EN JERUSALÉN

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


¿Qué era Jerusalén para Jesús?
Segunda Pascua de Jesús en Jerusalén
Curación en la Piscina de Betzatá
"Mi Padre trabaja a toda hora"
"Moisés mismo os acusará"

Extracto de carta de Juan a Policarpo

La llegada a Jerusalén era majestuosa. Ver esos muros pesados y gruesos de cinco plantas de altura, con los edificios encima; ver esas grandiosas escaleras y sobre todo ver las grandes multitudes que llegaban a la ciudad a celebrar la Pascua, era impresionante. Decían, los que habían viajado mucho, que no existía edificio religioso más grande en el mundo que el Templo de Jerusalén. Además, debido a lo empinado de la montaña, era obligado rodear el monte para poder entrar; el camino, entonces, se hacía aún más monumental, porque subíamos con la solidez de los muros a nuestro lado. El Templo parecía un gigante que amparaba nuestra llegada a la ciudad, y era la metáfora perfecta de un Dios que, con su poder, edificaba su fortaleza para proteger a todos los que creíamos en Él.

Jesús siempre sonreía al llegar a Jerusalén; ejercía sobre Él un influjo extraño: Galilea era paz para Él, a pesar de todo el ajetreo; Betania era el descanso; pero Jerusalén era su casa. Y eso que, paradójicamente, no tenía casa en Jerusalén; Él no tenía casa en ningún sitio porque, en realidad, su casa era el mundo. Tenía en la ciudad unos familiares y siempre se quedaba a dormir allí, cerca de la piscina de Betzatá. El dueño de la casa era el nieto de un tío de su madre, que se llamaba Meretz, y ese nieto llevaba su mismo nombre. Era la misma casa que había sido de su abuela, donde incluso había vivido su madre de joven.

Cuando en Jerusalén un lugar estaba lleno y ya no podía albergar más peregrinos que venían a celebrar las fiestas, siempre ponían una toalla en la puerta, a modo de aviso. La casa de Meretz no tenía ninguna.

—¡Shalom aleichem! —gritó Jesús desde la puerta.

—¡Ya te estábamos esperando! ¡Aleichem Shalom! —le respondió Meretz alborozado desde dentro—. Sabíamos que vendrías; tú nunca fallas en la Pascua.

—¡Esta no iba a ser la excepción! Vengo acompañado —le dijo Jesús. Meretz lo miró divertido, porque sabía que el Maestro siempre andaba con amigos; lo abrazo, le dio dos besos y bromeó:
—¡No te preocupes! No es la primera vez, y además sabes que mi casa es tu casa.

Meretz era un hombre joven y dicharachero, que mantenía muy limpia su casa y que arreglaba hasta el menor desperfecto rápidamente. Nos instaló en una bodega donde había sitio para todos, porque no cabíamos en el cuarto de estar. Quiso instalarle una cama a Jesús en una habitación libre, pero el Maestro insistió en dormir con nosotros. Era un jueves, doce del mes de Nisán, y día de los ázimos; al día siguiente, debíamos comer el cordero pascual y, al siguiente, guardar el sábado.

—Ya tengo preparado todo lo que necesitamos en la celebración de mañana, o sea que no os preocupéis —añadió, preciso, Meretz.

Esa noche comimos los ázimos, celebrando la primera cosecha del año; esta fiesta, como coincidía con la Pascua, se celebraba junto con ésta, pero justo un día antes. A la mañana siguiente, Meretz llevó el cordero del sacrificio para celebrar la pascua, mientras nosotros salíamos a caminar por Jerusalén, que era un hervidero de gente; los romanos, que hacían cálculos para todo decían que, en la fiesta, Jerusalén alcanzaba el millón de habitantes. ¡Lo que implica un millón de habitantes, en términos de comida, bebida y, sobre todo para los romanos, de revueltas!

Esa tarde comimos el cordero pascual, con todo el ritual que se establece en el libro de la Ley. Meretz realizó la ablución y distribuyó los ázimos entre todos, y las lechugas y rábanos amargos que todos comieron. Después de la segunda copa Juan, el del Zebedeo por ser el menor, fue el encargado de preguntar:

—¿Qué hace de esta noche, una noche especial? —preguntó, según ordenaba el rito.

Entonces uno de los siervos, que era el mayor de los presentes, se levantó y comenzó a contar toda la liberación del pueblo de Israel en Egipto, como está escrita en el libro de la Ley. Fue una noche maravillosa, íntima, en la que el Maestro nos trató con un cariño especial.

Al día siguiente, Jesús se levantó pronto para ir a rezar al Templo, que estaba muy cerca, y luego vino a comer algo con nosotros para comenzar la jornada. Era sábado y ese día debíamos ir a la sinagoga, pero antes salimos a pasear por la ciudad y fuimos muy cerca de la casa, a la piscina de Betzatá, que tenía fama de curar a la gente, porque tenía unas aguas termales que bajaban de vez en cuando, y que hacían mucho bien a las articulaciones y al reuma. Allí se juntaban muchos enfermos: ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban que bajaran las aguas termales con el fin de lanzarse al agua.

Betzatá quedaba al lado de la puerta de las ovejas y era bastante rara porque tenía dos piscinas a diferente altura; una sucesión larga de columnas estriadas con base circular componían los cuatro pórticos que la cerraban por los cuatro costados y, en medio de las dos piscinas, un quinto pórtico a doble altura, donde había mendigos que incluso dormían allí. Entre los dos niveles estaba siempre el agua cayendo suavemente, y había turnos para ponerse debajo de esa pequeña cascada; en algunos casos, hasta peleas.

Jesús se acercó al lugar donde estaba un enfermo de avanzada edad, que tenía una cara amarga y desencajada. Sin más preámbulos le susurró al oído, con el fin de que nadie más escuchase:

—¿Hace cuánto que estás aquí?

—Hace treinta y ocho años, Señor —le respondió el anciano, desconsolado.

—¿Quieres ser curado? —le preguntó Jesús tomándolo de la mano.

—¡Ay Señor! —se quejó—, yo ya soy muy viejo y no tengo a nadie que me empuje a la piscina cuando llegan las aguas termales. Cuando yo bajo, ya todos han bajado antes que yo, y me quedo sin sitio. —Jesús lo miró con compasión y sonrió.

—¡Levántate! ¡Carga con tu camilla! —El paralítico lo miró con desconfianza, pero lo intentó y, al lograr levantarse, gritó con los ojos desorbitados:

—¡Gloria a Dios en el cielo! ¡Gloria a Dios!

Nosotros ya nos reíamos de cómo la miseria humana se convertía en felicidad, cuando Jesús curaba con esa facilidad a las personas que llevaban tanto tiempo sufriendo. El Maestro se sentó a mirar la piscina con nosotros; el sol se reflejaba en la superficie del agua y multiplicaba su luminosidad, de manera que las cosas se veían doblemente resplandecientes. Yo tuve curiosidad, y miré al paralítico que iba hacia el recinto del Templo. Se encontró, cerca de la puerta de las ovejas, a un grupo de fariseos.

—¿Qué haces cargando una camilla? —le preguntaron—; ¡Hoy es sábado y no debes cargar nada!

—¡No sé! El que me curó me dijo que cargara la camilla, y viniera al Templo a dar gracias a Yahvé.
El hombre siguió su camino; yo había escuchado todo, pero no comenté más este asunto con los demás. Luego nos fuimos al recinto del Templo, donde había una multitud muy grande, porque estaba la fila larga de gente que esperaba el turno de sacrificar su cordero; menos mal que Meretz había ido desde temprano, y ya lo debía tener en uno de los hornos públicos que la ciudad tenía dispuestos para asarlos. Poco tiempo después de llegar vi que Juan, mi hermano, se iba con unos guardias del Templo, y volvía visiblemente alterado.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Nada que tú debas saber —me contestó con cajas destempladas.

—¡Anda! ¿Qué desayunaste hoy? —le dije, y me quedé mirándolo, preocupado. Volvimos ambos donde estaba Jesús, que decía en ese momento:

—Tenéis que dar gracias continuamente al Padre. Pensad que cada instante que vivís es porque vuestro Padre está ahí para permitirlo y, sobre todo, para ayudaros en lo que necesitáis. ¿No os gusta a vosotros que os agradezcan cuando hacéis algo por los demás?

—Maestro —lo interpeló Felipe—, pero tú nos has enseñado a hacer el bien sin esperar nada a cambio.

—Si Felipe; tienes razón; pero así como el que da no debe esperar ninguna recompensa, el que recibe nunca lo debe olvidar y agradecer siempre a quien le ha dado. Y así como a vosotros os agradecen, inclusive por buena educación, vosotros también debéis agradecer al Padre del cielo todas las cosas buenas que os da. Cuando dais gracias vuestro Padre sonríe, como sonreís vosotros. A Él le gusta ver que sus hijos son agradecidos porque, de esa manera, tenéis otro motivo de conversación con Él. Dios Padre no es un señor que está por allá escondido detrás de un trono de oro; es un papá que camina llevándoos de la mano y que sonríe cuando os comportáis como hijos suyos —Jesús sonrió, y continuó:

—Y cuando no os comportáis bien, quiere que os acerquéis arrepentidos, con humildad y le pidáis perdón. Mi Padre se derrite, como se derrite un padre en la tierra, cuando su hijo viene arrepentido y se echa en sus brazos. Cuando pecáis no podéis ser como esos hijos que salen corriendo a esconderse de su Padre, como se escondieron Adán y Eva en el paraíso. Tenéis que ser como el rey David, que lloró su pecado y se refugió en los brazos de Yahvé, su padre. ¿Por qué creéis que rezamos tanto los salmos? Porque son los maravillosos frutos del corazón arrepentido de un rey que, teniéndolo todo, quiso aprovecharse de su poder con el fin de tener aún más. Y cuando el profeta Natán le hizo caer en cuenta de su pecado, él se humilló a sí mismo y se echó en brazos de mi Padre. Por eso os tengo que repetir una y mil veces que seáis como niños, que así es como os ama vuestro Padre del cielo.

Nos fuimos hacia el huerto de los olivos pasando el Torrente Cedrón y después, en la tarde, salimos otra vez a caminar por Jerusalén; Jesús se encontró nuevamente con el paralítico de la mañana, y le dijo:

—¡Da gracias a Dios por haber sido curado y busca siempre la ayuda de Dios! —Entonces, el que había sido paralítico lo miró, extrañándose de lo que le decía. Jesús le recalcó—: ¡Imagínate si te llegara a pasar algo peor!

El paralítico entonces fue donde los fariseos que lo habían reprendido en la mañana, y les dijo que Jesús era el hombre que lo había curado. En el grupo estaba el Sumo Sacerdote. Entonces un grupo de fariseos vino donde estaba Jesús y uno de ellos, de baja estatura, le dijo al Maestro:

—¿Por qué curas en sábado, si Yahvé no lo permite?

—¿Y tú, por qué me preguntas eso? Mi Padre trabaja a toda hora, y a toda hora está ayudando a los hombres en sus problemas —le respondió Jesús, con calma y casi sin pensarlo, como si el hombre bajo le estuviera hablando de cualquier cosa.

—¿Tu Padre? ¿Quién es tu Padre? ¿Yahvé? —Jesús se quedó mirándolo y le contestó mientras asentía:

—Mi Padre es también el tuyo; y tienes que saber que un Hijo aprende lo que ve hacer a su Padre. Si el Hijo ha visto que el Padre da muchas cosas buenas a la gente que cree en Él, también el Hijo deberá repartir toda la felicidad que pueda. Pero sabed que el Padre va a hacer cosas incluso más grandes de las que habéis visto, con el fin de que todos honren a su Hijo. Por eso todos los que, después de haber visto los prodigios que se manifiestan por el Hijo, no creen en Él, ya están juzgados. —El fariseo giró la cabeza y lo miró de reojo.

—¿Por qué dices que tú eres el Hijo de Dios? ¿Y por qué insinúas que Dios nos va a juzgar por no creer en ti?

—Mi Padre no os va a juzgar, porque Él le ha dado el poder de juzgar a su Hijo, y todos los sepulcros van a oír la voz de mi Padre. Por eso, el que ponga por obra lo que yo enseño, podrá ir a la vida eterna; pero el que no me escuche irá al juicio, porque no aceptar la misericordia de mi Padre es no confiar en Él.

—¿Quién crees tú que eres? —preguntó enfadado otro de los fariseos—,  y ¿por qué tienes la desfachatez de dar testimonio de ti mismo?

—Vosotros le preguntasteis a Juan el Bautista, que era como una antorcha que iluminaba a todo Israel, y Él os dijo quién era yo. Pero el verdadero testimonio de mí no es el testimonio de un hombre; el verdadero testimonio de mí son todas las buenas obras que yo hago, y que vienen de mi Padre. Vosotros no escucháis su voz, porque nunca habéis creído en sus enviados.

—¿Cómo te atreves a decirnos eso? ¡Nosotros leemos las escrituras, que sabemos que han sido escritas por los enviados de Yahvé!

—Pues si leyerais las escrituras, y quisierais encontrar en ellas un mensaje de Dios, encontraríais en ellas muchas palabras sobre mí; pero vosotros no podéis entender lo que yo os digo, porque solo buscáis la gloria personal, no la de mi Padre.

—¿Nos estás acusando de no conocer las escrituras?

—Yo no os tengo que acusar de nada; Moisés mismo os acusará, porque él habló del amor de Dios por los hombres, y vosotros no tenéis amor ni por Yahvé ni por los hombres; Moisés escribió sobre mí, y vosotros no creéis en su palabra, porque vuestro corazón no está con Dios, sino únicamente con vuestras ambiciones. —Los que lo estaban escuchando se fueron de su presencia, consumidos por la ira; pero cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo vino donde Él y le dijo en voz baja:

—Maestro: quisiera hablar contigo sobre todo esto, y me gustaría invitarte a mi casa.

—¿Dónde vives?

—Vivo un poco más allá de Betania, en el camino a Jericó.

—Nosotros estaremos esta tarde en Jerusalén, y mañana partiremos hacia Galilea —le dijo Jesús—; si quieres, de paso, podemos entrar a tu casa, y cenar allí.

Así que quedó el compromiso acordado. A la mañana siguiente, salimos rumbo a Galilea; pasamos por Betania, y el Maestro saludó a sus amigos Lázaro, Marta y María. Lázaro y Marta estaban muy contentos, pero a María se le veía cabizbaja; el Maestro la trataba igual, pero ella no sonreía como siempre. No sabíamos qué le pasaba, pero algún tiempo después nos enteraríamos del porqué de su profunda tristeza. Jesús nunca forzaba una situación sino que esperaba siempre a que cada uno, viviendo su propio proceso, llegara naturalmente hasta Él. Simplemente velaba sobre cada uno de nosotros, sin descuidarnos, como velaban los sólidos muros del Templo la llegada de los peregrinos.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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