LA ROCA
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
"Os veo como si fueseis árboles"
Curación de un ciego en Bethsaidá
Cesarea de Filipo
"Solo tú tienes palabras de vida eterna"
"Tú eres Piedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia"
Extracto de una carta de Piedro a Juan Marcos:
El ciego Nadir era un personaje
enigmático; una persona muy callada, a quien conocía desde que éramos niños.
“No te metas con él, que no puede ver”, me decía mi madre cuando nos
acercábamos y lo asustábamos. ¡Pobre chico! Nosotros, como casi todos los
niños, éramos muy crueles con los demás niños; bueno, crueles o traviesos,
según se mire. Cuando crecemos, dejamos atrás esas travesuras y nos convertimos
en personas más compasivas, sobre todo cuando nos hemos dado cuenta que el
mundo real es cruel en sí mismo y que añadir más crueldad al mundo es, cuanto
menos, una soberana tontería.
Nadir era el más guapo de todos nosotros,
con mucha diferencia: tenía una nariz perfectamente perfilada, y un mentón
fuerte; sus cabellos eran lisos y rubios. Su madre lo llevaba a todos los
sitios de la mano. Sus ojos no tenían iris, como los nuestros, sino que sus
córneas eran todas blancas, pero no de un color blanco blanco, sino parecido al
color y la consistencia de las nubes opacas amarillentas. Se dejaba llevar por
los sonidos porque eso sí; ¡tenía el mejor oído del mundo! Y además cantaba
como los ángeles.
Algunas veces, también nosotros por
maldad, tratábamos de distraer a su madre para que lo dejara solo, y poder
aprovecharnos de él. ¡Pobre Nadir! “¡Simón!”, me decía su madre, “¡Eres un
demonio!” y cada vez que nos lo decía nos entraba más la risa. Si entonces yo hubiera
sabido lo que en verdad era un demonio, no me habría hecho tanta gracia.
El Maestro había decidido ir a Cesarea de
Filipo, que está al norte de Cafarnaúm, y por eso nos fuimos en la barca hasta
Bathsaidá. La mar estaba en calma o sea que la travesía fue bastante pacífica;
y digo pacífica, porque a veces el Mar de Galilea era bastante traicionero. Estábamos
llegando a la orilla, y ¿quién estaba allí esperando? Pues sí: Nadir, el ciego,
con su madre.
—¡Hijo de David! —Gritaba desde la
orilla.
—¡Nadir! ¡No soy el hijo de David! ¡Soy
el demonio que ha venido a buscarte! —le grité en broma desde la barca. Andrés
soltó la carcajada, al escuchar mi ocurrencia, pero Nadir identificó mi voz
inmediatamente.
—¡Simón de Jonás! —me dijo, sonriendo—,
ya me han contado que tú andas con el Maestro de Nazaret.
—Hola Simón —me dijo su madre cuando
bajamos de la barca.
—Señora, ¿cómo está? —Yo no esperé la
respuesta, sino que me fui a abrazar a Nadir, tal vez como desagravio de tantas
travesuras.
—¡Maestro! Éste es Nadir, el ciego —le
dije a Jesús, llevando al objeto de mis bromas de la mano—; es amigo mío desde
que éramos pequeños. —Nadir le repitió:
—¡Hijo de David! ¡Ten compasión de mí! —Jesús
lo miró con cariño y le dijo:
—Ven y salgamos de la aldea; ¡Ven tú
también Piedro! —Su madre se quedó ansiosa con los demás.
—¿Quiere un pan, señora? —le ofreció
Judas de Keriot, mientras esperaba.
—No, gracias muchacho.
Jesús tomó de la mano a Nadir y nos
fuimos bordeando el mar, hacia el sur, pero muy cerca del pueblo. Una vez allí,
le preguntó:
—¿Quieres curarte?
—¡Claro que sí, Hijo de David! —le
respondió el ciego, sonriendo—. ¡Es lo que más quiero en mi vida! —Jesús se
conmovió viendo sus ojos de nube, le impuso las manos y con su saliva frotó los
ojos de Nadir.
—¿Ves algo? —le preguntó porque Nadir
tenía el sol en contra. Los ojos de Nadir, antes sin color, ahora tenían el mismo
color que los del Maestro.
—Os veo a vosotros dos como si fuerais
árboles —contestó Nadir. Entonces Jesús volvió a frotarle los ojos, lo abrazó,
y Nadir comenzó a ver. Entonces se postró ante Él, y le dijo:
—¡Gloria a Dios Maestro! ¡Gloria a Dios,
Hijo de David! —y lloraba. Yo también me conmoví, de pensar que el niño al que
le hacíamos tantas pilatunas, ahora era un hombre con la cara perfecta, y con unos
ojos azules que reflejaban el color limpio de su alma.
—¡Mira el mar! —le dijo Jesús a Nadir—¿Te
lo imaginabas así?
—No Maestro —dijo Nadir sonriendo y
llorando—. ¡Es muy bello!
—Y mira las flores. Toda la naturaleza la
ha puesto tu Padre Dios para ti.
—¿Solo para mí? —preguntó Nadir,
incrédulo. Jesús sonrió.
—Para todos, Nadir, pero cuando ha hecho cada
flor y cada estrella, estaba pensando en ti. —Nadir miraba todo extasiado y
sonriente, pero con lágrimas en los ojos que se iba limpiando.
—No entres todavía en la aldea; espera a tu
madre —le pidió Jesús, consciente de que si entraba en Bethsaidá, iba a tener
que explicar que el Maestro le había puesto unos ojos preciosos—; Piedro: ve por
favor, y dile que salga a buscarlo. —Salí caminando hacia donde estaban todos y
allí estaba.
