CADA UNO EN EL SITIO QUE SE MERECE

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Discusión entre los discípulos a ver quién era el mayor
Jesús alaba la humildad de los niños
Jesús decide ir a la Fiesta de los Tabernáculos (o de las Tiendas)
Los "hijos del trueno"
Condiciones para seguir a Jesús

Extracto de una carta de Leví (Mateo) a los fieles de Cafarnaúm.


Todo comenzó con un demonio, al que no fuimos capaces de expulsar de un chico que sufría lo indecible.  Jesús nos dijo entonces que iba a establecer un reino; inmediatamente, todos queríamos ser los mejores, los predilectos del Maestro, e intentábamos lograrlo con todas nuestras fuerzas. No nos bastaba el hecho de que nos hubiera escogido a nosotros doce de entre toda la multitud; éramos ambiciosos, y queríamos ser los más importantes en su vida y en su corazón; pero todo nuestro esfuerzo era por pura vanidad y orgullo pero Jesús, que lo sabía, siempre nos ponía en nuestro sitio.

En el camino que lleva del Tabor hacia Cafarnaúm, Piedro iba delante con el Maestro, mientras nosotros discutíamos detrás. Yo había sido publicano, y el conocimiento que tenía de los romanos, de las cuentas y los números, era grande. Eso me hacía el ideal de persona que alguien, que iba a establecer un reino nuevo, quisiera tener a su lado. Entonces comencé a defender ante los demás, que yo era el candidato número uno para ser su consejero.

Judas de Keriot, decía que yo no era nada; que yo era solo un publicano y que a él lo había escogido el Maestro para llevar el dinero; y que quien manejaba el dinero era el preferido, porque era el puesto de mayor responsabilidad. Los primos de Jesús, a su vez, decían que quién mejor que alguien de la familia para entregarle los puestos de confianza; así como los hijos de Herodes el Grande habían heredado sus reinos, también ellos iban a ser la mano derecha del Maestro. Los zebedeos argumentaban que ellos eran siempre los escogidos por Jesús cuando había cosas importantes por hacer.

Y así todos tratábamos de mostrarnos como los candidatos ideales para los puestos de responsabilidad en un reino que, sin duda, iba a ser muy poderoso en toda la región, porque no iba nunca a existir un rey como Jesús, que fuera capaz de calmar tempestades, curar enfermos y resucitar muertos. La discusión pasaba a veces casi que las palabras a los puños, porque nos sacábamos los “trapitos al sol”, como se dice vulgarmente y a nadie le gusta que vayan aireando por ahí los problemas o defectos tuyos.

Cuando ya llegamos a las afueras de Cafarnaúm, Piedro y Jesús se habían detenido y nos estaban esperando, o sea que toda la discusión se quedó aplazada; pero la guerra entre nosotros estaba declarada, y yo no estaba dispuesto a perderla. Jesús tomó entonces un aire más serio de lo normal y nos dijo, mientras caminaba, como si hubiera adivinado de qué estábamos hablando:

—¡Entended bien! Al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de hombres sin escrúpulos, y lo van a matar —lo dijo remarcando esas últimas palabras—; pero al tercer día va a volver a la vida.

¿Matar? ¿Volver a la vida? Era como si nos estuviera hablando en persa. Nos estaba diciendo con otras palabras: “¿Por qué discutís quién va a ser el primero de un reino, si el rey en cuestión va a ser el primero en morir?” Nosotros nos quedamos callados, y sentimos que nos caía agua fría encima. No; no era posible; había que defender el reino con uñas y dientes si fuera necesario, pero yo no iba a permitir que mataran al Maestro. A lo mejor alguien lo iba a buscar con el fin de matarlo, pero bastaría con que el Maestro los tomara de la mano y los tirara al suelo con su poder; ¡seguro que no podrían hacerle daño!, pensaba yo.

