuidado, porque puedes
tener problemas.
—¿Lo vais a arrestar? —pregunté.
—¿Deberíamos? —me dijo sin voltear aún a
mirarme—. ¿Habéis hecho algo malo en estas fiestas?
—No.
—¿Y por qué debería creerte? —preguntó
como si yo estuviera diciendo algo que él no entendía.
—Porque yo siempre digo la verdad
—protesté, ingenuamente. Caifás soltó una carcajada que resonó en todo el
recinto y se giró al fin, para mirarme a los ojos:
—Si yo le creyera a todos los que me han
dicho eso alguna vez, yo estaría muerto. Escúchame bien, jovencito: tu Maestro
viniendo a Jerusalén se mete en la boca del lobo. Hoy es sábado; ¡que no haga
nada que viole el día santo! No estaría de más que le aconsejaras que se
quedara tranquilo por allá en el Mar de Galilea jugando con las tilapias; —hizo
una pausa y me dijo, sacudiendo la cabeza—: ¡Ahora lárgate!
Salí de su casa temblando. El Maestro
estaba en un peligro evidente; Caifás tenía razón: ¿no sería mejor quedarnos a
orillas del Mar de Galilea? Recordé esa paz de la pesca, que se me antojaba muy
lejana, mientras caminaba con presteza, buscando al Maestro en el patio de las
mujeres. Allí estaba, conversando con algunos que creían en Él, pero había
otros fariseos mezclados con ellos. Yo todavía estaba bastante asustado.
—Si vosotros tratáis de vivir como yo os
enseño, sabréis reconocer la verdad, ¡y la verdad os hará libres! —decía Jesús
solemnemente.
—Nosotros descendemos de Abraham, y nunca
hemos sido esclavos de nadie. —le dijo uno de ellos—¿Por qué dices que seremos
“libres”?
—Porque todo el que peca se convierte en
esclavo del pecado; el Hijo del hombre siempre está con su Padre Dios; y al
lado de Dios no hay esclavitud. O sea que si seguís mis enseñanzas, seréis
libres de verdad —. Uno de los fariseos intervino:
—No sé quién será tu Padre, pero nuestro
padre es Abraham.
—Vosotros os declaráis hijos de Abraham;
pero si fueseis verdaderos hijos de Abraham, haríais sus obras de lealtad y
amor a Dios —Jesús se endureció un poco más y continuó—: vosotros hacéis las
obras de vuestro padre verdadero y por eso intentáis matarme a mí que lo único
que hecho es deciros las verdades a la cara.
—¿Qué dices? ¡Nuestro único Padre es
Dios!
—Si fuerais hijos de Dios, no me
odiaríais a mí, porque yo vengo de Él. Vosotros no podéis admitir mi doctrina,
porque tenéis por padre al Diablo y él, desde el principio, ha sido un homicida
y un mentiroso. De hecho, es el padre de la mentira. Y vosotros no creéis en
mis palabras, porque estáis a su lado; en cambio yo siempre digo la verdad,
porque estoy al lado de mi Padre.
—¡Tú estás endemoniado! —le gritaban
encendidos por la ira.
—¿Cómo voy a estar endemoniado, si busco siempre
honrar a mi Padre? —les dijo con toda paz y mansedumbre—. Yo no busco mi propia
gloria, sino que mi Padre la busca por mí, y por eso quiere que se haga
justicia. Os aseguro que el que guarda mis palabras no morirá jamás.
—Ahora sí estoy seguro de que estás
endemoniado —le replicó el mismo hombre—. Abraham murió y los profetas también
murieron. ¿Por qué dices que quien crea en ti no morirá jamás? —dijo uno de
ellos entornando los ojos—. ¿Entonces Abraham y los profetas no siguieron tus
palabras? No te entiendo. ¿O nos vas a decir que tú eres mayor que él?
—Cuando nuestro padre Abraham me vio,
saltó de alegría al ver mi venida. Pero si yo me glorificara a mí mismo, mi
gloria no valdría nada; por eso mi Padre mismo me glorificará.
—¡Eres un mentiroso! —le dijo uno con
fuerte voz—¿Todavía no tienes cincuenta años y dices que ya has visto a
Abraham?
—¡Os aseguro que antes de que Abraham
existiera, existía yo!
El Maestro se levantó y comenzó a irse.
Yo observé que varios de los fariseos habían comenzado a coger piedras para
lapidarlo, pero Él caminó con serenidad y aplomo, y se perdió entre la gente,
saliendo del recinto del Templo sin que pudieran agarrarlo. A pesar de que el
Maestro era muy feliz en Jerusalén, toda la ciudad se había convertido en
fuente de agresividad hacia Él. Las puertas de la ciudad ya no eran aperturas
para dejar entrar a la gente, sino tapias cerradas que rechazaban, no solo a
sus habitantes, sino también a su rey.
Ya comenzaba a oscurecer y yo respiré aliviado,
porque no quería que se cumplieran las amenazas de Caifás; era mejor estar
lejos del Templo y, de ser posible, lejos de Jerusalén. Ya nos lo había dicho
Jesús: el que está del lado del mundo muy pocas veces está del lado de Dios; y
precisamente por no estar al lado de Dios, recibe los aplausos y la veneración
del mundo. En cambio, quien está al lado de Dios, casi siempre es despreciado por
los hombres.
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