EL PAN DE LOS HIJOS

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


La mujer siro-fenicia de origen
"No está bien dar el pan de los hijos a los perros"
"Los perros pueden comerse las migajas que caen de la mesa de sus amos"
Curación de una niña endemoniada


Testimonio de una mujer llamada Justina:


Mi marido siempre había sido un irresponsable, y eso nos había llevado a quedar en la ruina. Bebía mucho vino y se gastaba lo poco que teníamos. Teníamos tres hijos pero la que nos daba más problemas era la mayor, Berenice; tenía actitudes muy erráticas, y a veces se ponía violenta con sus hermanos o con nosotros. Un día atacó a su hermano menor y lo golpeó sin piedad hasta dejarlo casi muerto; desde ese día mis hijos menores no querían ni oír hablar de su hermana, y se asustaban con solo escuchar su nombre. También algunas veces se hería a sí misma, lanzándose al suelo, o golpeándose con muebles de la casa o contra las piedras. Yo luchaba diariamente con este problema sin ayuda, porque mi marido vivía ausente, como si no le importara el problema de Berenice. Venía a casa solo a comer y a dormir, mientras yo me deslomaba haciendo todo por mis hijos.

Nosotros creíamos en Baal, nuestro dios, como los pobladores originales de nuestra región, y habíamos sido educados en esa religión. Berenice estaba poseída por el Yam[1], una fuerza que en nuestra religión representa el caos, el desorden y la enfermedad. Mi hija era muy extraña: cuando alguien hablaba de Baal, ella solo sonreía; pero cuando alguien mencionaba a Yahvé, el Dios de los judíos, Berenice se arqueaba en una serie de contorsiones imposibles y gritaba como si la estuvieran torturando. De repente comenzaba a hablar en una lengua que nadie entendía, o a reírse desmesuradamente sin que hubiera ningún motivo. Y así como gritaba, se quedaba quieta sin motivo, con la mirada perdida y los ojos abiertos de par en par.

Nuestro pueblo había sido invadido por los judíos hacía mucho tiempo, y por eso no nos fiábamos de ellos. Sin embargo, cierto día una amiga judía me habló de un Rabbí galileo que curaba a la gente en Cafarnaúm. Se llamaba Jesús de Nazaret. Yo no había ido nunca a Cafarnaúm, pero le hablé a mi marido acerca del Rabbí; sin embargo, mi marido me echó de su vista con malas palabras. Ese día Berenice, que estaba en otra habitación y no nos podía escuchar, comenzó a gritar como si la estuvieran golpeando. Fui a ver qué sucedía y me la encontré, hecha un ovillo, en un rincón; estaba temblando la pobre, como si tuviera frío, pero estábamos en verano y vivíamos cerca del mar, con lo cual no parecía muy lógica su reacción. Yo la abracé, y la miré a los ojos, que estaban negros como en oscuridad total; de repente, movió su cabeza para decirme algo.

—¡Rabbí no! —me gritó al oído, con una voz fuerte y tenebrosa. Yo la aparté de un empujón, porque me había hecho daño al gritarme, y ella se comenzó a reír nerviosamente.

Yo no sabía si el Dios de los judíos era el verdadero Dios, pero tenía que intentar buscar al Rabbí de Nazaret; si no, yo no me iba a perdonar a mí misma, habiendo desaprovechado  una oportunidad como esta. Ya lo tenía decidido, cuando un día mi amiga, me contó que el Rabbí del cual me había hablado, estaba en Tiro. ¡Yo no lo podía creer! ¡Qué suerte! Así que organicé entonces todo para ir a buscarlo, y dejé a mis hijos al cuidado de una vecina, Berenice incluida. Esta vecina, también era judía.

—¿Qué hago si Berenice se pone violenta? —me preguntó, inquieta.

—A mí no me gusta hacerlo, —le dije yo más preocupada que ella—, pero cuando se pone violenta, yo la amarro a la cama. —Ella asintió, y no dijo nada más, pero se reflejaba en su cara la ansiedad y el desasosiego.