Cuando llegamos a la casa de Piedro, bebimos un poco de agua después del largo camino y descansamos un poco. El plan de ser uno de sus preferidos seguía adelante. Yo quería aprovechar el hecho de que todos estaban tristes por lo que Jesús acababa de decir, para subir en la estima del Maestro; sin embargo, parecía que todos estuvieran pensando lo mismo que yo, porque Juan, queriendo erigirse como el defensor de Jesús y, para demostrar que él iba a ser importante en el reino que instaurara el Maestro, dijo:

—¡Maestro! Hoy hemos visto a un hombre que estaba expulsando demonios en tu nombre y le hemos dicho que no lo hiciera, porque no era uno de los nuestros. —Jesús puso cara de desconcierto, como si no diera crédito a lo que Juan le decía:

—¿Y por qué se lo habéis prohibido? Eso no está bien, Juan; debéis saber que quien no está contra nosotros, nos está ayudando; y ninguno que haga un prodigio en mi nombre podrá luego hablar mal de mí —se quedó mirándonos y, para zanjar las discusiones entre nosotros, nos preguntó:

—Y, contadme, ¿de qué veníais discutiendo por el camino, que estabais tan agitados?

¡Qué corte! El Maestro se había dado cuenta. Ahora nadie hablaba, claro.

—¿Mmm? ¿De qué? —insistió. —El mellizo le respondió, avergonzado:

—Veníamos hablando, Maestro; nos preguntábamos quién iba a ser el más importante en tu reino. —El Maestro, entonces, nos dijo muy severamente:

—¿Queréis saber quién va a ser el mayor en el reino de los cielos? Pues el más importante será el que sea capaz de ser el servidor de todos. —Entonces Jesús se fue a la puerta, con paso decidido, y gritó:

—¡Hey niño! ¡Ven aquí! —Apareció un chico; Jesús lo abrazó y lo puso en medio.

—El que sea capaz de volverse pequeño, ése va a ser el más grande; y quien reciba a los niños como éste, y les enseñe a hacer el bien, será como si me estuviera recibiendo a mí; y que sepáis que el que me recibe a mí, estará recibiendo también a mi Padre. ¡Si no tenéis la humildad que tienen los niños, no podréis entrar en el reino de los cielos! —el niño miraba, entre desconcertado y feliz—. ¿Habéis entendido? —Jesús lo despachó, haciéndole una caricia, y el niño se fue con una sonrisa.

—Aquí en Israel se desprecia a los niños, y muchas veces se les maltrata; pero a los niños nunca los despreciéis, porque son las criaturas predilectas de mi Padre; y os aseguro que sus ángeles están viendo continuamente su rostro. No se os ocurra nunca enseñarle a actuar mal a un niño; sería mejor que os colgasen del cuello una piedra de molino y que os tirasen a lo profundo del mar—. También Judas “el Cachas” le dijo, por congraciarse con Él y ansioso de que comenzara su “reinado”:

—¡Jesús! ¡Aprovecha que viene la fiesta de las tiendas para que hagas en Jerusalén todos los prodigios que has hecho aquí en Galilea! Porque nadie que se quiera manifestar al mundo se queda escondido aquí en las provincias pudiendo estar en la capital, que es la ciudad más importante de Israel.

—Judas: tú consideras que este momento es oportuno pero, para mí, no lo es. Si queréis, id vosotros a la fiesta; yo sé que tenéis muchas ganas de ir y a vosotros nadie os odia. A mí, en cambio, sí. —Santiago el menor le preguntó:

—¿Y por qué te odian, Maestro?

—Me odian porque he dado testimonio de su mala manera de obrar y se los he dicho a la cara —dijo, haciendo un gesto como diciendo “qué se le va a hacer”.

Entonces Judas y Santiago, los primos de Jesús, comenzaron a organizar el viaje para la fiesta, y se fueron al día siguiente, muy temprano. Los demás nos quedamos en Galilea con Él, recorriendo los campos y enseñando en las sinagogas; pero sorpresivamente, a los dos días, nos dijo:

—¡Venga! ¡Vámonos a la fiesta! —Yo lo interpelé:

—¿A Jerusalén? ¿No dijiste que no ibas a ir? —Él sonrió.

—No dije que no iba a ir, Leví; dije que ese no era el momento oportuno. Tampoco quiero que todo el mundo se entere; no se lo digáis a nadie.

