EL PODER

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Historia de Herodes Antipas
Herodías y Salomé
Cumpleaños de Herodes
Martirio de Juan el Bautista

Carta de Cusa, administrador de Herodes Antipas a Juana, su mujer, seguidora de Jesús

Su abuelo había asesinado a su padre, Aristóbulo, a su abuela Mariamne y a sus tíos Antípatro y Alejandro. Y ella, que creció viendo cómo se manipulaban los hilos del poder a costa de su propio sufrimiento, solo aprendió a alimentar su ambición. Herodías es su nombre; una mujer que utilizó siempre su poder para manipular y obtener así sus oscuros fines.

Comenzó por seducir a su tío Filipo para casarse con él y, como se dio cuenta de que Filipo solo iba a poder reinar sobre una región pobre, Iturea, y sobre un amasijo de piedras a la que llaman la Traconítide sedujo a su otro tío, Antipas, rey de Galilea y Perea, que había sido impuesto directamente por el emperador de Roma. Perea es la región desértica al otro lado del Jordán, pero Galilea es una región rica y próspera. ¿Y cómo pudieron estos hombres tan tontos dejarse embaucar de una guapa sobrina? Por no pensar con la cabeza, y dejarse llevar por los deseos de este mundo.
Pues es de este segundo rey, Herodes Antipas, del cual he sido yo administrador y, como tal, vivo con pies de plomo. Yo conozco el poder que tiene esta mujer, y sé que puedo seguir el destino de los hermanos del rey en cualquier momento.

Antipas se equivocaba, y se lo dijo muy claramente Juan el Bautista, un personaje bueno pero muy extraño, que vivía en el desierto y bautizaba en el Jordán. Hasta las autoridades en Jerusalén llegaron a pensar que podía ser el Mesías, cuando estaba en la cima de la fama. Pero cuando se puso a hablar mal de Herodías, la mujer de Antipas, fue cuando terminó apresado. Porque Juan ponía a Herodías como ejemplo de la mujer manipuladora y ponzoñosa, y a Antipas como ejemplo del hombre ambicioso y egoísta, que le había quitado la mujer a su hermano, el del pedregal. Anda que es raro encontrar a una mujer que se haya casado con su tío; ¡pues ésta llevaba dos tíos a sus espaldas! Además, estos dos tíos eran hijos de madres diferentes a la mamá de su padre. 

Era primavera, pero la primavera aquí en el desierto de la Perea se parece al verano y es igual al otoño: calor durante el día, y frío en la noche. Y, como en todas las primaveras, el rey celebraba su cumpleaños. ¿Los invitados? Unos tribunos que llegaban impolutos a pesar del desierto, con sus pecheras que parecían músculo puro aunque, en realidad, escondiesen cuerpos fofos y sucios; con sus capas color corinto, y sus cascos con plumas. También venía un príncipe nabateo, del cual se decía que había contenido a varias tribus nómadas del desierto de las que se atrevían, como serpientes, a morder y a escapar. Varios príncipes de la Decápolis también se hicieron presentes, entre ellos gente de Damasco, Filadelfia y Susita, la ciudad de los caballos. Los invitados en el cumpleaños, retrataban las amistades de Antipas: príncipes vecinos y tribunos romanos; es decir, las personas que podían ayudarle a conservar o a ampliar su poder. Los regalos tampoco eran menos impresionantes: collares de plata, monedas de Asia, y hasta un guepardo traído de África, que fue la sensación.

Los cumpleaños del rey en la fortaleza de Maqueronte duraban una semana entera; claro, un viaje desde Damasco, solo para una noche de juerga no se justificaba. Había que pasar por varias borracheras y sus correspondientes resacas para que valiera la pena la venida desde tan lejos. Maqueronte tenía esa ventaja: nadie se enteraba de lo que allí sucedía, y el rey podía dar rienda suelta a todo lo que le diera la gana. De algunas fiestas en las que no había estado su mujer presente, es mejor ni hablar.

