ABRÍOS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús en la Decápolis
Curación de un sordomudo
Segunda multiplicación de los panes y los peces
La señal de Jonás
La levadura de los fariseos
Extracto de una carta de Judas "el Cachas" (Tadeo) a Juan Marcos (San Marcos).
Era impactante bajar De Tiro y Sidón a
Galilea por la Decápolis viendo el monte Hermón en toda su magnitud. ¿Cómo
sería en invierno verlo de cerca todo lleno de nieve? Pensar que alguno de
todos esos ríos pequeños que atravesamos en las faldas del Hermón fuera el
Jordán, un río de tanta importancia para nosotros los israelitas. Bajábamos por
regiones con mucho césped verde, regadas por el agua bendita del Hermón, y cerca
de muchas aldeas pequeñas.
No mucha gente conocía a Jesús aquí al
norte, pero sí habían llegado relatos de sus curaciones. Sin embargo, la gente
comenzaba a seguirnos, y al final iba con nosotros una multitud tan grande, que
parecía que ya estuviéramos en Cafarnaúm. ¡Quién iba a decir que un hijo del
tío José iba a llegar a ser tan conocido, que se hablara de Él hasta en el
norte! Cuando llegábamos ya a Qatsrin, a una jornada del Mar de Galilea, nos
trajeron un sordomudo, que venía mal vestido y con la cara un poco torcida.
—¡Imponle las manos, Señor! ¡Imponle las
manos! —le pedían, pero Jesús seguía andando—. ¡Tú eres Jesús de Nazaret! —le insistían.
—¿Y qué queréis? —preguntó Él.
—¡Señor, por lo que más quieras! ¡Cura a
mi hermano! —Entonces Jesús se detuvo, y apartó al mudo de toda la gente que lo
seguía.
—¡Quitaos todos de aquí un momento! —dijo
Jesús a todos los que estábamos con Él, y se quedó a solas con el mudo. Jesús,
entonces, lo abrazó; le metió los dedos en los oídos, y el sordomudo comenzó a
mover la cabeza y a sonreír. Jesús sonrió con él. Entonces metió los dedos en
su propia boca y, con su saliva, Jesús tocó la lengua del sordomudo y lanzó un suspiro,
diciendo:
—¡Abríos! —En seguida el sordomudo dijo:
—¡Gloria a Dios! —y luego dijo—:
¡Hermano! —y se abrazó a él. Jesús y los demás sonreímos. ¡Era tan
extraordinario ver salir a las personas de su desgracia! Entonces el Maestro le
dijo a su nuevo “hermano”:
—¡No le digas a nadie que te he curado!
¿De acuerdo? —el que era sordomudo asintió sonriendo, y lo volvió a abrazar.
Jesús trataba de zafarse del hombre, pero este lo seguía abrazando. Entonces se
postró ante Él y lo agarró de los pies.
No conocía una persona con un corazón tan
grande como Jesús, y con tantas ganas de ayudar a los demás. Pero era muy curiosa
su manera de curar: cuando lo buscaban, Él no se lo hacía fácil a quien le
pedía una curación; casi siempre ponía a la persona a prueba, o le hacía
preguntas, o se hacía el desentendido con el fin de que la persona insistiera.
En cambio Él iba en busca de todos los que necesitaban auxilio para ayudarlos y
sacarlos de su miseria, sin que el interesado lo pidiera. Mucho tiempo más
tarde, he caído en la cuenta de que a veces nuestro Padre Dios hace lo mismo
con nosotros: nos cuida sin que nos demos cuenta; pero luego, cuando queremos
algo, quiere que insistamos y que pidamos sin parar lo que necesitamos, porque
nos quiere ver cerca de Él, y quiere que nos pongamos en sus manos.
Por fin Jesús se pudo zafar del que había
sido sordomudo, y continuamos el camino; se detuvo cuando ya veíamos, a los
lejos, el Mar de Galilea; las flores comenzaban a morirse por el calor del
verano que se cernía cada día con más rigor sobre la región. José[1],
Matías y Cleofás[2]
estaban allí con nosotros; nos ayudaban siempre, sobre todo cuando algunos de
los doce faltaban. Al tercer día de estar allí, nos dijo Jesús:
—Esta pobre gente lleva ya mucho tiempo con
nosotros, y hay algunos que han venido desde muy lejos. Además no tienen nada
para comer. —Jesús sonaba realmente preocupado, porque entre la multitud había
mucha gente pobre, que vivía en cuevas y que sus vestidos eran solo andrajos.
—Maestro —le dijo Judas de Keriot—,
entonces despáchalos para que puedan irse a sus casas.
—Pero si los mandamos a casa, van a
llegar agotados y desfallecidos. ¿Cuántos panes tenéis? —Cleofás le respondió:
—Solo tenemos siete, y unos pocos
pececillos. ¡Míralos aquí están!
Parecía calcada la situación a lo que sucedido
hecho en Bethsaidá, unos meses antes, pero no imaginé que lo fuera a hacer otra
vez. Miró al cielo y comenzó a partirlos y a dárnoslos, rápidamente, con el fin
de que nosotros los repartiéramos entre la gente; partía y partía panes, con la
rapidez de un buen cocinero. Y pidió cestos; nosotros los rebuscamos, como
pudimos, entre la gente. Y comenzó a meter los panes en cestos y a
entregárnoslos. Luego partía y partía peces hasta que comió toda la gente que
estaba con nosotros. Yo pensaba, para mis adentros, que cuando se cuenta con
Jesús todo es posible. Cleofás no había estado la vez pasada en Bethsaidá y me
decía alucinado:
—¿Has visto cómo partía los panes y los
peces? —Yo asentí y sonreí—. ¿No era increíble?
