EL PRECIPICIO

VIDA DE JESÚS DE NAZARET


Jesús nos enseña cómo se debe rezar
Jesús en Nazaret
Jesús enseña en la sinagoga de Nazaret
"Hoy se ha cumplido la profecía que acabáis de oír"
Intentar matar a Jesús tirándolo de un barranco

Extracto de una carta de Piedro a Juan Marcos.

Me desperté muy temprano en la mañana; no sabía qué vigilia era, pero algo me impulsaba a levantarme. Miré hacia el lugar donde estaba acostado el Maestro, y no lo vi. “Se ha ido a rezar, como todos los días”, pensé, “voy a ir a buscarlo”. Cuando salí de casa, vi a un par de personas cobijadas con sus mantos en el patio. La osa mayor, se veía especialmente reluciente y la leche de Hera parecía un enjambre gigantesco de abejas. Tomé el camino de Corozaín, porque ese era el sitio preferido del Maestro para rezar. Al poco tiempo de caminar lo vi, a la izquierda del camino. Me acerqué a Él, me vio, y sonrió.

—¿Qué haces aquí? —me dijo entre sorprendido y divertido.

—He venido a hacerte compañía, Maestro.

—Pues vas a ver una de las cosas más bellas que ha hecho mi Padre: el amanecer en el Mar de Galilea.

—¡Jaja! ¡Ya lo he visto muchas veces! —protesté.

—Sí pero siempre desde el mar, nunca desde aquí.

Era verdad; muchas veces me había levantado temprano a pescar, o había pasado la noche en vela, y había visto salir el sol, pero nunca había subido a la montaña a verlo. El Maestro se sentó, y me invitó a mí también a hacerlo. Comenzaba lentamente el recorrido del sol, desde la oscuridad hasta la luminosidad plena.

—¿Tú das gracias a Yahvé? —me preguntó.

—No especialmente, Maestro.

—¿Y no crees que es importante? —yo lo miré con dudas, envuelto todavía en el manto de la noche de invierno.

—Supongo que sí Maestro, pero yo no lo hago.

—¿Te has puesto a pensar todo lo que te ha dado Yahvé?

—Mmmmm. No mucho.

—Si no eres consciente de eso, ¿cómo le vas a dar gracias? Mira: tu Padre Dios te ha hecho nacer en un hogar bueno; tu padre y tu madre te enseñaron a ser una persona generosa, te transmitieron sus valores y te enseñaron un oficio. Dios permitió que tuvieras unos hermanos buenos y responsables como Andrés, por ejemplo —yo sonreí, pensando en el bueno de Proclete; Jesús continuó—: te hizo conocer a Sara, tu mujer, y te hizo feliz mientras viviste con ella.

—He pensado mucho en ello Maestro; ya te he dicho que ojalá te hubiera conocido antes.

—Y yo te he dicho que no pienses en que yo la hubiera podido curar, sino que debes pensar en todo lo bueno que viviste a su lado. Las cosas en la vida suceden, y no nos podemos quedar pensando qué habría pasado si hubieran sido de otro modo; porque, total, ya sucedieron. —Yo asentí; la sonrisa de Sara llegó a mí con el viento que se alzaba del mar. Jesús continuó:

—Luego Yahvé permitió que pescaras en este mar grandioso que parece abrazarte, como ahora que se eleva su aroma hasta aquí, y se comienzan a ver los rayos del sol que vienen de levante. Te aseguro que no todas las personas tienen las bendiciones que tú has tenido.

—Tienes razón, Maestro. ¿Pero cómo puedes dar gracias a Dios?

—Pues simplemente diciéndole: “¡Gracias, Padre!”, como si le estuvieras hablando a alguien que está a tu lado. “Gracias Padre por el sol”, o “Padre: ¿has visto lo hermoso que está hoy el amanecer? Lo has puesto para mí, y te lo agradezco”. Así, como si hablaras con Jonás, tu padre.

—Ya sé que nos has dicho que Dios es nuestro Padre, pero a veces nos pides que le hablemos al Padre como le hablamos al viento, porque al Padre no lo vemos; incluso al viento lo sentimos, como ahora, pero al Padre no.