Y fue justamente en una borrachera que sucedió todo. A mí me gusta el vino, no lo niego, pero abusar de él es exponerse a hacer tonterías. Llevaban ya tres días de fiesta, y el príncipe de Susita trajo dos ánforas de un vino que, según él, no producía resaca alguna porque había sido filtrado varias veces con un cedazo de varias capas de lino, y aromatizado con unas especias que no dijo cuáles eran, porque era un secreto aprendido de un mercader de oriente, cuya identidad tampoco quiso revelar. El vino debió gustar mucho porque habían comenzado desde por la tarde a beber y, entrada la noche, seguían bebiendo.

La bebida la intercalaban con unos entremeses servidos por unos fornidos sirvientes, de color y piel brillante, a los que el rey mismo gustaba de darles palmaditas en los muslos, con el fin de resaltar su fuerza ante los invitados. Los músicos no habían parado ni un momento a descansar, porque el rey había ordenado que se escalonasen para comer y hacer sus necesidades, muy considerado de su parte, y que así no faltara nunca la música.

“Apenas” se habían bebido una de las ánforas, cuando comenzaron la segunda, y se hizo silencio. Herodías dio un par de palmadas, y la música preparada de antemano dio un vuelco; comenzó a ser más lenta y pausada. Unas chicas delgadas y ágiles tapadas con velos, entraron a la estancia, perfumadas con nardo y comenzaron a bailar lentamente; se acercaban a cada uno de los invitados, y los acariciaban en las barbas sucias de comida y bebida, y en las barrigas indecentes.

Antipas comenzó a seguir la música con las palmas, gesto que imitaron todos los invitados. Los velos y los linos volaban por el salón, mientras los invitados bebían y aplaudían. La música comenzó a crecer a un ritmo más alocado, y las chicas a seguir con sus bailes perfectamente acompasados a ella; bailaban haciendo cabriolas y piruetas imposibles hasta que comenzaron a desaparecer, una a una, las sensuales bailarinas por la puerta del salón, en tanto una chica, especialmente diestra, bailaba frenéticamente; se movía con la gracilidad de una gacela, y con la sensualidad de una pantera. La chica saltaba y bailaba; tan pronto estaba en el aire, como se recogía y sus velos al aire dejaban entrever todos sus encantos.

Terminó de bailar, cuando ya el ritmo era casi imposible de seguir con las palmas. Todos los presentes se levantaron a aplaudir arrebatadamente mientras la chica, con su respiración agotada, hacía venias a diestra y siniestra. Herodes se le acercó, acariciándole la espalda y también donde la espalda pierde su nombre, y le quitó el velo; la audiencia no dejaba de aplaudir. Entonces descubrió, con un grito de sorpresa, que la que bailaba era nada menos que su hijastra - sobrina, hija de su hermano y de Herodías.

—¡Salomé, hija mía! —dijo con la mayor desfachatez—, ¿dónde has aprendido a bailar así?

Y comenzó a aplaudir, si se quiere, más frenéticamente, mientras miraba a los invitados que hacían gestos de aprobación, sin dejar de aplaudir. Herodías sonreía, feliz de haber causado tan buena impresión en todos los invitados, que estaban comentando entre ellos el baile tan espectacular.

—¡Te voy a dar un regalo! —dijo calmando a la audiencia con las manos y haciendo un gesto con el fin de que todos se sentaran nuevamente.

—¡Te voy a dar un regalo que no vas a olvidar nunca! —decía esa frase arrastrando las palabras, con la borrachera a flor de piel—: ¡Pide lo que quieras! —Todo el mundo se quedó en silencio, esperando a ver qué decía la chica. —¡Venga! Incluso si me pides la mitad de mi reino, te juro que te lo daré.

—¿De cuál de los dos reinos? —preguntó uno de los tribunos provocando la carcajada general. La chica salió del recinto, sin decir nada, y su madre se fue tras ella.

—Espero que sean cosas de mujeres —bromeó Herodes con los invitados; pidió una nueva copa de vino de Susita con un chasqueo de los dedos.

—Madre: ¿Qué debo pedir? ¿Una parte de su reino? —le dijo cuando salieron, mientras se secaba el sudor con las manos.

—Pídele la cabeza de Juan el Bautista, que me ha hecho la vida imposible desde que vivo con él.—a la madre se le notaba la ansiedad, por tener esa oportunidad que llevaba mucho tiempo buscando.

—¿La cabeza? ¿Qué asco! —dijo su hija horrorizada.

