COMO OVEJAS SIN PASTOR
VIDA DE JESÚS DE NAZARET
Misión de los discípulos
"Como ovejas sin pastor"
Multiplicación de los panes y los peces
Quieren hacer rey a Jesús
Teníamos a nuestro enemigo muy cerca de
nosotros intentando destruirnos, y no nos dábamos cuenta. Natanael y yo estábamos
en el norte, cerca del monte Hermón, porque Jesús había querido que nos
fuéramos de dos en dos y una tarde vino hacia nosotros un hombre andrajoso con
actitudes agresivas, que parecía querer pegarnos.
—¡Fuera! —nos gritaba y torcía la cabeza
de manera inverosímil. Yo miré a Natanael y vi que esquivaba un golpe del
hombre. ¿Quién era? Yo no lo sabía pero era muy extraño. ¿No sería un
endemoniado? Jesús nos había dado el poder para expulsar los demonios, pero yo
no estaba seguro de que este hombre fuera a calmarse. Sin embargo, mientras el
hombre seguía blandiendo sus manos amenazantes y gritando. Sin tener tiempo
casi de pensarlo, aunque estaba lleno de dudas, le grité:
—Por Jesús de Nazaret, ¡Cállate y sal de
este hombre! —el hombre dio un grito ahogado que se escuchó en toda la comarca;
incluso yo me tuve que tapar los oídos para que no me reventara los tímpanos.
Se quedó, inmóvil, en el suelo, quieto y con la mirada perdida.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—¿Dónde estoy? —nos dijo desorientado.
Yo, imitando al Maestro, lo abracé; él se derrumbó y comenzó a llorar.
—Jesús de Nazaret te ha curado —le dije
yo.
—¡Gracias Jesús! —me dijo hecho un mar de
lágrimas como si yo fuera el Maestro. Natanael no pudo contener la risa, que
contagió a todos los presentes; el hombre también se rio, mientras se bebía sus
propias lágrimas. Así estuvimos un buen tiempo con él y con otros, conversando,
como si nos conociéramos de toda la vida.
Cuando decidimos volver a Cafarnaúm, quiso
venirse con nosotros, pero yo recordé lo que el Maestro le había dicho al
endemoniado de Gerasa y le dije:
—¡Quédate aquí, y háblale a la gente de
Jesús! —Él sonrió y se quedó de pie, al lado del camino.
En esa región del norte, muchos habían
escuchado hablar de Jesús, pero querían que Natanael y yo les contáramos cosas
del Maestro, y sus enseñanzas. La gente se quedaba alucinada, cuando hablábamos
de las curaciones y los prodigios que Jesús hacía. De sus enseñanzas, lo que
más les impactaba era lo que contábamos de la relación de Jesús con el Padre, y
cómo nosotros también nos debíamos relacionar con Él. Aunque el tiempo de
enseñanza había sido muy corto, había servido para salirnos un poco de la
burbuja que implicaba estar todo el día con el Maestro; habíamos acordado
encontrarnos a los catorce días y volver a Cafarnaúm, por supuesto a casa de
Piedro.
Fuimos los últimos en llegar, porque los
demás ya estaban allí desde hacía un día o dos. Saludábamos a todos cuando
llegaron unos discípulos de Juan el Bautista con una carta para Juana, y con
una noticia nefasta: Herodes había decapitado a Juan. Juana nos contó más
detalles, porque en la carta su marido le contaba cómo había sido todo. Nos
invadió a todos una gran tristeza, en especial a aquellos que habían sido
discípulos suyos. Jesús nos dijo para animarnos:
—¡Vamos a Bethsaidá! Así podréis
descansar un poco del viaje agotador que habéis hecho.
Así que bajamos al patio de la casa de
Piedro, y nos fuimos sigilosamente para que no comenzara otra vez el enjambre
de enfermos y tullidos que llegaban al lugar donde estábamos. Nos fuimos en la
barca de Piedro y en la de los zebedeos, como hacia el norte de Gerasa, que es
el sitio donde queda Bethsaidá. Cuando habíamos recorrido medio estadio, la multitud
ya se había dado ya cuenta de que nos habíamos ido, y nos iba siguiendo desde la
orilla. Cuando estábamos en alta mar, nos dijo Jesús:
—No sé si habéis vivido momentos de
apremio o de peligro, ahora que habéis estado de dos en dos, pero ya lo habíais
escuchado por mis labios que quien encuentre su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí, la encontrará. Pensad en Juan: él ha dado su vida defendiendo
la justicia de mi Padre. Así que, como también os dije un día, es
bienaventurado y estará muy alto en el reino de los cielos. —En ese momento, Jesús
se llenó de una alegría especial que venía del Espíritu Santo de Dios y exclamó:
—¡Mi Padre ha querido revelar sus misterios
a los humildes de este mundo, no a los poderosos ni a los sabios! Además tenéis
que pensar que lo que estáis viendo y escuchando vosotros, muchos profetas y reyes
quisieron verlo y escucharlo, y no lo lograron
Desde el mar veíamos la muchedumbre que
trataba de alcanzarnos mientras caminaban por la orilla. Era increíble ver cómo
seguía la gente al Maestro, incluso estando nosotros en el mar y ellos en tierra.
Cuando llegamos a Bethsaidá, ya nos esperaba todo el gentío.
—¡Maestro! ¡Mi padre está enfermo y no
puede caminar! —le gritaban desde lejos en tierra firme.
—¡Maestro Jesús! ¡Mi hija está con fiebre!
—gritaba también una señora.
—¿Así que éste era el descanso que nos
tenías preparado, Maestro? —Dijo Natanael riéndose; todos los demás nos reímos
también de su ocurrencia, porque sabíamos lo que nos esperaba siempre que había
mucha gente.
—¡Míralos Natanael! —se conmovió Jesús,
aún desde la barca— ¿No ves que están como ovejas sin pastor?
El Maestro tenía eso: una debilidad y una
compasión especial por toda la gente que sufría, en especial por los pobres, como
si el dolor de los demás le hiciera más daño a Él mismo. Así que atracamos, y
curó a todos los enfermos que le trajeron; luego llegó más y más gente, como si
se multiplicara milagrosamente. Le comenzaron a hacer preguntas, mientras
caminábamos despacio hacia una pequeña colina, no lejos de Bethsaidá. Se sentó
en la colina, que era como un anfiteatro natural con vistas al mar, y sus palabras
iban entrando en los corazones, como la buena semilla de la parábola que nos
había contado hacía unos días.
El sol, al fondo del mar, comenzaba a
tocar las montañas con sus dedos dorados, y el ocaso estaba viniendo sobre
nosotros. Era evidente el contraste entre los amaneceres desde Cafarnaúm y los
atardeceres de este lado del mar. Aquí el sol de veía herido de muerte; allí el
sol surgía radiante y desafiante, seguro de reinar durante muchas horas en el
día. La hierba verde se tornaba dorada con el sol del atardecer, y dominaba el
paisaje. Yo me acerqué con Natanael a Jesús, y éste le dijo en voz baja:
—Maestro: ya comienza a atardecer;
deberías mandar a la gente que vuelvan a sus casas o a los pueblos de alrededor
para que puedan comprar algo de comer. Nosotros mismos no hemos comido nada
desde el desayuno. —Jesús miró y vio la gran cantidad de gente que lo
escuchaba. Entonces me dijo:
—Felipe: ¿Dónde podemos comprar panes? —Yo
le contesté:
—Pfffff, Maestro; ¿Para toda esta gente?
—Jesús asintió sonriendo—. No lo sé, Maestro, pero ni siquiera con doscientos
denarios lograríamos comprarles a todos por lo menos un pedazo de pan. Y tampoco
creo que el de Keriot lleve tanto dinero encima.
—¡Que no se vayan! ¡Dadles vosotros de
comer! —Yo miré a Natanael, y él me hizo señas como de que el Maestro no nos
entendía.
—Maestro: no tenemos tanto dinero; pregúntale
a Judas y verás —insistí.