Sin embargo, yo me puse a pensar en los peligros de ir a Jerusalén. Él mismo había dicho que lo iban a matar; ¿por qué se ponía en peligro? ¡Era mejor quedarnos en Galilea! Para los maestros de la ley, en Jerusalén, Jesús era un blasfemo y la blasfemia se castigaba con la muerte. Ya sé que yo había hecho el compromiso de seguir a Jesús, pero renunciar a mi propia vida no había sido fácil. Él nos había dicho que quien quisiera ganar la vida la perdería y que, en cambio, quien la diera por Él la ganaría, pero no era fácil enfrentarse a la muerte.

Nos fuimos de todos modos, tomando el camino de Samaría, donde no nos conocía menos gente; el Maestro iba con paso firme y no parecía asustado, a pesar de lo que nos había dicho anteriormente. Mis compañeros no decían nada pero yo, en realidad, tenía miedo. Nos aproximábamos a una aldea, y queríamos hacer noche allí. Entonces Jesús envió a Santiago el mayor y a Juan, los zebedeos, para que nos buscaran albergue, pero salieron de la aldea enfadados después de un rato.

—¿Qué ha pasado? —les preguntó Jesús.

—Que cuando se han enterado que íbamos hacia Jerusalén nos han negado un sitio dónde quedarnos —dijo Santiago. Entonces Juan dijo:

—Maestro: ¿quieres que ordenemos que llueva fuego del cielo y que consuma a todos los de la aldea? —Jesús se rio y dijo:

—¡Aquí llegaron los “hijos del trueno”! —Todos nos morimos de la risa; Juan y Santiago se quedaron descolocados y un poco enfadados con la ocurrencia del Maestro, pero seguimos adelante a otra aldea.

Jesús estaba empeñado en que dejáramos atrás nuestra pereza, nuestra frivolidad y nuestro orgullo, y que estuviéramos todo el tiempo sirviendo a los demás, entonces cualquiera que viniera con el cuento o las ínfulas de “soy muy poderoso” o “soy muy valiente”, o “soy muy inteligente” iba a quedar mal parado, porque Jesús ponía a cada uno en su sitio; y el Maestro no nos lo decía de mala manera; lo hacía con muy buen humor y con mucho cariño. Jesús caminaba cada vez más rápido, y los demás teníamos que hacer esfuerzos para lograr seguirle el paso. Mientras caminaba, hablaba con los que iban con nosotros.

—Quiero seguir tu doctrina, Maestro —le dijo uno—, porque tú la explicas de manera cercana y directa.

—¡Pues entonces ven con nosotros y sígueme! —El otro asintió y le dijo:

—Vale Maestro, me voy a ir contigo; me voy a despedir de mi familia y vengo con vosotros.

—No te despidas —le dijo Jesús, mirándolo a los ojos; luego le preguntó—: ¿el que pone la mano en el arado, y luego mira hacia atrás, tú crees que puede ser un buen labrador? —Jesús negó con la cabeza, y luego le hizo otra pregunta ¿Te acuerdas de la mujer de Lot, que se convirtió en estatua de sal, mientras miraba la destrucción de Sodoma?

El hombre se quedó pensando, y asintió. La mujer de Lot se había convertido en estatua de sal, mientras su familia huía, aunque les habían advertido que no miraran atrás. ¡Jesús estaba pidiendo mucho! No despedirse siquiera de la familia era algo muy difícil. ¡La gente no estaba acostumbrada a renunciar a las cosas de toda su vida, así como así! Sin embargo, después entendí que si queríamos ser los mayores en el reino de los cielos, no bastaba con dar; había que darse por entero a los demás. También entendí que Jesús lo exigía todo, porque lo daba todo. Lo complicado era que no sabíamos hasta dónde nos iba a llevar este compromiso de seguirlo porque en la fiesta de las tiendas, a la que íbamos, se iban a destapar muchas de las intenciones de nuestros enemigos.

Cuando llegamos a la ciudad santa, después del largo camino, y nos fuimos inmediatamente al Templo. Allí Jesús comenzó a explicar las escrituras a todos los que se acercaban. Veíamos todo tipo de personas, porque en los días de fiesta se juntaba mucha gente. De repente miré a Santiago el menor, que estaba pálido, y me dijo:

—¡Leví! ¿Qué hacemos? ¡Estamos rodeados por los guardias del Templo!

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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