—Hija: hoy haces esto tú por mí; ya verás todo lo que puedo hacer yo por ti. —La hija pensó un momento, y luego asintió. La madre, entonces, volvió al salón.

—¡Parece que vuelve la madre! —dijo Antipas ante el aplauso general—; no tardará en venir la hija, espero. —La hija volvió, sin velo ya, haciendo una cabriola para terminar a los pies del rey. Estaba guapísima, con todas sus sedas y sus adornos, y con el cuerpo sudoroso. Sin dilación le dijo al rey:

—Quiero que me traigas la cabeza de Juan el Bautista.

—¿Qué? —preguntó Antipas como si no hubiera escuchado bien.

—¡Que me traigas ahora mismo la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja de plata! —repitió en tono más desafiante, y mirándolo a los ojos.

Herodes retiró la vista con desagrado, pero se volvió a la audiencia con una falsa sonrisa. No sabía qué hacer. A él le gustaba hablar con Juan, aunque éste lo riñera, y había aprendido a apreciarlo; no le gustaba matarlo, pero no podía salvarlo por el juramento que había hecho. Yo miraba, horrorizado. ¿Cómo se puede ser tan ruin, que te ofrezcan la mitad de un reino entero, y tú escojas matar a alguien, que además sabes que es una persona buena? Todos los invitados lo miraban esperando una respuesta. Antipas dio dos palmadas, haciendo señas a uno de los sirvientes fornidos, que se le acercó; le dijo algo al oído y luego dijo a la audiencia:

—¡Sigamos bebiendo! ¡Música!

Herodías sonreía complacida; no sabía qué cosa le había susurrado su marido al criado, pero estaba convencida de haberle ganado la partida a Juan, quien no tenía más armas que su palabra. Para ella, era el triunfo del poder y la inteligencia, sobre la altanería de un súbdito. Para todos los demás, era el triunfo de las pasiones más bajas del ser humano sobre la bondad de una persona humilde. Al poco tiempo, regresó el criado con una bandeja tapada con un lienzo. Antipas se la entregó a Salomé, quien ni siquiera se atrevió a mirar. Herodías comprobó que era la cabeza de Juan, y me llamó a mí para que yo se la recibiera. Yo la recibí con dolor y devoción; como la gente se había quedado callada, Herodías misma dijo a los músicos:

—¿No ha dicho el rey que quiere música? ¡Venga! ¡Música y vino!

Bajé la cabeza de Juan a las mazmorras, avergonzado de mi trabajo, y avergonzado del mundo mismo en el cual vivía, donde la vida no valía nada, cuando uno se enfrentaba a las personas con poder, frivolidad y maldad. Y eso que ni siquiera era un enfrentamiento: era solo un hombre alzando la voz contra la conducta de otro hombre, que utilizaba su poder para sumergirse en un mar de maldad y oscuridad.

Varios de los discípulos de Juan acampaban cerca de Maqueronte, pendientes de que, a lo mejor, liberaran a su maestro; yo los hice llamar al día siguiente, y les di la noticia; ellos reaccionaron llorando como niños, pero no hicieron ningún escándalo. Yo les entregué el cuerpo y la cabeza, en medio de las lágrimas, para que le dieran sepultura.

—Tenemos que ir a contárselo al nazareno —dijo uno de ellos.

—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté a uno que parecía su líder.

—Me llamo Nirel —dijo sumido en la tristeza profunda.

—¿Cuándo partís, Nirel?

—Probablemente mañana temprano.

—Te voy a pedir un favor: mi mujer está con el nazareno; se llama Juana. Por favor llévale una carta que voy a escribir ahora mismo.

—Está bien —dijo Nirel—; la llevaré.

Yo me metí al interior de la fortaleza, y pasé todo el día escribiendo este relato. A la mañana siguiente, iba a madrugar a entregarle la carta a Nirel, esperando que los discípulos de Juan tuvieran mejor suerte con el Maestro de Nazaret. Les iba a pedir también, encarecidamente, que cuidaran a mi mujer, una vez estuvieran con Jesús; y que tuvieran cuidado, porque los enemigos del Maestro de Nazaret no debían ser menos crueles y despiadados que Herodes, que ahogaban a sus enemigos en su propia sangre; sangre que clamaba a Dios desde las entrañas mismas de la tierra.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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