—Mira que ya comienza a salir el sol. ¿Ves cómo se recortan las montañas de Gerasa, allí al fondo? 
—Yo asentí—; y mira cómo planean las aves sobre la superficie del mar. Y mira los amarillos, y los naranjas del cielo, la transición entre ambos colores, y sus reflejos en el mar; y los reflejos del sol en las pequeñas nubes que están encima de las montañas. ¿Cómo puedes decir que no ves al Padre en todas sus obras en la naturaleza?

Todas las cosas bellas que me mostraba el Maestro, me hicieron caer en la cuenta de que lo que siempre había visto como habitual en cada amanecer del mar, pero ahora que me lo decía podía sentirlo. El sol doraba todas las cosas que tocaba, y el paisaje adquiría vida con él. Mis pulmones se comenzaron a llenar de aire; y el aire de felicidad, y en cada aliento sentía que respiraba parte del mar y del sol. No pude menos que ponerle el brazo por encima del hombro al Maestro así sentados, de lado, como se abrazan dos amigos que acaban de descubrir un secreto mientras están juntos.

—Tienes razón, Maestro —le dije sonriendo—. De ahora en adelante agradeceré todo. —Nos quedamos un rato así, sin hablar entre nosotros, pero hablando cada uno con el Padre mientras contemplábamos, absortos, el amanecer. Después de un rato se levantó, y me dijo:

—¡Venga! ¡Vamos ya a despertar a los dormilones! —Yo sonreí, y me levanté también; y nos fuimos bajando por la montaña, mientras pensaba que mi relación con Jesús ya era como la de dos amigos que se conocen de toda la vida. Llegamos a casa y Jesús dijo en voz alta:

—¡Venga, dormilones! ¡Nos vamos a Nazaret!

—¿Dónde? —preguntó Judas de Keriot, mientras bostezaba.

—Al pueblo del Maestro —le contesté—. ¡Venga!

Y así partimos unos más dormidos y otros menos, pero todos juntos. Salimos por Tiberias, para pasar por Caná y luego a Nazaret; hablábamos de Dios con el Maestro, pero también de los hombres. Era extraño, pero Él no juzgaba nunca a nadie; en cambio nosotros despotricábamos y cotilleábamos de todos. Hicimos todo el camino en un día, entre campos de trigo y árboles diseminados por todo el valle; llegamos a Nazaret por la tarde y, como era invierno, anochecía pronto. Jesús entró en su casa y gritó:

—¿Hay comida en esta casa, o me tendré que ir a otra? —Desde dentro se escuchó una voz:

—¡Hijo mío! ¡Qué alegría! ¿Qué haces aquí? —Salió su madre, y se fundieron en un abrazo.

—¡Hola mamá! —le dijo Jesús terminando de entrar a casa—, ya conoces a todos estos pesados.

—Si son majísimos, Hijo —protestó su madre.

—¡Mira! Saluda a los primos también.

—¡Santiago! ¡Judas!, hijo; ¡Cada día estás más fuerte! —Judas “el Cachas” se ruborizó y todos comenzamos a reírnos.

—Conoces también a los zebedeos, a los de Jonás, al de Keriot, al cananeo, al hijo de Ptolomeo, al mellizo, Felipe; estaban todos en la boda de Sadoc; a lo mejor al que no conoces es a Leví. ¿Era publicano, sabes?

—Señora, mucho gusto en conocerla —dijo Leví.

—¿Publicano? —preguntó María, como si no hubiera escuchado bien —Jesús levantó las cejas, e hizo un gesto cómico torciendo la boca; comenzó a mover la cabeza de arriba abajo, asintiendo. Leví se ruborizó, y bajó un poco la cabeza; se veía que le dolía acordarse de su pasado reciente.

—Pero está muy cambiado, ¿sabes? —dijo Jesús soltando una carcajada—. Ahora el que recoge los impuestos en el grupo es Judas, el de Keriot.

—Esperad os traigo pan y un poco de agua; debéis tener mucha sed.

