ÉL NO NOS DEJA HUNDIR

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Jesús en el Mar de Galilea
Jesús camina sobre las aguas
Jesús es el Hijo de Dios

Extracto de una carta de Santiago el menor a Piedro

—¡Simón! ¿de dónde has sacado tantos peces? —Piedro no sabía qué contestar. No iba a casa en casi un año, y ahora volvía con un cesto lleno de peces.

—No te preocupes, padre. Véndelos o regálalos, pero que no se pierda ninguno. ¡Ah! Y nos tenemos que ir, porque el Maestro nos espera.

—¿Pero ya te vas tan rápido? —dijo con un deje de melancolía.

—Si padre —le dijo dándole un beso—, pero volveré pronto, seguro.

—¡Que Dios te bendiga, hijo!

Jonás, su padre, toda su vida había temido el momento en que sus hijos “volaran como gaviotas”, como le gustaba decir. Ya el aviso se lo habían dado Piedro y Andrés, cuando dejaron abandonadas las redes por seguir al Maestro. Jonás era un buen hombre temeroso de Yahvé y le gustaban las nuevas compañías de sus hijos pero, sin embargo, no se acostumbraba a no tenerlos cerca.

Salimos todos hacia el mar, donde estaban las barcas de los zebedeos, Santiago y Juan, y la suya.

—Yo aún no me lo puedo creer, ¿no Piedro? —le dije yo pensando en que Jesús había dado de comer a toda la muchedumbre, sin tener de dónde.

—Sí, lo mejor es no pensar en las cosas que hace el Maestro —me contestó Piedro adivinándome el pensamiento—porque, si lo pensamos con detenimiento, estamos viviendo todos en una nube de prodigios que nunca ha sido nuestra vida. Somos pescadores, como les gusta vernos a nuestros padres, y es lo que hemos sido siempre. No somos ni reyes ni ángeles y, sin embargo, estamos viviendo un momento en el que nada es natural; como si el cielo nos estuviera arrebatando hacia él. 
—Seguimos caminando, y encontramos al Maestro, que estaba al lado de las barcas, todavía rodeado por la multitud. Los demás ya estaban montados en las barcas. Piedro le dijo:

—¡Maestro! ¡Venga que volvemos a Cafarnaúm! —Pero Jesús le respondió:

—Yo iré más tarde; idos vosotros.

—Maestro: si quieres te esperamos el tiempo que haga falta —le dijo Piedro condescendiente.

—No Piedro; en serio os digo que os vayáis.

—¡Pero Maestro! —insistió Piedro.

—¡Piedro! —le dijo, golpeándose la cabeza con su propio puño, haciendo énfasis en su terquedad. Todos nos reímos, mientras los zebedeos y los demás que estaban en su barca se metían en la de Piedro, y le dejaban la barca al Maestro para que pudiera volver.

Comenzamos a remar, y nos ayudábamos con las velas, pero el viento era contrario y era difícil avanzar. Yo miré hacia la orilla; el Maestro había despedido a toda la gente, y estaba subiendo la montaña, solo, para hacer oración. Piedro le dijo a mi hermano:

—¡Venga “Cachas”; rema que se puede!

—¡Si le estoy remando con todo lo que puedo! —protestaba mi hermano.

—¡Entonces son los zebedeos los que no reman!

—¡Yo sí estoy remando! —objetó Juan.

—¡Venga Leví! —le dijo Piedro—; ¡definitivamente los publicanos, sentados todo el tiempo en una mesa no cogen músculos! Leví no dijo nada; solo hizo un gesto moviendo la cabeza y levantando las cejas hacia Piedro. Comenzó a llover y el viento arreciaba, con turbulencia, como queriendo arrancarnos de esta tierra; estábamos perdidos en medio del lago, achicando el agua como podíamos, y ya estaba oscuro; no veíamos las estrellas por causa de las nubes, y eso dificultaba la navegación.

—¡Ojo con el timón, Piedro, que te pierdes! —le gritó el mellizo desde delante.

—¡Controlo! ¡Controlo! —le respondió; llevábamos toda la noche remando, y apenas íbamos por la mitad del lago.