—Con Jesús todo es posible —le respondí
sonriendo—. Como dice Piedro: “todo lo hace bien”. Los prodigios que el Maestro
hacía, se multiplicaban como las flores en los campos que regaban las aguas de
las acequias que venían del Hermón, o como ahora los panes y los peces.
Nos embarcamos en Bethsaidá, y nos fuimos
a Dalmanuta, entre Cafarnaúm y Genesaret, que era el sitio preferido de los de
Jonás y los zebedeos para pescar. La gente nos seguía desde la orilla y nos
esperaba donde fuéramos a llegar, porque querían estar con Él. En ese momento vinieron
unos fariseos y saduceos que no lo habían visto hacer milagros. Siempre este
tipo de gente trataba de tentar al Maestro, por simple curiosidad, o para verlo
hacer un prodigio; pero a Jesús nunca le gustaba lucirse ante la gente, sino
que sus milagros eran únicamente para ayudar a los que lo necesitaban.
—¡Maestro! —le dijeron—, queremos ver una
señal del cielo. —Jesús los miró contrariado, y respiró profundamente, como pensando
“¡qué harto estoy de vosotros!”, y les dijo:
—¿Señal del cielo, decís? Pues mirad: ahora
que el cielo está rojizo, ¿no? Y pensáis: “mañana va a haber buen tiempo”; ¿verdad?
Luego, otro día por la mañana veis las nubes oscuras, pensáis: “Seguro que hoy habrá
tormenta”. Y después, al atardecer, veis nubes en el poniente y pensáis:
“Seguro que va a llover”; o si sopla el viento del mediodía decís: “Va a haber
calor”.
—Sí, Maestro —le contestaron—; las
señales de la naturaleza siempre son claras; hombre, a veces uno puede equivocar,
pero normalmente es fácil hacerlo.
— O sea que sois capaces de interpretar
lo que va a suceder con todos los aspectos de la naturaleza, ¿y, en cambio, no
sois capaces de ver las señales de los tiempos?
—No entiendo lo que dices, Maestro —le
contestó uno que llevaba una túnica marrón.
—¡Pues que deberíais tener algo de fe, y
no solo dejaros guiar por vuestra curiosidad! Ahora, estáis pidiendo una señal,
pero los tiempos mismos os están gritando que Dios está entre vosotros; la
verdad, es que os interesan poco sus cosas, porque estáis demasiado preocupados
solo por vuestros asuntos. Yo solo os voy a dar la señal que envió mi Padre a
través del profeta Jonás, que estuvo tres días en el vientre de una ballena; y así
también el Hijo del hombre va a estar tres días en el vientre de la tierra.
—No entiendo, Maestro, ¿por qué pareces
enfadado?
—Porque vais a ver que en el día del
juicio, los ninivitas les van a reclamar a los habitantes de Israel, porque Jonás
les predicó y ellos se arrepintieron; en cambio, vosotros estáis con Dios y no os
arrepentís de todas las cosas malas que hacéis. ¡Abríos a Dios y entended que aquí
hay alguien más importante que Jonás! La reina del mediodía[3]
también va a venir a acusaros, porque ella vino desde muy lejos a escuchar la
sabiduría de Salomón, ¡y aquí hay alguien mucho más importante que Salomón!
Los que habían pedido la señal se habían
quedado pálidos con la bronca que les había echado Jesús y se fueron,
mascullando palabras ininteligibles entre ellos, y enfadados con Jesús. Nosotros
tampoco habíamos entendido mucho de lo que había dicho, pero todo formaba parte
de la manera de enseñar de Jesús, al que terminábamos entendiendo con el
tiempo.
Entonces nos fuimos unos días a Cafarnaúm,
a la casa de Piedro, y descansamos, porque estábamos exhaustos por la falta de
sueño; Jesús salía todos los días al patio y curaba a todo el que lo
necesitaba, pero a nosotros nos dejaba descansar. A los tres días Jesús quiso
ir a Cesarea de Filipo, la ciudad que había edificado Herodes Filipo, o Filipo
a secas como lo llamábamos todos, en honor al César Tiberio. Nos fuimos en las
dos barcas y comenzamos a cruzar el Mar de Galilea. Cuando estábamos comenzando
la travesía, nos dijo:
—¡Tenéis que cuidaros de la levadura que
tienen los fariseos, los saduceos y los partidarios de Antipas! —Judas de Keriot,
que era el encargado de comprar las cosas, me dijo en voz baja:
—¡Raca!
Me he olvidado de comprar los panes, y solo tenemos uno. —Jesús se notaba
contrariado:
—¿Por qué estáis hablando panes? —Judas
se ruborizó— ¡Definitivamente tenéis cerrada la inteligencia y tenéis muy poca
fe! ¿No os acordáis que partí una vez cinco panes para cinco mil personas?
—Si Maestro, y recogimos doce cestos de
sobras —le dijo Juan el Zebedeo.
—Y hace muy poco, partí siete panes para
cuatro mil hombres, ¿cuántos cestos recogisteis? —Judas iba a contestar, pero
Santiago el mayor lo tomó del brazo y le dijo:
—Siete, Maestro.
—Bueno, ya habéis entendido que no os
estaba hablando de los panes sino de la doctrina de los fariseos y los saduceos
—nos miró uno a uno y nos sonrió— ¡Venga! ¡Vámonos a ver qué ha hecho Filipo en
honor del emperador!
[1] Este José es el que llaman “el justo”.
[2] Este Cleofás era discípulo de Jesús, no el padre de Santiago el
menor y de Judas el Cachas.
[3] Hace referencia a la Reina de Saba, que visitó a Salomón, rey de
Israel.
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