—¡Y hambre! —dijo Jesús; todos nos reíamos de las pequeñas bromas que nos gastaba el Maestro; su madre estaba feliz de tenerlo en casa, y se le notaba. Pasamos ahí la noche, y al día siguiente nos fuimos de paseo por los alrededores.

—Ese de allí —decía Jesús señalando—es el camino de Séforis; es una ciudad bastante grande, con teatro y todo. Muchas veces acompañé a mi papá a hacer trabajos allí.

Tener al Maestro para nosotros era una maravilla, porque cuando estábamos rodeados de tanta gente era casi imposible escuchar su voz. Yo sé que estábamos ayudando a los que lo seguían, pero el Maestro nos enseñaba con tanta dedicación cuando estábamos con Él, que no había color. Además, no sé qué pasaba en Nazaret; todo el mundo lo conocía, y lo saludaban en la calle; algunos sabían lo que había hecho en los pueblos de la orilla del mar, pero no había allí la misma multitud que nos acompañaba el resto del tiempo.

Vimos unos niños correteando por las calles; allí era fácil imaginar a Jesús, de niño, jugando con sus amigos y llegando extenuado a los brazos y a la sonrisa de su madre. Era viernes; al día siguiente había que guardar el sábado e ir a la sinagoga. Me imaginaba que la gente de la ciudad donde había crecido, y en la cual se había hecho mayor, iba a ir a la sinagoga a verlo; aunque lo habrían escuchado hablar alguna vez, ésta ocasión iba a ser especial, porque Jesús ya era un hombre conocido en toda la región. Volvimos a casa de su madre, que nos tenía preparada una cena sencilla, pero finamente servida y con muy buen gusto. Se veía que, aunque no eran ricos, hacían las cosas bien y no desperdiciaban nada.

—Tía: ¿qué tiene el pan que está tan bueno? —preguntó Santiago el menor.

—Tomillo y aceite; es el pan preferido de mi hijo —Jesús se levantó y le dio un beso a su madre, que se ruborizó un poco.

Al día siguiente, sábado, fuimos a la sinagoga. Las mujeres entraban a un cuarto contiguo, siempre separado del recinto principal por una reja. Presidiendo la sinagoga, un sillón con un atril enfrente para el lector. Cuando estaban todos allí, el jefe de la sinagoga fue al armario en el cual se almacenaban los tebah, unos estuches de cuero donde se guardaban los rollos de escritura. Extrajo un rollo de un tebah, lo desenvolvió, buscó a Jesús y se lo entregó. Jesús se fue al sillón del lector y se sentó, mientras ponía el rollo sobre el atril. Se veía que todos tenían muchas expectativas de oírlo hablar sobre las escrituras, por todas las cosas que habían escuchado acerca de Él;. Jesús entonces comenzó a leer:

El espíritu del Señor, Yahvé,
descansa sobre mí,
pues Yahvé me ha ungido.
Y me ha enviado
para predicar la buena nueva a los abatidos,
y sanar a los de corazón quebrantado;
para anunciar la libertad a los cautivos
y la liberación a los encarcelados.

Entonces dio un rodeo con la mirada y dijo, mientras extendía las manos:

—A todos nos gusta recibir cuando nos regalan algo, ¿verdad? —todos los que estaban en esa parte de la sinagoga lo miraban, pero nadie le respondió; —. A todos nos gusta que nos amen, y que nos dediquen tiempo. Pero no nos damos cuenta de que tenemos que aprender a dar nosotros primero, y dar sin medida; porque cuando damos, sin esperar nada a cambio, el premio que nos tiene preparado nuestro Padre Dios, es mucho más grande de lo que imaginamos. No nos damos cuenta nunca de las desgracias ajenas, porque dedicamos nuestro tiempo a concentrarnos solo en lo nuestro y no vemos que la gente sufre. ¿Podemos seguir así, hasta la muerte, ignorando el dolor del pobre y del que sufre? ¡No! Nuestro deber es levantarnos, y darnos a los demás. Debemos imitar a nuestro Padre Dios que piensa en nosotros todo el tiempo y que nos da siempre sin medida; y debemos anunciarle a todo el mundo que el reino de Dios está aquí con nosotros, y que está aquí para aliviarnos a todos. Porque ¿qué es Dios, sino un Padre bueno que quiere lo mejor para todos nosotros? El sufrimiento de los hombres, el que se ve en el mundo, es causado por los mismos hombres, no por Dios. Cuando los hombres ofenden a los demás con sus palabras, se convierten en cautivos de sus palabras, y cuando los ofenden con sus acciones, se convierten en cautivos de sus acciones porque hacen daño a los demás. Ese hombre cautivo debe cambiar, para que se refleje en él la perfección de su Padre Dios. —Los ancianos, se miraban unos a otros; escuché que uno le decía a otro:

