PAN DEL CIELO
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Jesús en Genesaret
"No fue Moisés quien os dio el maná"
"Yo soy el pan de vida"
"Quien coma de este pan, vivirá eternamente"
"Solo tú tienes palabras de vida eterna"
Apuntes de Tomás,
llamado “el mellizo”
—¡A Genesaret! —exclamó Jesús.
—¿Pero no íbamos a Cafarnaúm? —preguntó desconcertado
Judas “el Cachas” que no entendía los cambios de itinerario. Jesús giró la
cabeza y le respondió con una sonrisa:
—No primo. Vamos a Genesaret.
Nunca se sabía qué iba a querer el Maestro:
cuando creíamos que íbamos a un sitio, Él decidía ir a otro; cuando queríamos
comer, no comíamos; y cuando queríamos dormir, como en este caso, no podíamos.
Yo había dormido un poco en la barca, a la vuelta de Bethsaidá, porque hacíamos
turnos de remo y sueño, pero no era fácil dormir en una barca en medio del mar;
estaba destrozado y creo que todos los demás también. El único que parecía como
nuevo era Jesús, que sonreía como el sol que brillaba con la mañana desnuda de
viento y de nubes, mientras la mancha de flores, a lo lejos, inundaban despiadadamente
las montañas y parecían ansiosas por venir a darnos la bienvenida.
Cuando saltamos de la barca en Genesaret,
todos reconocieron a Jesús y, de inmediato, comenzaron a cercarlo. Le
preguntaban cosas, y comenzaron a traerle enfermos. Le traían, desde los moribundos,
hasta los que tenían enfermedades tontas: fiebres, cojeras, dedos torcidos,
dolores de estómago, cortes de cuchillo, ¡todo! Él se armaba de paciencia, y
curaba a todo el mundo, sin protestar. A veces, imponiéndoles las manos; a
veces con un abrazo; a veces, simplemente la gente lo tocaba y se curaba. Parecía
que Él mismo quisiera cargar con el peso del dolor que tenía cada persona; de
vez en cuando nos pedía algún favor, a nosotros los doce, pero todo lo hacía
Él.
Lo más divertido eran las señoras:
“¡Maestro! A mi niño le duele el dedito”, o “¡Maestro! La tripa de mi niño aquí
arriba, le duele como por ahí, pero él no sabe dónde”. Nosotros nos mirábamos y
nos reíamos, o nos hacíamos señas. Natanael, con su guasa habitual, a veces las
imitaba; ¡era para troncharse! Pasamos toda la mañana allí; pero de repente
llegaron otras tres barcas al pueblo, y atracaron.
—¿Cuándo viniste a Genesaret, Maestro?
¿No estabas en Bethsaidá? —le dijo uno de los barqueros. El Maestro seguía
hablando y curando, y no les hacía caso.
—Si, claro —replicó el cananeo—; acabamos
de volver. ¿Estaban ustedes en Bethsaidá?
—¡No! Nosotros somos de Tiberias, aquí al
lado, pero cuando escuchamos que Jesús estaba en Bethsaidá, fuimos hasta allí.
—¡Vaya viaje! ¿No? Y nosotros ya veníamos
de vuelta.
—Pues sí; ¡porque ir hasta Bethsaidá, al
otro lado del lago, en vez de habernos quedado aquí! —repuso el hombre, con la
sensación de haber perdido el tiempo.
—Yo sé por qué me estabais buscando —les
dijo Jesús calmadamente—. Me buscabais porque escuchasteis que yo había repartido
panes y peces ayer, y que había sobrado mucha comida. En realidad, es lo único
que os importa.
—Maestro, pero… —protestó el barquero. Jesús
le interrumpió:
—¡No podéis estar únicamente interesados por
lo que se acaba y muere, como la comida, sino por todo lo que os llevaréis a la
vida eterna!
—Está bien, Maestro; tienes razón
—concedió el barquero, bajando su cabeza.
—¡Pues deberíais pensar también en todo
lo que os estoy tratando de enseñar!. ¿O creéis que los milagros que hago yo,
los haría sin la bendición de mi Padre? Si mi Padre bendice todo lo que yo hago,
vosotros deberíais escuchar mis palabras y ponerlas por obra; porque lo que yo
os enseño, es lo que yo he aprendido de sus labios. —Había allí, uno que no lo
había visto hacer milagros; un hombre orgulloso y altivo que, para retarlo, le
dijo:
—¿Y cuáles son los milagros que haces para
que creamos en ti? Porque cada profeta trae consigo la prueba de que está con
Yahvé. Moisés, por ejemplo, dio maná a todo el pueblo en el desierto, como está
dicho en las escrituras.
—¿Y tú crees que fue Moisés el que les
dio maná a los israelitas en el desierto? —le respondió a su vez Jesús—. No fue
Moisés, sino mi Padre, que es el único que puede hacerlo. Pero hay un pan, que
es el verdadero pan del cielo, y es el que le puede dar la vida al mundo.
—Maestro, ¡danos de ese pan! —le dijo
Juan. —Jesús lo miró a los ojos, sonriendo, y le dijo:
—Juan: yo soy el verdadero pan de vida;
haciendo lo que os digo, nunca más tendréis hambre ni sed.
—¡Es imposible no tener hambre ni sed!