—¿Ya ve? —me preguntó. —Yo sonreí.
—Ya ve —le dije—. ¿Se da cuenta de que yo
no soy tan demonio?
Ella se puso a llorar de felicidad, y me
abrazó; yo me quedé quieto, desconcertado, sin saber qué hacer; inmediatamente corrió
a abrazar a su hijo, aunque él había venido ya a su encuentro. Cuando la mujer quiso
buscar al Maestro con el fin de postrarse ante Él, y agradecerle, Jesús ya no
estaba; se había ido al pueblo caminando por la montaña. Entonces, me devolví bordeando
el mar. Un rato más tarde, miré hacia levante y vi en la cuesta a Nadir y a su
madre, sentados mirando el mar, abrazados y felices.
Era la primera vez que Jesús estaba en
Bethsaidá tranquilamente, y dormimos allí un par de días; así Jesús conoció a
mi familia, a la de Felipe, y a la de los zebedeos. Yo no sabía lo que me
esperaba a los pocos días, pero sabía que tener a Jesús con mi familia era la
prueba más grande del amor que me tenía el Padre celestial. Fueron de los días
más felices de mi vida. “Sara”, pensé, “Sara, esposa mía: no sé cómo será el
cielo de nuestro Padre, Dios, pero si pudiera tenerte aquí conmigo y con todos,
¡ese sería mi paraíso soñado!”.
Subimos a Cesarea de Filipo y, por el
camino, Jesús se apartaba a veces de nosotros para irse a hablar en solitario
con su Padre del cielo. Llegamos por fin a Cesarea de Filipo, que se llamaba
antes Paneas, en honor del Dios griego Pan , y que yacía a los pies del monte
Hermón. Había allí una montaña de roca ciclópea gigante y, sobre ella, un
templo magnífico. Este templo había sido construido por Herodes el Grande[1],
en mármol blanco, y estaba lleno de ornamentos, florituras y adornos. Decían
que se parecía mucho a los templos que había en Grecia. Había sido dedicado a
César Augusto, y era la mayor atracción de la zona, aparte de la magnífica roca
que le servía de base y en la cual había varias cuevas. Entonces Jesús dijo:
—Vosotros habláis mucho con la gente que
viene a vernos; ¿no?
—Sí, Maestro —respondió el mellizo—; es
que viene cada persona con una historia.
—Y ellos, mellizo, ¿Quién dicen que soy
yo? —Nosotros nos miramos entre todos a ver qué contestaba.
—Pues unos dicen que eres Juan el Bautista,
y que has resucitado de entre los muertos; el mismo Antipas lo piensa —Simón,
el cananeo, apuntó:
—Otros dicen que puedes ser Elías que ha
bajado del cielo para estar con nosotros, pero otros dicen que eres Jeremías
—Leví complementó:
—Yo he escuchado también algunos que
dicen que eres un antiguo profeta. —Jesús levantó las cejas, mostrando
admiración; todos estábamos callados; entonces, hizo una pausa y nos preguntó:
—Eso dice la gente; pero vosotros, ¿quién
creéis que soy? —Yo respondí, casi sin pensarlo:
—A mí no me cabe ninguna duda: ¡Tú eres
el Hijo de Dios que ha venido al mundo! —Entonces Jesús se emocionó; vino hacia
mí, me dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla, y me dijo:
—¡Simón, hijo de Jonás! ¡Eres muy
afortunado! Porque, ¿sabes qué? esto no te lo ha dicho nadie de este mundo,
sino que mi Padre te lo ha inspirado desde el cielo —me señaló y añadió—: ¡Yo a
ti te he llamado Piedro, porque eres muy cabezota! —todos nos reímos con el
apunte—; pero, ¿ves ese templo que está ahí sobre esa gran piedra?
—Sí Maestro.
—Pues así como ese templo está asentado firmemente,
así voy a construir yo mi Iglesia; ¡y tú vas a ser la piedra que la va a
sostener! ¡Y por más que quiera el maligno, nunca va a lograr destruirla! —miró
a todos, y dijo—: y a todos vosotros os voy a dar el poder para que cualquier
cosa que decidáis en la tierra, sea avalada por el cielo; y cualquier cosa que
desatéis en la tierra, sea desatada en el cielo. Es un poder muy grande que os
delego, y también una gran responsabilidad, porque es con el fin de que todos
los hombres puedan estar tranquilos de que lo que vosotros resolváis en la
tierra, mi Padre y yo lo estamos aceptando desde el cielo. —Nosotros asentíamos
a todo lo que decía, sin entender muy bien; por eso cuando terminó, yo le
pregunté a solas:
—Perdona Maestro, pero ¿qué es “Iglesia”?
—Jesús sonrió y me dijo:
—Pues la Iglesia es la unión de todos los
que creen en mi Padre y en mí, que soy su Hijo; y de todos los que confían en
el Espíritu de Dios; os he dicho que yo soy el Mesías, pero no se lo digáis a
nadie —hizo una pausa y remarcó—: aún no.
Desde ese día, los doce comenzaron a
consultarme las cosas que debían hacer, y me tomaron como el interlocutor entre
ellos y Jesús, sobre todo para las cosas que les daba vergüenza preguntar,
decir o pedir. La roca sostenía el templo de Pan que teníamos ahí al frente y
yo debía sostener la unión de los que creían en Jesús. Yo me sentía fuerte, pero
era un soberbio que no entendía lo que significaba lo que el Maestro me estaba
pidiendo. La verdad es que mi fortaleza, al estar fundada sobre mí mismo, iba a
venirse abajo. Yo iba a fallar, me iba caer, y todo mi mundo se iba a despeñar por el
precipicio.
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