—¿Pero cuántos panes tenéis? —preguntó.
Natanael fue a preguntar, mientras yo me quedaba con Él. Sinceramente salir a
buscar panes para tanta gente, me parecía una insensatez. Natanael habló con
Andrés, y vinieron los dos a hablar con Él.
—Maestro —le dijo Andrés—: aquí hay un
muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero eso no es nada para
tanta gente. —Jesús les dijo:
—Traédmelos aquí —Andrés estaba yendo a
buscarlos mientras el Maestro nos dijo—: ¡Organizad a la gente en grupos de a cincuenta
personas! ¡Y vosotros Zebedeos, rápido traed de las casas de vuestros padres,
de la de Jonás y de los padres de Felipe doce cestos; uno para cada uno de
vosotros!
Así que nos pusimos todos, manos a la
obra, a organizar a la gente. Desde la parte de arriba, donde estaba yo con
Jesús, conté unos cien grupos de cincuenta personas; nosotros veíamos y
sentíamos a la muchedumbre, pero no nos dábamos cuenta de su magnitud. ¡Había
más de cinco mil personas!
Al rato, llegaron los zebedeos con los
cestos; ya el sol comenzaba a esconderse entre las montañas cercanas a Corozaín
que se veían a lo lejos. Jesús tomó el pequeño cesto que Andrés le había traído
con los panes y los peces, y alzó los ojos al cielo; yo pensé que estaba
mirando a ver si había nubes, pero no; luego entendí que estaba rezando al
Padre. El Maestro dijo entonces:
—Padre mío, ¡Bendito seas! Y bendice esta
comida que nos das. ¡Gracias, Padre! —Llevó la pequeña cesta del muchacho y la
puso al lado de las cestas que habían traído los zebedeos y comenzó a llenar
las doce cestas con panes y peces. Entonces nos dijo:
—¡Repartidle la comida a la gente! —Nosotros
no entendimos, hasta que llegamos a tomar las cestas y las vimos llenas.
—¡Maestro! —dije yo apenas pudiendo
hablar. Andrés, Natanael y los demás no dijeron nada, sino que cogieron cada
uno su cesta y fueron repartiendo comida a todo el mundo, hasta que nadie quedó
con hambre; ¡La comida de los cestos nunca se acababa! Yo también ayudaba, y
estaba anonadado de ver lo que había hecho Jesús. Ya era de noche, cuando el
Maestro nos dijo:
—¡Recoged todas las sobras; no quiero que
se pierda nada! ¡Ahora llevad los cestos a la casa de los zebedeos, de Felipe y
de los de Jonás! ¡Nos vemos ahora más tarde al lado del mar, para que volvamos
a Cafarnaúm! —Nosotros comenzamos a recoger las sobras. En esto llegaron unos
de la muchedumbre y dijeron:
—¿Dónde está el Maestro? ¡Queremos que Él
sea nuestro rey!
—Está allí arriba —les dije. Miré hacia
arriba y el Maestro ya no estaba. Nadie daba razón de dónde se había ido. Hasta
para eso era humilde Jesús; a pesar de haber hecho el mayor milagro que nosotros
habíamos visto jamás, había desaparecido. Se había ido al monte, seguramente a
rezar al Padre.
Cuando llegamos a nuestras casas, los
cestos estaban nuevamente llenos de panes y peces y dejamos todo allí. Nuestros
padres no entendían de dónde habíamos sacado tanta comida. Jesús siempre nos
sorprendía; no dejaba de hacerlo. Su presencia era la verdadera nueva noticia
que el mundo entero necesitaba; era el verdadero evangelio. Pero hay una cosa
que debo recalcar en todo esto: jamás lo vi hacer ni un milagro ni un prodigio
para sí mismo; es decir, las curaciones, las resurrecciones, y hasta esta
multiplicación de comida, siempre lo hizo pensando en los demás; nunca en
provecho propio.
—¡Hemos conseguido tanta comida, pescando
hombres! —dijo Natanael bromeando, y todos nos partimos de la risa.
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