—argumentó el barquero.
—Aunque os lo diga mil veces, no lo vais
a entender porque, aunque me veáis haciendo prodigios, no creéis en mí. ¿No os
dais cuenta de que los prodigios que yo hago vienen de mi Padre?
—Maestro —dijo el hombre—: a nosotros también
nos gustaría tener por Padre a Dios —Jesús le levantó la cabeza, le sonrió y lo
miró a los ojos.
—¡Escúchame bien! ¡Claro que todos sois
hijos de vuestro Padre Dios! ¡Y el Padre os ama a todos! ¡Y a todos por igual! —El
hombre asintió—. Pues entonces debéis creer sin medida y hablar sin descanso
con Él. Veréis que, inmediatamente, todos los males de vuestro corazón
comenzarán a desaparecer.
El barquero se quedó con una sonrisa en
los labios, mientras Jesús comenzaba a caminar hacia Cafarnaúm. Pedro se fue en la barca bordeando el mar con
“el Cachas”, que lo acompañó remando, para dejar la barca en su casa. Leví
también fue a ayudarles aunque no se lo habían pedido.
Cuando llegamos a Cafarnaúm, había allí algunos
esperando a Jesús, muchos de ellos enfermos; estuvo curándolos, hasta que
llegaron Piedro, Leví y el Cachas, y entonces se dirigió a la sinagoga. Había
allí unos hombres; me pareció que eran fariseos porque, en cuanto llegamos,
comenzaron a murmurar sobre Jesús; Él continuó con lo que había comenzado a
decir en Genesaret:
—Yo he bajado del cielo con el fin de
hacer la voluntad de mi Padre del cielo; y mi Padre quiere que ninguno de
vosotros se pierdan. Así que todo el que viene a mí, y viene sinceramente, yo
no lo dejaré perderse. —Los fariseos que estaban allí, comenzaron a hacer gestos
de desaprobación y a cuchichear entre ellos.
—¡Es mentira! —alcancé a escuchar que decía
uno.
—¿Por qué estáis creyendo que os miento? —les
dijo Jesús, entornando los ojos; ellos se sorprendieron — Vosotros no conocéis
a mi Padre del cielo! Porque el único que puede ver al Padre, y recibir sus
palabras, es el que viene de Él. Si os transmito sus palabras, precisamente por
eso el que cree en ellas tendrá la vida eterna —los hombres miraban con
recelo—. Y el que escucha las enseñanzas de mi Padre con sinceridad, y las cree,
se alimenta con la verdad. Mi Padre ha hecho bajar el pan desde el cielo, y el
que lo coma vivirá eternamente.
—¿Y cuál es ese pan que baja del cielo?
—preguntó un fariseo.
—Es el pan que yo os voy a dar, que va a
ser mi carne.
—¡Cómo se te ocurre! —dijo uno—¿Vas a
darnos a comer tu carne?
—Así es —todos en la sinagoga hacían
gestos de repugnancia; nosotros tampoco entendíamos, pero Jesús dijo—: ¿Por qué
ponéis caras de desagrado y de asombro? ¡Si yo os doy pan que viene de mi
Padre, vais a tener a Dios dentro de vosotros! ¿Por qué no creéis? Os
impresiona que os hable de alimentaros con mi carne y mi sangre; ¿qué haríais
entonces si vierais al Hijo del hombre subir al cielo, al lugar de dónde vino? ¡Yo
os aseguro que mi carne y mi sangre serán comida y bebida verdadera!
Los fariseos se comenzaron a ir de allí, haciendo
gestos de desaprobación; luego, otros judíos que estaban en la sinagoga también
se fueron, y más tarde los que habían estado con nosotros en Genesaret los
imitaron, hasta que no quedamos sino los doce. Él no había querido retener a
nadie que no quisiera realmente estar allí, acompañándolo. Entonces nos dijo
Jesús, con una sonrisa de desolación, y señalando la puerta de salida:
—¿Vosotros también os queréis ir?
—¿Y a dónde nos vamos a ir? —le respondió
Piedro, mientras miraba de reojo, y luego mirándolo fijamente a los ojos—, Solo
tú tienes palabras que nos llevan a la vida eterna. ¡Nosotros creemos en ti, y
sabemos que tú eres el Hijo de Dios! —Jesús sonrió, y comenzó a abrazarnos, uno
a uno. No entendíamos completamente lo que Él acababa de decirnos, pero
creíamos en Él; y como creíamos, sabíamos que algún día íbamos a entender todas
las cosas raras que nos había dicho. Santiago el mayor, recordando que Jesús
había venido caminando sobre las aguas, le dijo:
—Maestro, acabo de caer en cuenta que la
barca nuestra se ha quedado en Bethsaidá, porque tú viniste caminando.
—No te preocupes por ella, que ya habrá
manera de recuperarla. ¡Vámonos a casa! —nos dijo. Cuando íbamos, Jesús se
notaba un poco triste.
—¿Qué te pasa Maestro? —le pregunté.
—La gente que estaba en la sinagoga no
logra entender que yo he venido de mi Padre y que estoy aquí para hacer su
voluntad. Y, en cuanto a vosotros, yo pude haber elegido a quien hubiera
querido, pero os elegí a vosotros doce. Y sin embargo, uno de vosotros obedece
al Diablo.
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