CREO, PERO AYUDA A MI INCREDULIDAD
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
"Creo Señor, pero ayuda a mi incredulidad"
Curación de un niño endemoniado
Yo no tenía fe. Es la verdad. Mis padres creían en el Dios de Israel, y me enseñaron a mí y a mis hermanos a creer en Él; sin embargo, cuando crecí, comencé a pensar y a tener dudas acerca de Dios. ¿Por qué tiene que existir un Dios? “Eso son inventos míticos”, pensaba yo, así como los cuentos de las estrellas: Orión el guerrero, la hidra, la leche de Hera y otras historias fantásticas y sin sentido. Estaba convencido de que Dios era un invento que el hombre hacía cuando no podía explicar las cosas que le rodeaban.
Luego
conocí a Amit, mi mujer, y mi vida cambió radicalmente; el amor por ella me
transformó, y yo no tenía ojos para nada más. ¡Era tan buena y tan guapa! Vino el
matrimonio y, cuando me casé, mi mujer intentó acercarme a Dios; pero yo no
encontraba dentro de mí mismo una razón valedera para creer en Él o, siquiera,
para considerarlo como una parte de mi vida. Luego mi mujer y yo, tuvimos a
Orla, nuestra hija, y nuestra existencia se iluminó por completo. Esa niña era
nuestra vida, y la cuidábamos más que a nosotros mismos. Tenía los ojos color
marrón, el cabello negro y una boca hermosa, con la que pronunció sus primeras
palabras. Caminaba torpemente, de acuerdo con su edad, pero salía siempre a
recibirnos cuando llegábamos a casa; el amor de los hijos es algo que conmueve
los cimientos de tu corazón, y que hace que te den ganas de levantarte cada
día.
Sin
embargo, el mundo podía ser muy cruel y despiadado: Orla murió en mis brazos
cuando apenas tenía tres años. Una gripe mal cuidada, y un dolor agudo en la
cabeza se la llevaron. Ante ese sufrimiento tan profundo y tan inesperado,
nuestra vida se tornó amarga, y yo comencé a beber vino desaforadamente, y a
volver tarde de la calle. Los sábados Amit, mi mujer, intentaba llevarme a la
sinagoga, pero yo le decía: “Yo no creo en Dios; ve tú si quieres”. A mí ya no
me importaba nada ni nadie, porque yo no me encontraba a mí mismo. Un día Amit
me dijo con mucho cariño:
—Seguro
que Dios te quiere ayudar.
—¿Dios?
—le dije enfadado—¿Qué clase de Dios es Yahvé, que te arrebata tu hija sin
piedad ni compasión? ¿Dónde estaba Dios, cuando ella murió?
Ella
no contestaba; lloraba también por nuestra hija, y callaba por mi falta de fe.
Todo volvió a cambiar cuando nació Ritzia, mi hijo. Mi mujer insistió en
ponerle ese nombre, porque significaba “voluntad de Dios”, que era lo que ella
entendía que le había pasado a nuestra hija que había muerto. A mí no me
importaba cuál era su nombre; lo que me importaba era que teníamos a Ritzia con
nosotros.
El
niño comenzó a crecer y a hacerse fuerte; cada día era más hombrecito, y
comenzaba a razonar como tal. Cuando tenía once años, una noche volvió
descompuesto; había estado con sus amigos, y no podía ni quería hablar. Estaba
como ido de su cabeza, y las babas se le caían de la boca. Mi mujer y yo lo
acostamos a dormir esperando que al día siguiente hubiera vuelto a la
normalidad, pero no fue así. Yo me preguntaba qué había pasado y me fui a
buscar a sus amigos, con el fin de entender qué le había sucedido mientras
estaba con ellos. Me contaron que habían estado jugando a invocar a los
muertos, pero no sabían qué le podría haberle pasado. Yo no entendía por qué
llamar a los espíritus tenía que ser dañino, o perjudicial para mi hijo pero,
desde ese día, Ritzia se convirtió en una estatua viviente, así que intenté
hablar con un médico que vivía en el pueblo.
—Tiene
mala pinta —dijo el médico con cara de preocupación—, pero hazle unos lavados
en la cabeza, con leche de cabra, y le das hojas de olivo molidas en infusión.
Si no funciona, vuelve a llamarme, e intentaremos alguna otra cosa
Así
lo hice, y tampoco sirvió para nada; el médico comenzó a esgrimir las típicas
excusas sin sentido con el fin de justificar que el chico siguiese callado y
sin signos de mejoría; también estaba muy delgado, casi desnutrido, porque no
lográbamos que comiese. Una noche, cuando estábamos dormidos mi mujer y yo,
comenzó a gritar; sus ojos estaban encendidos y se movía violentamente. Los
vecinos vinieron a llamar a la puerta para que se callara, pero yo les tuve que
explicar que no podía hacer nada más. Tanto gritó que se quedó sin voz; hacía
esfuerzos por hablar, pero no lo lograba. Era muy doloroso no poder hacer nada
ante su desesperación.