—¡Dios te lo va a pagar! —le dije yo—; te lo va a pagar —le repetí.

—¿Cuál Dios? ¿El tuyo o el mío? —dijo ella irónicamente, pero yo no supe qué contestarle.

A la mañana siguiente, madrugamos mi amiga y yo, y nos fuimos a Tiro; durante el camino, mi amiga me dijo que muchos judíos creían que el Rabbí de Galilea era el Mesías, el hijo de David, y comenzó a contarme toda la historia de Abraham, de Isaac, y en especial de Moisés, mientras el sol se alzaba a nuestras espaldas. Para mí las historias de los israelitas, eran las historias de las vergüenzas de mi pueblo, porque nosotros habíamos sufrido mucho con su invasión, Sin embargo, la alianza que Yahvé, su Dios, había hecho con ellos, me había parecido encantadora. Si Dios se acercaba así al hombre, era una manera especial de atraerlo hacia sí mismo.

Caminábamos por los campos de trigo, que estaban todos segados, y parecían planos e inermes; bordeando el mar grande a lo lejos me llegó, con su brisa, el soplo de Dios, y la confianza en su amor. Entonces, apreté el paso, ansiosa. Yo trataba de que no se me notase la angustia que tenía, pero era imposible ocultarlo.

—¿Qué te pasa? —preguntó mi amiga.

—Que a pesar de mi ansiedad, estoy muy confiada de que este Rabbí, o como se llame, va a curar a mi hija —le dije yo, muy tranquila, pero no sabía por qué lo decía.

—¡Que Yahvé te escuche! —exclamó mi amiga.

—¡Sí! ¡Que me escuche tu Dios! —le respondí.

Cuando llegamos a Tiro, comenzamos a buscar información en las casas de los conocidos de mi amiga, pero no lográbamos encontrar al Rabbí. Yo ya estaba comenzando a desfallecer de toda la tensión que tenía acumulada.

—Si lo vemos, ¿cómo debo llamarlo? —le pregunté a mi amiga nerviosamente; ella sonrió.

—Llámalo “Hijo de David” —me contestó conmovida.

—“Hijo de David” —repetí como si fuera la clave de un acertijo—; “Hijo de David” —volví a decir para que no se me olvidara.

Nos habíamos recorrido ya, media ciudad de Tiro, cuando nos hablaron de un barrio en el cual había muchas casas de judíos; entonces, nos dirigimos hacia allí. Yo apretaba el paso cada vez más, porque la ansiedad me consumía. Además había dejado a mi hija al cuidado de una vecina, y no me fiaba de que no hiciera alguna cosa violenta contra ella, contra sus hijos, o contra los míos. Mi compañera comenzaba a estar un poco harta de caminar ya casi sin rumbo, y porque ya se acababa el día:

—Devolvámonos a casa —me sugirió, pero yo le respondí:

—No me iré sin ver al Maestro.

—Es que ya hemos recorrido toda la ciudad y se ve que Él no está aquí; además ya está oscureciendo —me respondió. Yo la tomé de la mano y se la apreté; ella me miró a los ojos y comprendió mi angustia y me decisión inmutable; Entonces, siguió caminando, resignada; yo la seguí por el barrio judío; de repente escuché por una ventana que alguien lo llamaba por su nombre. Entonces comencé a gritar:

—¡Hijo de David! ¡Ten compasión de mí! —Pero nadie me respondía. Mi amiga, que no lo había escuchado, pensó que yo me estaba enloqueciendo.

—¡Hijo de David! ¡Ten compasión de mí! —Volví a gritar más fuerte. Mi amiga me tomó del brazo para que dejara de gritar en una casa desconocida, pero yo insistía y mis gritos se tornaban en llanto:

—¡Jesús! ¡Hijo de David! —Ya solo lloraba. Entonces nos dejaron entrar a la casa de donde había salido la voz, pero no podíamos ver al Rabbí.

—Habla con ella porque, si no, no habrá quién se aguante sus gritos —dijo alguien que parecía estar perdiendo la paciencia.

