MANOS LIMPIAS
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Comer con manos impuras
"Este pueblo me honra solo con los labios"
La menta y la ruda
"Sepulcros blanqueados"
"Los fariseos ni entran ni dejan entrar al cielo"
Extracto de la carta de Andrés, hermano de Simón Pedro al Nano (Saulo de Tarso):El dueño de la casa cerró con violencia
la puerta. Las formas habían quedado atrás, y el anfitrión había preferido defender
a sus amigos, antes que respaldar a Jesús. El Maestro era intransigente cuando
se trataba de defender el amor que se le debía a Dios, y esa fuerza había
desencadenado una tormenta imposible de contener. A mí nunca me había tocado
presenciar que a un invitado le cerraran así las puertas de una casa en sus
narices; una fuerte discusión y la pelea entre dos visiones diferentes acerca
de Dios estaba planteada.
Todo había comenzado en Betania con lo
que había sido una mañana cálida de primavera, en la que nos habíamos lavado en
una acequia que pasaba por la finca; con motivo de la invitación a comer que le
habían hecho al Maestro, incluso habíamos lavado y organizado nuestras túnicas desde
el día anterior con el fin de que estuvieran limpias. Marta y María, nuestras
anfitrionas, las habían perfumado y todos estábamos razonablemente decentes.
Nuestro anfitrión era un fariseo que Jesús
había conocido en Jerusalén, y recibió al Maestro con una sonrisa. Habían
organizado dos mesas: una para el anfitrión, sus amigos y Jesús, y otra para
nosotros. Nos sentamos a la mesa y, la verdad, no habíamos caído en la cuenta
de hacer las abluciones antes de comer, porque nos acabábamos de lavar enteros en casa de los amigos
del Maestro, que estaba muy cerca. Así que nos sentamos sin presagiar el
vendaval. Comenzamos a comer con toda tranquilidad pero, cuando ya habíamos
terminado, se escuchó una voz en el recinto:
—Maestro, tú nos quieres enseñar acerca
de los caminos que llevan a Dios, pero ¿por qué ni tus discípulos ni tú, os
comportáis como manda Dios? —Era un fariseo gordo, que parecía de buena
familia, y tenía ínfulas de sabio.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Jesús.
—Pues que la tradición manda que hay que
lavarse las manos, y no comer con las manos impuras. Tú sabes que debemos
purificar las copas, las vasijas, las bandejas y todo lo que tenga que ver con
la comida. —Su voz se encendió mientras remarcaba—: ¡sentarse a comer sin
lavarse las manos, como habéis hecho vosotros, es indecente e inmoral!
—Lo verdaderamente indecente e inmoral,
es que vosotros deis más importancia a las tradiciones de los hombres que a los
verdaderos mandamientos de Dios —le respondió Jesús, tranquilamente, sin entrar
a contarle que acabábamos de lavarnos en casa de sus amigos. El fariseo se
había quedado descolocado.
—¡Nosotros sí comemos con las manos
limpias! —contestó airado.
—¡Las manos limpias, sí; pero vuestro
corazón está sucio! —le respondió Jesús, más tajantemente.
—¿Sucio? ¡No voy a permitir que nos
insultes de esa manera!
—¿De qué manera? Vosotros os saltáis la
Ley cada vez que os conviene. Probablemente os laváis y cumplís con las
minucias, pero vuestro corazón no lo tenéis puesto en Dios. —El dueño de la
casa estaba desencajado; pensaba que Jesús no iba a entrar en ese tipo de
discusiones estando en su casa, pero había entendido muy tarde que el Maestro
tenía todas y cada una de las cuestiones de la Ley completamente interiorizadas,
y que no iba a permitir críticas que no se ajustaran al amor de Dios.
—Maestro —lo interpeló el anfitrión
tratando de apaciguar los ánimos—, ¿por qué dices que nosotros no cumplimos
nuestras obligaciones con Dios? Piensa que nosotros tenemos unos códigos de
conducta que, a lo mejor son estrictos, pero es la manera como creemos que Dios
nos pide que nos comportemos.
—Precisamente ése es vuestro problema:
que las leyes son vuestras, no son de Dios. Dios quiere lo mejor para el
hombre, y por eso ha hecho sus leyes; es decir: las leyes benefician al hombre;
por eso, no podéis pensar que, cumpliéndolas, le estáis haciendo un favor a
Dios. Pero, además, vosotros hacéis leyes que van en vuestro propio beneficio. Ni
siquiera sois capaces de honrar a vuestros padres en la tierra. Cuando os piden
ayuda los maldecís, porque se os merma el dinero y tenéis la desfachatez de
declarar vuestros bienes corbán, es
decir “ofrenda sagrada” para que, según vuestras leyes, podáis seguir
administrándolos vosotros mismos sin tener que compartirlos con vuestros
padres. ¡Los matáis en vida aunque Moisés os haya dicho “Ama a tu padre y a tu
madre”! ¿Os parece bien anular un precepto divino por una ley vuestra? ¡Hipócritas!
Por este tipo de cosas profetizó Isaías de vosotros:
Este pueblo se me acerca solo de palabra,
y me honra solo con los labios,
mientras que su corazón está lejos de mí,
puesto que su temor de mí
no es más que un mandamiento humano
aprendido de memoria.
—Maestro: no estoy de acuerdo con lo que
dices —repuso el fariseo gordo, meneando la cabeza.
—¿No? Vosotros sois escrupulosos para
pagar la décima parte de hierbas como la menta o la ruda, que son insignificantes,
y os pasáis midiendo todo lo que sea minucia ¡pero descuidáis la justicia y el
amor de Dios, que es lo más importante! Vienes a acusarnos de no lavarnos las
manos porque vosotros limpiáis la copa y el plato, pero os tiene sin cuidado que
vuestro interior esté lleno de maldad.
Con estas palabras de Jesús, ya me estaba
preocupando; yo nunca lo había visto así de vehemente. Los fariseos estaban
callados, y se veían bastante molestos por los comentarios del Maestro. El
anfitrión también estaba enfadado, porque todas las acusaciones de Jesús le caían
directamente en la cara:
—A vosotros los fariseos os encanta
sentaros en los mejores puestos de las sinagogas con el fin de que la gente os
vea rezar, y os encanta saludar a los demás en las calles y en las plazas
públicas, aunque os critiquen en privado como vosotros también hacéis. Estáis
podridos por dentro y no os dais cuenta. ¡Sois tumbas sin lápidas, que la gente
pisa sin ver! ¡Hay mucha gente que no sabe leer y vosotros creéis que, porque
podéis leer las escrituras, las podéis interpretar con vuestro corazón malo y
desconsiderado! —El anfitrión se puso entonces de pie, iracundo, y todos los
demás nos levantamos también, como signo de respeto; uno de los que estaban
allí, un tipo flaco y desgarbado, protestó:
—¡Maestro pero hablando así no solo
ofendes a los fariseos, sino también a nosotros, los doctores de la Ley, que
somos los que interpretamos las escrituras!
—¿Os ofendo? Vosotros, los doctores de la
Ley, creéis que porque interpretáis las escrituras ya vuestro Padre Dios os
justifica, y lo que hacéis con vuestra interpretación es poner cargas difíciles
de tolerar sobre la gente, pero vosotros no tocáis esas cargas ni siquiera con
un dedo. ¿Creéis que Dios así os va a justificar? —Jesús negó con la cabeza y continuó—:
¡Creéis que tenéis las llaves del reino de los cielos, pero no entráis vosotros
ni dejáis entrar a nadie más! ¡Ahora escuchadme bien! No existe nada fuera del
hombre que lo pueda convertir en impuro. Ni nada de lo que coma que lo puede
contaminar. En cambio lo que sale de las bocas y de los corazones de los
hombres, ¡eso sí que los vuelve impuros y los mancha!
El anfitrión seguía de pie; su actitud
nos invitaba a irnos. Jesús, entonces, se despidió y nosotros lo seguimos al
exterior de la casa. Detrás se escuchó un portazo. Yo miré a Leví, que hizo un
gesto de sorpresa. Al Maestro se le notaba la tristeza, porque los fariseos y
los doctores de la Ley, en vez de pensar lo que Él les decía, se rebelaban por
orgullo.
—¡Creo que se han quedado enfadados! —le
dije irónico.
—¡Déjalos Andrés! —dijo Jesús con un deje
de tristeza—. Las plantas que mi Padre no plantó, Él mismo las cortará cuando
llegue el día.
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