—¿Pero no es éste el hijo del carpintero y de María? ¿Por qué ahora es capaz de explicar las escrituras? —El otro le contestó:

—Si claro; éste es el primo de Santiago y Judas. ¡Míralos ahí están! —Señaló al “Cachas” y a Santiago el menor. Miré a través de la reja de las mujeres, y allí estaba María, la madre de Jesús, atenta a lo que su Hijo seguía diciendo:

—Los hombres que pecan, se convierten ellos mismos en esclavos de sus pecados. Y los pecados no son únicamente los anunciados por Moisés; son todas las acciones que producen sufrimiento en los demás hombres, y que hacen entristecer a Dios mismo, porque Dios creó al hombre para que todos trabajáramos juntos por el mismo fin: ser felices en la tierra y luego volver al cielo, de donde un día salimos. Y cuando se producen el dolor y el sufrimiento, es porque los hombres no son conscientes de la dignidad que tiene cada ser humano y que fue dada por Dios. El profeta Isaías vio este momento, y vio que había que anunciar la buena noticia de la llegada del reino de Dios a vosotros, y yo os digo que la escritura que acabamos de leer se ha cumplido hoy mismo.

—Yo sé que os han contado muchas cosas de mí, y que querríais que curara enfermos aquí en Nazaret, y que hiciera aquí los prodigios que he hecho en Cafarnaúm. Pero ningún profeta es bien recibido entre sus parientes y conocidos. —Jesús comenzaba a hablar más fuerte, mientras los ancianos se revolvían en sus sitios, y la gente comenzaba a murmurar—. Hay muchos escogidos que no se dan cuenta de que lo son; y otros escogidos que desprecian su elección. ¡Os digo que había muchas viudas con hambre en Israel, en los tiempos del profeta Elías, cuando éste pidió a Yahvé que no lloviera por tres años y seis meses, con el fin de demostrar que Baal no era Dios! Y, ¿a dónde envió Yahvé al profeta Elías? A una pobre viuda sidonita de Sarepta, porque ella confiaba en Dios y era humilde. También había muchos leprosos en Israel en los tiempos del profeta Eliseo; ¡muchos! Pero mi Padre solo quiso curar a Naamán, el sirio, para que él reconociera al Dios de Israel. Lo mismo os pasa a vosotros ¡tenéis a Dios delante, y no lo reconocéis! —Inmediatamente lo cogieron, llenos de ira, y lo empujaron fuera de la sinagoga. Nosotros no sabíamos qué hacer. Yo les decía:

—¿Pero qué hacéis? —Ellos gritaban:

—¡Es un blasfemo! —y no escuchaban lo que nosotros les decíamos.

Seguían empujándolo hasta la puerta de la ciudad, y nosotros seguíamos tratando de separarlo de ellos, pero era imposible; la turba llevaba tal fuerza que nos arrastraba. Había allí cerca un risco, hacia donde lo estaban llevando. Nosotros estábamos cada vez más desesperados. Jesús iba a morir, y nosotros no podríamos hacer nada por impedirlo.

Comentarios


En un viaje a Jerusalén para estabilizar la tumba donde,
según la tradición, fue enterrado Jesús de Nazaret,
el Padre Carlos Pineda encontró una caja de cedro,
que contenía papiros con cartas y otros documentos.

Esta novela es su recopilación ordenada.

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