Al
día siguiente Ritzia estaba tranquilo pero, de repente, se abalanzó al fuego
que Amit había encendido. Amit me gritó, al ver a nuestro hijo quemándose. Yo
acudí corriendo y solo pude echarle agua encima para extinguir las llamas, pero
ya el daño estaba hecho. Esa noche la pasó, el pobre, llorando por el dolor de
las quemaduras, sin poder articular ninguna palabra, y nosotros desesperados
por verlo en esa situación tan angustiante. Tampoco reaccionaba a los ruidos ni
a las palabras. Se había quedado sordo y mudo en un solo día y tenía su cuerpo
quemado. ¡Qué zozobra teníamos Amit y yo!
—Tengamos
otro hijo —le dije a Amit, como si tener otro hijo fuera a sanar a Ritzia. Lo
intentamos durante mucho tiempo, pero Amit no quedó embarazada. Un sábado
volvió Amit de la sinagoga y me dijo:
—Me
han hablado de un profeta de Nazaret.
—¡Estoy
yo para profetas ahora! —le respondí de mal humor.
—No
seas terco; a lo mejor ese profeta puede sanarlo —me insistió, tomándome de la
mano.
—¡Te
he dicho miles de veces que yo no creo en Dios, y menos en los profetas! —le
dije casi con rabia, mientras salía de la casa.
Al
día siguiente yo tenía que ir al baño ritual y traje a Ritzia conmigo. Era una
piscina no muy grande, que llenaban con aguas de la montaña, donde íbamos
muchos del pueblo. Apenas vio el agua, se lanzó con fuerza y se cortó en la
cabeza contra las piedras del borde; la sangre manaba por todas partes y teñía
el agua de rojo; yo hice esfuerzos por evitar la hemorragia, pero los baños
quedaron perdidos. Esta situación ya no la aguantaba nadie, porque ahora se
estaba haciendo daño sin motivo alguno. Le puse unas compresas sobre las
heridas, para tratar de estancarle la sangre, pero su sufrimiento seguía
aumentando cada día. El sábado siguiente Amit se acercó y me insinuó:
—Me
han contado que el profeta de Nazaret ha resucitado a un niño en Naím.
—De
verdad, Amit, ¿cómo puedes creer semejantes patrañas? ¡Qué pesada eres! ¿Has
oído que alguien haya resucitado a un muerto? Como sigas con esas historias te
voy a prohibir que vuelvas a esa sinagoga. ¡Estás perdiendo el juicio! —Amit
solo bajó la cabeza, y aguantó la bronca que yo le echaba.
Mi
hijo se movía hacia adelante y hacia atrás, como una hoja con el viento, en
medio de sus heridas y cicatrices, con el trapo en la cabeza para contener la sangre
de sus heridas. Así se pasaba los días y
las horas. Dos semanas después, vino mi mujer con una amiga suya, y me dijo:
—No
te enfades, por favor, y atiéndeme. Quiero que escuches a mi amiga. —La mujer
estaba a su lado, asustada; seguramente Amit le había hablado de mi mal
carácter. A pesar de eso, la mujer puso una rodilla en tierra y bajó la mirada,
mientras me decía:
—Yo
misma vi al profeta de Nazaret curar a un ciego —me dijo casi en tono de
súplica—. Te lo juro. Era un pobre hombre que mendigaba por las calles y quedó
curado por sus palabras. ¿Por qué no lo intentas? No pierdes nada, y Nazaret
está muy cerca. Podéis ir y así tú te puedes cerciorar por ti mismo. —Ella
tenía razón; yo no perdía nada con ir e intentarlo; lo peor que me podía pasar era
que llegáramos donde Él estaba y que fuera un embaucador, como pensaba yo. Así
Amit me iba a dejar de insistir por este tema y me la podría quitar de encima.
—Está
bien —le dije ya cansado de tanta palabrería—; averigua en qué parte de Nazaret
está ese tal profeta. Yo llevaré a Ritzia. —Amit me abrazó.
—¡Gracias!
—me dijo con una sonrisa.
Yo
me quedé pensando en lo imposible que era la curación de mi hijo. No era que yo
no tuviera fe en Dios; no tenía fe en la vida. Mi mujer despachó a su amiga, y
se volvió a casa; ese día era sábado, y mi mujer no cocinaba, así que comimos
unos panes y unas verduras asadas, que ella había preparado desde el día
anterior. Al día siguiente salió a averiguar por el profeta, y vino con la
información:
—¡No
está en Nazaret! Está aquí abajo en el valle.
—¿En
dónde? —le pregunté, con displicencia.
—En
la bajada del Tabor; aquí cerca —me dijo sonriente.
—¿Del
Tabor? Está bien; iré mañana.
—¿Y
no puedes hoy? Yo te podría acompañar.
—No;
no puedo ir hoy. Iremos mañana; hoy tengo que ir a casa de Ivrí, mi amigo.
—Ella no insistió; sabía que su insistencia podía significar que, al fin, yo me
olvidara del asunto.
Al
día siguiente no pude salir en la mañana, porque tenía que comprar unas ovejas,
pero por la tarde me armé de paciencia, y tomé a mi hijo de la mano. Él no
quería venir y comenzó a gritar; se aferraba de mesas, sillas y de cuanto
lograba encontrar a su paso. Al fin logramos sacarlo a la fuerza de la casa,
entre mi mujer y yo, dejando la casa completamente desorganizada. Su cabeza
había comenzado a tener mal olor, y yo me estaba temiendo que los cortes le
estuvieran produciendo gangrena.
Los vecinos por la calle nos miraban como si
fuéramos de esos padres que maltratan a sus hijos. Mi mujer me ayudaba, pero
Ritzia era muy fuerte y su esfuerzo, hacía que saliera más sangre de sus
heridas. Todo el camino, lo hicimos en medio del calor, los gritos y gimoteos
de Ritzia y del prado caliente del verano; fue toda una pesadilla. Llegamos a
la base del Tabor, al atardecer, y vimos una multitud muy grande. Pudimos
llegar donde estaban los discípulos del profeta, pero Él no estaba.
—Ha
subido al monte a orar —nos dijeron.
—¡Ni
que fuera Moisés y quisiera ir a hablar con Yahvé al Sinaí! —repuse con sorna.
Todos me miraron con desaprobación, pero no dijeron nada. Yo estaba sudando por
el calor y por el esfuerzo. Mi mujer me dijo, susurrando:
—¡No
seas grosero! Ellos solo ayudan al Maestro; esperemos a que Él baje del monte.
—Al rato me acerqué a sus discípulos otra vez y les dije:
—Disculpad;
es que estoy un poco agitado, porque sufrimos mucho con mi hijo. Me han dicho
que a veces vosotros curáis a los enfermos, por virtud del profeta de Galilea.
¿Creéis que podríais intentarlo?
—Pues
podemos ir a ver —dijo uno con túnica blanca que no llevaba mantilla ni capa.
Le impuso las manos a mi hijo y exclamó:
—¡Sal
de él! —Ritzia no dijo nada; se quedó callado, como si no escuchara nada.
—¡Sal
de él! —le gritó otro de los discípulos. —Ritzia lo miró y lo escupió. El pobre
discípulo se limpió haciendo un gesto evidente de desagrado.
—Lo
siento —le dije apartando a Ritzia; entonces le dije a Amit, con evidente
desilusión—: ¡Ya te he dicho que aquí no vamos a lograr nada!
—¡Espera
a que llegue el Maestro! —me dijo lentamente y mirando al cielo, como
implorando paciencia.
Yo
asentí y no dije nada más; la verdad, me sentía perdiendo el tiempo. Hicimos
noche allí, porque no me sentía capaz de llevar a mi hijo a cuestas hasta mi
casa, para volver con él al día siguiente. Bueno, mi hijo, o lo que quedaba de
él, porque ese amasijo con babas, mal olor y con la cabeza herida, ya no era el
niño que había parido mi mujer.
Dormimos
bajo las estrellas; la noche estaba preciosa y de vez en cuando veíamos que una
estrella fugaz rasgaba en dos el cielo de la llanura; eran el preludio de las
luces que caían del cielo, pero yo no lo sabía; con el desasosiego en el
cuerpo, me desperté varias veces durante la noche, pendiente de que Ritzia no
fuera a hace ninguna locura, ni ningún estropicio.
Cuando
amaneció, todo estaba como el día anterior. Había mucha gente, y los discípulos
del Maestro estaban allí hablando con todos los que se acercaban; Ritzia seguía
engolfado en su mundo interior. Llegaron unos escribas y se pusieron a discutir
acaloradamente con los discípulos acerca del sábado. Que por qué el Maestro no
guardaba el sábado y otra serie de tonterías. De pronto cuatro hombres bajaron
del monte, y vi que toda la gente se levantó y fue donde ellos a saludarlos.
—¡Es
Jesús! —dijo alguien. —Uno de los que bajaron, preguntó:
—¿Qué
estabais discutiendo? —Yo, antes de que comenzaran a hablar y a argumentar,
comencé a gritar:
—¡Señor!
¡Ten compasión de mi hijo que sufre mucho! —Fui corriendo y me postré ante Él,
sin creer mucho en su poder, pero le dije:
—Maestro,
te lo ruego: ¡es el único hijo que tengo! Creo que un espíritu se apodera de él
y lo lanza al fuego o al agua con mucha violencia, y varias veces le ha hecho
muchísimo daño; comienza a escupir espuma por la boca y a rechinar los dientes,
o a dar gritos. Mi mujer y yo ya estamos desesperados. ¡Por favor ayúdanos! Tus
discípulos han intentado expulsar al demonio que lleva dentro, pero no han
podido.
—¿Por
qué tenéis tan poca fe? —dijo recriminando a sus discípulos. El Maestro
recalcó—: ¿Hasta cuándo tendré que pediros que confiéis en Dios? ¡Trae aquí a
tu hijo! —me ordenó.
Entonces,
me abrí paso entre la multitud con dificultad; lo hacía, y mientras tanto
pensaba, que también estaba abriendo lenta y pesadamente mi corazón y mi fe a
Jesús. Por fin encontré a Ritzia con Amit, perdidos entre la multitud, y lo
llevé arrastrado donde el Maestro, ayudado por ella. Cuando Ritzia vio al
Maestro gritó, se tiró violentamente al suelo, mientras echaba espumarajos por
su boca y se retorcía. Entonces el Maestro se acercó a él y me preguntó:
—¿Hace
cuánto que le sucede esto? —Yo le respondí:
—Desde
que el chico tenía diez años, Señor. El demonio le hace todo el daño que puede,
y nosotros no podemos más con esta angustia. Si tú puedes hacer algo, por favor
compadécete y ayúdanos.
—”¿Si
puedes hacer algo?” —me dijo, despacio—. ¿No sabes que todo es posible para el
que cree? —En ese momento yo me puse a pensar: “Si he hecho este camino
arrastrando a mi hijo hasta aquí, algo creeré o, si no, soy demasiado tonto”.
Me sentía desesperado y e impotente; bajé la cabeza, roto por la tensión y el
dolor y, ya con lágrimas en los ojos, le dije:
—Señor:
yo sí creo, ¡pero por favor ayuda a mi incredulidad! —Se arremolinó más gente
en ese momento; entonces Jesús le dijo a Ritzia con voz fuerte:
—¡Demonio!
Yo te lo mando: ¡Sal de este chico y no vuelvas nunca a entrar nunca más en él!
—Ritzia gritó con todas sus fuerzas, y se sacudió violentamente; tanto, que
toda la gente retrocedió presa del pavor. Mi hijo no se movía. Tenía la boca,
los ojos abiertos y estaba quieto como una fría estatua derribada de su
pedestal.
—¡Ha
muerto! —dijo uno. Amit me miró y, abrazándome, comenzó a llorar. Entonces el
Maestro tomó de la mano a Ritzia, que se incorporó; miró a su madre y le dijo:
—¿Qué
me ha pasado? ¿Dónde estoy? —Amit se abalanzó sobre él para abrazarlo, mientras
ambos llorábamos nerviosamente; era como un desahogo del sufrimiento que nos
producía estar liberados del Demonio; pero yo me di cuenta que no lloraba tanto
por mi hijo, como por mí mismo. Vencido por la evidencia y por mi conversión,
me postré a los pies del de Nazaret.
—¡Gracias
Maestro! —le dije arrepentido por todas mis palabras necias y por mi terquedad
y falta de fe.
—No
lo olvides nunca: todo es posible para el que cree —yo asentí. El Maestro se
puso a hablar con toda la gente, mientras yo salía, exhausto, caminando con mi
hijo y con mi mujer.
—¿Vamos
a casa, papá? —me preguntó Ritzia. Yo asentí y sonreí.
—Sí,
hijo mío —le dije y lo abracé.
Cuando
llegamos a Caná, quisimos lavar a Ritzia porque el pobre estaba muy sucio;
hacía tiempo no se lavaba, y estaba cubierto de babas, sangre, y del mismo
polvo del camino. Cuando lo desnudamos, mi mujer y yo nos quedamos de piedra.
Todas las cicatrices de las quemaduras y de los golpes que Ritzia se había
hecho contra sí mismo habían desaparecido de su cuerpo; incluso las heridas de
la cabeza. Ahora sabía que Dios existía, y que Jesús de Nazaret era su enviado;
Él me había regalado una fe, que yo no tenía, solo con pedirle que ayudara a mi
incredulidad; había sido un tonto que había despreciado, por soberbia, todas
las enseñanzas de mis padres y ni siquiera había sido capaz de ver, en el amor
de mi mujer, la extensión del amor de Dios que velaba por mí y por nuestro
hijo.
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