—¡Nos falta todavía la mitad más o menos! —decía Santiago el mayor—; y lo peor es que la lluvia sigue arreciando. —Yo miré hacia atrás y vi como un bulto sobre el mar; como si hubiera una estatua grande en medio de la borrasca.

—¿Qué es eso? —le pregunté a Piedro.

—No sé. ¿Se mueve? —Yo miré mejor y vi que sí; que se movía.

—¡Simón! —le dijo Piedro al cananeo—, ¿qué raca es eso que viene hacia nosotros?

—No sé —repuso Simón asustado—; parece un fantasma.

Los zebedeos comenzaron a gritar del miedo, y nosotros con ellos. De repente vimos que el “fantasma” era Jesús que se acercaba a nosotros, caminando sobre el agua. Todos estábamos aturdidos, y no dejábamos de gritar como los endemoniados que curaba Jesús, muertos de miedo. De repente el Maestro, que nos estaba rebasando porque todos habíamos dejado de remar,  se detuvo y nos dijo:

—¿Por qué gritáis? ¡Calmaos! —dijo extendiendo la mano para tranquilizarnos—¡Tened confianza que soy yo! ¡No tengáis miedo!

—E…. ¿Eres tú? —preguntó Piedro balbuceando, que no se fiaba de lo que veía.

—¡Que sí Piedro!

—Pues, pues si eres tú, ordéname que yo vaya hacia ti caminando también sobre las aguas. —Jesús sonrió y le dijo:

—¡Ven!

Piedro comenzó a bajarse con cuidado de la barca, temiendo hundirse, pero consiguió asentar un pie en el agua; nosotros no podíamos creerlo. Asentó el otro pie, y comenzó a caminar hacia Jesús, con una risa nerviosa que se contagiaba. Cuando estaba a punto de llegar donde Él, comenzó a arreciar el viento y Piedro empezó a perder el equilibrio, a sentir miedo y se comenzó a hundir, pero en ese momento Jesús lo tomó de la mano, lo agarró con sus fuertes brazos y lo sacó a la superficie.

—¿Por qué dudas? —le preguntó sonriendo.

—¡No lo sé, Maestro! ¡Ayúdame! —le respondió Piedro—. ¡Perdóname!

—¡No dudes nunca! —lo reconvino Jesús—Recuerda que con fe todo lo puedes.

Vinieron entonces los dos caminando sobre el agua pero Piedro caminaba con cuidado, pasito a pasito, mientras Jesús lo sujetaba; el Maestro seguía sonriendo, hasta que llegaron y subieron a la barca. Todos estábamos alucinados, como si estuviéramos dentro de un sueño. Yo me pellizqué y no estaba soñando. Estaba ahí con el Maestro, con Piedro, con el Cachas y con los demás. Y Piedro tenía la mitad de su cuerpo mojada, y el viento se había calmado; no había sido un sueño ni una ilusión, y todo había sucedido como yo lo había visto. Todos estábamos en silencio; Piedro estaba abrumado, de todo lo que pasaba por su cabeza y no pudo más, así que se postró ante Él sin saber qué más decirle.

—¡Tú eres el Hijo de Dios! —le dijo, llorando de la emoción —los demás lo imitamos y nos postramos.

—¡Eres el Hijo de Dios! —dijo Leví.

—¡Eres el Hijo de Dios! —dije yo también. Él comenzó a levantarnos del suelo de la barca, como quitando importancia a lo que decíamos, pero todos seguíamos asustados.

Jesús había sido mi primo toda la vida, y me parecía raro decirle que era “el Hijo de Dios”, pero yo se lo decía con todo mi convencimiento. Nadie tiene el poder sobre el mundo, sobre la naturaleza, sobre las enfermedades y hasta sobre los panes y los peces sin ser Dios. La fe es creer lo que no vemos; yo ya no necesitaba más certidumbre, porque todo lo había visto y oído; pero lo que no sabía era que iba a necesitar mucha fuerza y mucha fe para lo que se nos venía encima; sin embargo, debíamos estar tranquilos porque cuando nos fallaba la fe, ahí estaba el Maestro que nunca nos iba a dejar hundir.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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