—A mí no me han enviado a ovejas que no sean de Israel —repuso el Maestro desde lejos. Entonces fui al lugar donde escuchaba esa voz y me postré ante Él.

—¡Señor, ayúdame! ¡Mi hija tiene un demonio dentro! —le supliqué entre lágrimas. Luego levanté la mirada; el Maestro entornó los ojos, como dudando:

—No lo sé, mujer —hizo una pausa larga, y continuó: se tendrán que saciar primero los hijos de Israel.

—¿Qué quieres decir?

—Que el pan que yo reparto es únicamente para dárselo a los hijos; no puedo tomar ese pan y echárselo a los perros. —Entendía, por esas palabras, que el Maestro me reprochaba no ser judía; pero la salud de mi hija estaba en juego, y no estaba dispuesta a salir de esa casa sin que Él me ayudara. Me armé entonces de valor, bajé la cabeza, e insistí con mucha humildad, en tanto que lloraba:

—¡Sí Maestro! Lo sé, pero también algunas veces los perros pueden comerse aunque sea las migajas que caen de la mesa de los hijos. —Entonces Jesús se conmovió, y me miró con dulzura que no voy a olvidar mientras viva. Me tomó de la mano, me levantó, y me dijo:

—¡Mujer! ¡Me impresiona lo grandes que son tu humildad y tu fe! Se va a hacer todo como tú quieres, por lo que me has dicho. Te puedes ir tranquila, que el demonio ha salido ya de tu hija.

Yo alcé la mirada nuevamente, y me encontré con sus ojos; me enjugó las lágrimas con sus manos, y los que lo acompañaban comenzaron también a sonreír. El Rabbí había premiado mi insistencia y la lucha por mi hija. Me volví a postrar a sus pies; yo lloraba y lloraba, hasta que caí en la cuenta de que quería ver a mi hija con todas mis fuerzas. Estar con el Maestro me daba tanta paz que me costaba moverme del sitio donde estaba, pero le di las gracias y salí con mi amiga corriendo hacia la casa de mi vecina. 

Era un camino largo y mi amiga trataba de calmarme, pero yo no podía hacerlo. Todo esto era muy superior a mi vida entera. Así que llegó un momento en el que mi amiga se detuvo, extenuada, y me dijo:

—Sigue a tu ritmo, que yo estoy muy cansada; yo iré al mío.

—¿Y entonces? —le pregunté.

—Nos veremos en tu casa o en la de tu vecina. —Yo asentí mientras apretaba más el paso y levantaba las manos.

—¡Gracias! —le alcancé a gritar.

Comencé a andar cada vez más rápido, ansiosa por llegar; iba corriendo, pero a veces caminaba; sin embargo, cuando vi la casa de mi amiga a lo lejos, empecé a correr con toda la rapidez que mi cuerpo cansado me permitía; llegué y me faltaba el aliento. Entré y vi a Berenice sentada en una cama. Ella abrió los brazos y se echó a llorar. Yo la abracé como nunca la había abrazado.

—¡Jesús de Nazaret te ha curado! —le dije. Me di cuenta que el demonio se había ido para siempre de mi hija, y le volví a decir—: ¡Ha sido Jesús de Nazaret! —Mi vecina se conmovió de vernos llorar a las dos, y nos abrazó también.

Nuestros padres habían sufrido muchísimo por la invasión judía, y yo no podía entender por qué el Dios de los israelitas era el Dios verdadero. Solo existía una respuesta, y era que los hombres tergiversamos las palabras de Dios y no cumplimos su voluntad. El Hijo de David era el mensaje que enviaba Dios al mundo. Un mensaje de amor desde lo alto, y el testimonio de que la alianza que Él había hecho con Abraham ahora iba a ser refrendada por Jesús de Nazaret.


[1] He investigado y, efectivamente en el baalismo es una religión dualista; Baal es el dios del bien y Yam, dios del mal, son hijos de Él, quien es el dios principal.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

Contactar:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *