¿DÓNDE ESTÁ TU TESORO?

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


"Nada que entre puede dañar al hombre"
Los lirios del campo
Parábola del hombre que construyó unos graneros
"Donde está tu tesoro, allí está tu corazón"
La didracma

Apuntes de Simón, el cananeo.

En Jerusalén se respiraba un ambiente de peligro; y era un peligro que no venía del imperio, nuestros enemigos, sino de las propias autoridades judías. Menos mal, nos fuimos de allí, porque era insostenible tener al Maestro en contra de los fariseos en Jerusalén y en Betania.

—El Maestro se equivoca —me dijo Judas de Keriot en el camino de cinco días que nos traía a Cafarnaúm.

—Yo tenía la misma impresión —le respondí preocupado.

—¿Por qué un hombre de Dios no consideraba importantes los preceptos de purificación establecidos por el mismo Moisés?

—A mí no me preocupa tanto eso, sino por qué gasta energías peleando contra los fariseos, y no se enfoca directamente en actuar contra los romanos.

—¿Contra los romanos?

—¡Claro Judas! Piénsalo: Jesús es un hombre con poder, que podría expulsar al ejército romano. ¿Ese no es el objetivo del Mesías? ¡Recuperar la primacía de Israel sobre todos los pueblos!

—Pero Jesús no es un hombre de guerra —objetó; yo asentí, mientras le decía:

—Por eso es que pienso que está bastante desenfocado. Además se arriesga demasiado; recuerda que casi lo matan en su propio pueblo —Judas se quedó pensando.

—Puedes tener razón —me dijo por fin. Es posible que tú y yo lo podamos convencer; incluso Felipe que también aborrece a los romanos, nos podría ayudar.

En la noche, la luna ya salía más tarde, deformada y no redonda como la de la Pascua, y se sentía la proximidad del verano. No había gente esperándonos en Galilea, porque pensaban que aún estábamos en Jerusalén; sin embargo, con toda seguridad, en los próximos días la muchedumbre se iba a adueñar otra vez de nuestras vidas, de nuestro trabajo y, sobre todo, del patio de Piedro.

Se veía que Judas no era el único desconcertado con el asunto de la limpieza porque, cuando llegamos a su casa, el mismo Piedro le preguntó:

—Maestro: explícanos lo que discutiste con los fariseos en Betania. Lo de la limpieza de las cosas que tienen que ver con la comida.

—No es un ni siquiera un asunto de doctrina, Piedro, sino simplemente de sensatez. Claro que hay que lavar los alimentos, porque la comida puede tener suciedades que el cuerpo no tolera, y lavarse las manos está bien para tener un cuerpo limpio, sobre todo si esas manos van a tocar después los alimentos que nos vamos a llevar a la boca; pero comer sin lavarse las manos no puede hacer impuro al hombre, ni lo hace cometer ningún pecado; porque lo que coméis entra por vuestra boca, llega a vuestro estómago, y termina por salir a la letrina. ¿Eso os puede contaminar el alma? ¡Por supuesto que no! La suciedad puede que entre a vuestro cuerpo, pero no puede entrar a vuestro corazón. En cambio, del corazón del hombre es de donde salen todos los buenos pensamientos, pero también salen los malos pensamientos con los que el hombre se daña a sí mismo; ¿Y qué sucede con esos malos pensamientos de codicias, malas intenciones y deshonestidades? Que de ahí vienen los homicidios, los adulterios, los robos y los demás pecados.

—¿Pero entonces, lo que nos estás diciendo es que la doctrina de los fariseos no es buena y que no debemos hacerles caso? —pregunté yo.

—¡Lo que os estoy diciendo es que tenéis que ir con mucho cuidado porque los fariseos enseñan pero no practican lo que enseñan! ¡Y que os sirva de enseñanza a vosotros también! No podéis ir por ahí predicando cosas que luego vosotros no practicáis, porque entonces nadie va a creer en vuestras palabras. La verdadera doctrina es la que se enseña con el ejemplo.

Nos fuimos a dormir pesadamente, después del arduo camino y, en la mañana, amanecimos todos felices; había un ambiente de guasa entre todos, que nos hacía sentir esa unión especial que teníamos. Jesús no estaba en la casa; había salido como todas las mañanas, a rezar, pero no logró regresar a causa del gentío que ya lo detuvo en el patio, pidiéndole favores. Desde adentro se escuchaba el jaleo de fuera, así que salí y escuché que un tipo bajito, con barba larga, le decía:

—¡Maestro! Mi padre acaba de morir, y mi hermano se ha llevado todo su dinero. ¡Dile que lo reparta conmigo! —Jesús lo reprendió:

—¿Quién dice que yo tengo que repartir las cosas entre vosotros? Lo mejor será que habléis vosotros mismos y lleguéis a un acuerdo. Pero, hombre: ¡La vida no debe depender de lo que se tiene! ¡Guardaos de la avaricia, porque es una muy mala consejera! Pensad más bien en las cosas que debéis hacer para llegar hasta la vida eterna. Imaginaos a un hombre rico que tiene muchas tierras, muchas casas y muchos siervos. Y, además, un año todos sus sembrados dan muchísimo fruto. ¿Qué hará ese hombre rico? —nosotros nos mirábamos sin saber qué contestar; el hombre bajo le respondió:

—Guardar para cuando le pueda faltar —todos asentimos.

—¿Habéis visto alguna vez a un pájaro sembrando y recogiendo una cosecha? —todos nos reímos, negando con la cabeza—, pues mi Padre celestial alimenta y cuida de los pájaros todos los días. ¡Y vosotros valéis mucho más que los pájaros! ¿Y habéis visto a los lirios del campo tejer para hacerse su vestido? No, ¿verdad? Pues ya veis que ni Salomón con toda su riqueza y con toda su gloria se vistió como uno de ellos. ¡Juan! Ven aquí.

—¿Yo Maestro? —preguntó Juan, sorprendido.

—Sí, tú; ven aquí —Juan se puso delante de Él; Jesús le dijo—: ahora trata de crecer.

—¿De crecer?

—Sí Juan; de crecer —Juan comenzó a empinarse estirando los brazos, cada vez más fuerte, mientras todos soltábamos la carcajada.

—Así como tú no has podido crecer, por más que lo intentes, es imposible para cualquier hombre; solo la bondad de nuestro Padre Dios lo hace posible. Entonces, dejad de preocuparos de qué vais a comer o con qué os vais a vestir, porque si mi Padre cuida así de las flores, de los pájaros, de la hierba, y de Juanito, ¿qué no va a hacer por todos vosotros que sois sus hijos? Si ya os he dicho varias veces: el Padre sabe todo lo que necesitáis antes incluso de que os deis cuenta. Dejad que la gente mundana se preocupe de las cosas del mundo, mientras vosotros buscáis llegar al reino de Dios y que se cumpla su justicia, y veréis que todo todo todo lo demás os lo va a dar vuestro Padre Dios.

—Maestro, nos estabas contando de un hombre muy rico que su cosecha dio mucho fruto —le recordó Santiago el mayor.

—Ah, sí Santiago; pues ese hombre rico en vez de compartir con los demás, por lo menos una parte, edificó unos graneros más grandes que los que tenía y almacenó allí toda su cosecha. En ese momento, se puso a pensar: “ya tienes una fortuna de sobra con la que puedes vivir bien el resto de tu vida. ¿Qué más te puede importar? Tienes bienes para ti y para tus hijos y puedes ya pasártelo bien; vas a tener comida y bebida asegurada para el resto de tu vida”. ¿Y sabes qué le sucedió? Que esa misma noche murió y llegó a la presencia de Dios con el corazón lleno de un dinero que ya no tenía, pero vacío de bienes del cielo, que son los que valen en la vida eterna.

—Maestro —le dijo el de Keriot—, mi familia tiene bastante dinero; lo que estamos es preocupados, porque los romanos nos van a quitar lo que tenemos. ¿No deberíamos actuar contra ellos? —Jesús sonrió:

—Tenéis cosas aquí en la tierra, Judas, y os pasáis la vida cuidándolas de los ladrones. ¿Eso no es, por lo menos, perder el tiempo? Las cosas que tenéis y que no usáis, se las terminan comiendo la polilla y el óxido! Es mejor que vendáis lo que os sobra y lo deis a la gente que más lo necesita; así compartiréis vuestros bienes con los demás, y acumularéis tesoros en el cielo, donde no hay polillas, ni óxido ni ladrones. Y allí en cielo, estará vuestro tesoro, y estará también vuestro corazón. Mi Padre tiene preparada su casa para todos, ricos y pobres; pero los ricos deben vivir desinteresadamente, compartiendo sus bienes con los demás y cuidando las cosas de la tierra como cosas prestadas por vuestro Padre; porque si los ricos solo se dedican a guardar dinero y posesiones, estarán sirviendo a dos señores: a Dios y a las riquezas. ¡Y eso es imposible!

Comenzamos a caminar, dando un rodeo por Cafarnaúm. El otoño se cernía sobre Israel y las hojas de los árboles comenzaban a caer sobre el suelo tostado que había dejado el verano. Hasta las flores parecían más brillantes en ese atardecer, en el que el sol doraba todo lo que se encontraba a su paso. Mientras íbamos de camino, un escriba que había hablado antes con Él, le dijo:

—Maestro: yo quiero seguirte —Jesús lo miró, sonriéndole, y le contestó:

—¡Piensa bien lo que estás diciendo, porque si me vas a seguir deberías pensar en todo lo que te puede pasar! Has visto que yo no tengo ni siquiera dónde reclinar la cabeza; en cambio, las zorras tienen cuevas en las rocas, para dormir, y las aves tienen nidos donde se pueden abrigar.—El escriba se quedó pensando y nos siguió durante un tiempo; pero poco después, no sé qué sucedió con él porque no lo volví a ver. Cuando volvíamos a la casa de Piedro, venían detrás de nosotros los recaudadores de la ofrenda que se daba para el Templo; Piedro y yo estábamos juntos, y nos dijeron:

—¿Vuestro Maestro no colabora con el Templo? —Piedro y yo lo miramos sin comprender —¿Él paga la didracma[1]? —Insistió. Ahí me habían pillado; yo no sabía si el Maestro la pagaba o no; Piedro tampoco, pero contestó:

—¡Sí, sí! ¡Claro que sí! —apretamos un poco el paso, porque nos habíamos quedado rezagados; estábamos alcanzándolos, y el Maestro se devolvió del grupo y nos preguntó:

—A los reyes, se les paga tributo; pero quién lo debe pagar, ¿los hijos, o los extraños?

—Los extraños, Maestro —le dijo Piedro.

—¿Y entonces? —le dijo Jesús levantando las cejas—. Si esta ofrenda es para el servicio de mi Padre, yo no la debería pagar porque soy Hijo suyo; pero no quiero que piensen mal de nosotros, así que ve al mar y tira el anzuelo y al primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás un estáter, que vale cuatro dracmas. Sácalo y das el tributo por ambos. —Piedro se fue hacia el mar, a hacer lo que Jesús le había mandado, mientras nosotros nos quedamos con Jesús.

—¡Mañana nos iremos a Tiro y Sidón! —dijo Jesús en voz alta. Se le notaba que le divertía el hecho de irse de viaje con nosotros.

—¡Tiro y Sidón! —repitió el mellizo, como si le estuvieran hablando de conocer Roma—, siempre he querido conocerlos. ¡Y el Mar Grande tampoco lo conozco!

—¡Qué am ah-arez[2] que eres! —bromeó Natanael.

A la mañana siguiente nos fuimos todos en la barca de Pedro, hacia Bethsaidá. Jesús no salió esa mañana a orar en solitario, sino que oró con nosotros desde la barca:

—¡Padre mío! —decía—: ¡Gracias por todo lo que nos das! ¡Por este mar, por estas estrellas y por este sol que está por salir! Te pido que me des la fortaleza con la que pueda seguir siempre a tu lado. Yo sé que, si me llevas de la mano, lo puedo todo. Dame la fuerza que me permita estar siempre amando y sirviendo a los demás.

Yo me quedé pensando en esa bella oración. Jesús no le pedía a su Padre riquezas ni reinos; le pedía fortaleza para hacer su voluntad. Yo recordé a Salomón que tampoco pidió riquezas, sino un corazón sabio para guiar a su pueblo, y Yahvé lo llenó de riquezas. ¿Dónde quedaba el interés por las cosas de la tierra que ocupaba las mentes de todos los hombres?


[1] La didracma era una moneda de plata que equivalía, como su nombre lo indica, a dos dracmas griegas, y que era el equivalente al impuesto anual que aportaba cada judío para el servicio del Templo.
[2] Era la manera como la gente de la ciudad se refería despectivamente a la gente del campo.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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